—Estamos en él —alegó Hugo de Bon.
—Eres demasiado joven, hermano, y no has tenido, probablemente no la tengas nunca, oportunidad de luchar contra el enemigo común de todos los cristianos: el Islam. Hubo un tiempo ya lejano en el que los reyes de la cristiandad acudían a la llamada del papa y enviaban sus mejores tropas, o venían ellos mismos hasta Ultramar, henchidos sus pechos de amor a Cristo, dispuestos a derramar su sangre para recuperar primero y mantener después los Lugares Santos bajo dominio cristiano. Era un tiempo difícil pero hermoso en el que los hermanos templarios cabalgábamos bajo el estandarte blanco y negro, unidos por un mismo grito:
Non nobis, Domine, non nobis, sed Tuo nomine da gloriam
.
—¿Viviste aquellos tiempos?
—El final de los mismos. Cuando yo llegué a Tierra Santa tenía más o menos tu edad; de esto hace ya dieciséis años. Los mamelucos estaban a punto de asediar Acre y de expulsar a los cristianos de Tierra Santa. Luché sobre los muros de San Juan de Acre, y allí me hubiera gustado morir, al lado de mis hermanos, pero me encomendaron una misión: custodiar el tesoro del Temple y llevarlo hasta Chipre, y ¿sabes?, todavía no he podido averiguar por qué fui yo el elegido para sacar de allí nuestro tesoro.
—Me hubiera gustado estar en Acre.
—Fue terrible. Murieron miles de cristianos y centenares de hermanos templarios; los mamelucos estaban dispuestos a acabar con todos nosotros. La guerra en ese tiempo fue despiadada. En las batallas la sangre corría por el suelo como el agua de lluvia tras una tormenta. Yo he visto mezclarse la sangre con la tierra de tal manera que se formaba un barro que llegaba a teñirse de rojo.
»En la batalla de Hims se derramó tanta sangre que a su final no era posible distinguir los hábitos blancos de los templarios de los rojos de los hospitalarios. He visto tanta muerte…
—Aseguran por aquí que eres el mejor luchador del Temple.
Castelnou sonrió con un cierto deje de amargura.
—Tuve un gran maestro de esgrima y Dios me ha dado un brazo fuerte y un cuerpo ágil; si tengo algún mérito por ello, es porque así lo ha querido el Señor.
—¿Lucharías contra el rey de Francia?
—¿Por qué preguntas eso, hermano Hugo?
—Porque temo que no nos quedará otro remedio.
—No. Los templarios no debemos pelear contra otros cristianos, lo prohíbe nuestra regla.
—Pero ya lo hemos hecho en algunas ocasiones. Uno de los hermanos de este convento de Nicosia me contó hace unos días que no le importaría liquidar a unos cuantos hospitalarios.
—Bueno, se trata de una vieja rivalidad entre ambas órdenes, no le hagas demasiado caso. Además, existe ese plan del papa para que ambas se fusionen en una sola.
—Sí, ya lo sé, pero, por lo que he oído a los hermanos mayores, ningún templario parece dispuesto a que esa unión se produzca. Y el maestre ha dejado clara su postura de decir que no a la unión de las dos órdenes.
—Claro que no. El Temple se fundó hace casi doscientos años, y así debe seguir siendo. Y ahora vayamos a la capilla, es hora del rezo. Y no hables tanto; deberías saber que nuestra regla recomienda silencio, mucho silencio.
D
os galeras templarias y dos barcos de carga especialmente construidos para transportar caballos estaban fondeados en el puerto de Limasol. El maestre Molay y toda su comitiva, integrada por cuatrocientos hombres y doscientos caballos, estaba ya embarcada en espera de que se diera la orden de levar anclas. Sobre los mástiles más elevados de las cuatro embarcaciones ondeaba el estandarte blanco y negro de los templarios.
El capitán de la galera donde iba embarcado Molay informó que todos estaban listos, y el maestre le autorizó a zarpar. El capitán enarboló la bandera negra y blanca del Temple y la flota comenzó a bogar rumbo al oeste. La orden de Molay había sido escueta: navegar rumbo a Marsella y llegar a este puerto controlado por el emperador de Alemania en el menor tiempo posible. Los barcos se habían aprovisionado de tal manera que si no había contratiempo podrían llegar a Marsella sin recalar en ningún puerto.
El ritmo de navegación fue frenético; las dos galeras se adelantaron enseguida a las dos naves de carga, y al segundo día ya habían perdido contacto visual con ellas. Día tras día, sin detenerse para nada, las galeras avanzaron con celeridad, aunque debieron esperar a las naves de carga, que navegaban más despacio. Tres semanas después de haber partido de Limasol avistaban la costa de Marsella, a pesar de que aguardaron a las naves de carga, para protegerlas de un posible ataque pirata.
El maestre del Temple había escrito una carta al papa, y ambos habían quedado citados en la ciudad de Poitiers a mediados del mes de noviembre de 1306, junto con el maestre del Hospital.
Los templarios hicieron el camino de Marsella a Poitiers formados como un espléndido ejército. En la vanguardia, y tras el portaestandarte, cabalgaban veinte caballeros, todos de blanco, con sus capas marcadas por la cruz roja, escoltando al maestre Molay; después iban los carros con los sirvientes y escuderos, y en la retaguardia los cincuenta sargentos con sus mantos negros y cinco caballeros, que cerraban el grupo.
Al pasar por pueblos y aldeas, decenas de personas salían de todas partes a presenciar aquel cortejo; los caballeros y los sargentos cabalgaban orgullosos y altivos, tal cual les había pedido Molay que lo hicieran, sin descomponer en ningún momento el paso.
Castelnou marchaba tras el estandarte picazo, al lado del joven Hugo de Bon, que parecía encantado con aquel desfile que estaba atravesando media Francia.
Al llegar a Poitiers, los templarios se instalaron en la encomienda; hubo que habilitar espacios en los graneros e incluso en los establos para acomodar a todo el séquito que venía con el maestre.
La entrevista con el papa Clemente V y con el maestre del Hospital se celebró en la iglesia de Santa María. Ambos maestres habían preparado sus respectivos informes y en ambos se reiteraba la negativa a fusionarse. Eran demasiados años de enfrentamientos como para saldarlos con un mero decreto de unión.
El humo del incienso recién quemado ascendía a lo alto de las naves del templo de Poitiers inundándolo de un olor profundo y embriagador. El papa Clemente estaba sentado delante del altar mayor, en un sitial que se había preparado al efecto, rodeado por su curia de cardenales y obispos.
A su derecha, en unos bancos, lo hacían los hospitalarios, con su maestre en el primer lugar, y a su izquierda los templarios, con el maestre Jacques de Molay. Todos vestían sus hábitos reglamentarios.
El papa ofició un
Te Deu
. y comenzó la entrevista.
—Hermanos —dijo Clemente V—, la Iglesia de Cristo atraviesa unos momentos muy delicados. El Maligno acecha en espera que entre nosotros, los cristianos, estallen disensiones, que él se encarga de sembrar día a día. No le escuchéis. Hoy, más que nunca, es necesaria la unidad de todos los católicos, y para ello, los hombres de fe debemos dar ejemplo. Hace ya tiempo que algunas voces dentro de la Iglesia han abogado por la unión de vuestras dos órdenes. Los caballeros del Temple y los del Hospital sois los primeros defensores de Cristo y de los fieles de Iglesia. Durante muchos años habéis luchado en la primera línea, donde había más peligro, donde el sacrificio era mayor. Habéis entregado a Cristo a vuestros mejores hermanos, y nadie como vosotros ha combatido con tanto ardor en defensa de la cristiandad. Pero los tiempos cambian, las viejas ideas se desvanecen y los cristianos necesitan nueva savia vivificadora. Así, es nuestro deseo que las dos órdenes más importantes de la cristiandad os unáis en una sola, que los hermanos templarios y los hermanos hospitalarios se fundan en una sola nueva orden de caballería. Vuestros objetivos son los mismos, vuestros deseos también y vuestra identidad no puede estar por encima de los intereses de la Iglesia.
»Nos, como vicario de Cristo en la tierra, y por la autoridad que nos confiere el Espíritu Santo, os convocamos para que os pongáis de acuerdo, y que ambas órdenes, las más excelsas de la caballería cristiana, renunciéis a vuestras diferencias y en beneficio de la Santa Madre Iglesia iniciéis un proceso que conduzca a la unidad en una sola orden, más grande, más poderosa, más eficaz en la defensa de la fe de Dios y de los intereses de su Iglesia.
»¿Qué tenéis que decir?
—Santidad —el primero en hablar fue el maestre del Temple, que se levantó de su banco y se colocó en el centro de la iglesia para dirigirse al papa—, la Orden templaria fue instituida para la defensa de los Santos Lugares, la protección de los peregrinos y la lucha contra los infieles. Uno de los mayores santos de nuestra Iglesia, el venerable Bernardo de Claraval, realizó el elogio de nuestra misión, y nos llamó «los pobres caballeros de Cristo». Desde entonces, nuestra tarea no ha sido otra que la que nos marcaron nuestros fundadores. Durante dos siglos hemos atesorado bienes y riquezas con una sola finalidad: que sirvieran a la causa de Cristo en la Tierra.
»Es por eso que hemos administrado nuestros bienes con prudencia, tratando siempre de que fueran útiles para cumplir nuestra misión. Si aceptamos la unión que vuestra santidad nos propone, esos bienes dejarían de ser administrados por nosotros y podrían ser empleados para fines bien distintos para los que fueron destinados.
»Ser templario es la mayor distinción que pueda recaer sobre un caballero cristiano. Este hábito ha sido vestido por los mejores hombres del mundo y por él han caído en los campos de batalla de Ultramar miles de nuestros hermanos. Sería una traición a su memoria, a sus ideales, a todo aquello por lo que lucharon el que ahora renunciáramos a él. Nuestra posición, santidad, es que la Orden del Temple debe continuar tal cual se fundó.
Molay se sentó entre los murmullos de aprobación que surgían de los bancos templarios por su discurso. El papa, con rostro severo, indicó con un gesto de su mano al maestre de los hospitalarios que había llegado su turno. El maestre se levantó, inclinó la cabeza en una reverencia hacia Clemente V, y habló desde su sitio.
—Nuestra orden es más antigua que la de los hermanos templarios. Nacimos para acoger a los peregrinos cristianos que acudían a los Santos Lugares para venerar el nombre de Dios. Nadie puede darnos lecciones de defensa de la cristiandad. Durante todo este tiempo hemos estado al lado de los débiles, de los indefensos, de los enfermos; todo nuestro afán consiste en contribuir al triunfo de la Iglesia.
«Este hábito —el maestre se aferró a su capa roja con la cruz blanca— ha sido llevado antes que yo por miles de hermanos. Creo que ninguno de ellos permitiría que fuera sustituido por otro. Por ello, el Capítulo general del Hospital me ha encomendado que os comunique, santidad, que ni un solo hermano hospitalario está dispuesto a unirse a los templarios. El Hospital debe seguir siendo una orden autónoma.
Castelnou, sentado en el segundo banco del Temple, contempló el rostro airado del papa. Estaba seguro de que Clemente V había recibido de Felipe el Hermoso instrucciones de presionar a los templarios para que aceptaran la unión con los hospitalarios. Creía que el plan pasaba por integrar a las dos órdenes en una sola y así conseguir la verdadera disolución de los templarios. Una vez perdida su identidad, sería más fácil apoderarse de sus riquezas. Y en ello se ratificaba tras haber oído la intervención del maestre de los hospitalarios, que le había parecido un tanto falsa, como si la negativa a la unión dependiera de la actitud del Temple y no de la propia voluntad del Hospital.
—Creíamos que vuestros legítimos intereses estarían supeditados al bien común de la cristiandad, pero vemos que no es así —intervino el papa Clemente tras oír a los dos maestres.
—Los intereses de la cristiandad son los mismos que los de los templarios, santidad. No veo ninguna contradicción en nuestra actitud de querer mantener la Orden y defender a la vez a todos los creyentes en Cristo —dijo Molay.
—¿No entendéis que seríais mucho más eficaces junto que separados? —demandó el papa.
—La Iglesia tiene muchas órdenes, y siguen apareciendo otras nuevas; San Agustín, San Benito, San Francisco de Asís o Santo Tomás de Aquino fundaron órdenes religiosas para mayor gloria de la Iglesia. Nadie ha dudado jamás de su esencia, y nadie ha postulado la unificación en una sola de todas las órdenes monásticas o mendicantes.
»A Cristo y a su Iglesia se les puede servir desde distintas opciones —dijo Molay.
—Esas órdenes a las que os referís tan sólo rezan; vosotros, además, lucháis, y ahí es donde la unidad es necesaria, en el combate contra el Islam.
—No somos dueños de la Orden en la que profesamos; sólo Cristo es Nuestro Señor. Y El inspiró nuestra sagrada regla, a la que no podemos traicionar.
—Jurasteis obediencia al papa, y el papa somos Nos, y Nos representamos a Cristo en la Tierra, somos su vicario.
—Sí, santidad, sois el vicario de Cristo, por eso sé que jamás actuaréis en contra de sus designios, porque gracias a ellos existe el Temple, y por ellos y para ellos ha de seguir existiendo. ¿Acaso estaban equivocados todos nuestros predecesores?; ¿estaba equivocado san Bernardo cuando inspiró el espíritu que dictó nuestra regla?; ¿estaban equivocados todos los maestres que me han precedido en el gobierno del Temple? Creo que no; creo firmemente en la verdad revelada a nuestros antecesores; creo en la fuerza divina que ha guiado nuestro brazo durante dos siglos; creo en la sangre de nuestros hermanos vertida en las arenas de Tierra Santa para mayor gloria de Cristo y de su Iglesia… No, santidad, sé que vuestra mente piensa lo mismo, y que por haber sido ungido por el Espíritu Santo, sé que no ordenaréis la unión del Temple y del Hospital. Se lo debemos a nuestros hermanos muertos.
»Aquí os dejo este memorando. —Molay depositó encima del altar un legajo de varias hojas de pergamino encuadernadas en cuero rojo—. Comprobaréis en él que la unión sería además muy injusta, pues el Temple es más rico, más poderoso y tiene más bienes y propiedades que la Orden de San Juan, y ello es debido a que durante dos siglos nuestros hermanos han sido los más diligentes a la hora de administrarla. Veréis en él, santidad, que si bien consideramos que podrían extraerse ciertos beneficios de esa unión, lo cual reconocemos y admitimos, hemos concluido que serían mayores los perjuicios, por lo que el Capítulo General de la Orden del Temple ha aprobado por unanimidad rechazar dicha propuesta de unión.