Moncada solicitó permiso para retirarse y, tras obtenerlo, se marchó a su feudo unos días antes de la Navidad, pero dejó a Jaime de Castelnou al frente de la hueste del conde de Ampurias, prometiendo que regresaría en cuanto revisara sus propiedades.
Los días discurrían monótonos; sitiados y sitiadores se observaban y permanecían a la espera, ambos convencidos de que el único final posible era la rendición de la fortaleza.
Mediada la primavera, Guillem de Moncada regresó. Traía para el sobrejuntero de Huesca y para el noble aragonés Artal de Luna, los dos jefes de los sitiadores, instrucciones muy precisas del rey don Jaime.
En la tienda de don Artal se reunieron los generales del ejército real.
—Nuestro señor el rey don Jaime desea que este sitio acabe cuanto antes. Ha dispuesto que dialoguemos con los templarios y que oigamos sus condiciones. En este documento se contienen las cláusulas hasta donde podemos acordar con los rebeldes. Si las aceptan y nos entregan el castillo, quedarán libres. Hace falta nombrar a un negociador. Yo propongo a don Jaime de Castelnou —dijo Moncada.
—Me parece bien —añadió el sobrejuntero.
—Por mi parte no hay ningún problema. Mañana subiréis a ese castillo y pediréis al comendador de los templarios que os proponga sus requisitos para entregar la fortaleza. ¿Estáis de acuerdo con vuestra misión? —le preguntó don Artal de Luna.
—Por supuesto —asentó Castelnou.
—Que Dios os guíe.
* * *
A la mañana siguiente Jaime de Castelnou dejó sus armas, se vistió con una sobreveste verde y comenzó a ascender por el camino empinado que por la ladera del cerro ascendía hasta la puerta del castillo. En su mano sostenía una bandera blanca que agitaba de manera acompasada.
Unos sitiados apostados en una fortificación exenta cercana al castillo lo dejaron pasar y cuando llegó ante la puerta un sargento templario que vestía el reglamentario hábito negro con la cruz roja de la Orden se asomó desde las almenas.
—¿Quién eres y qué te trae por aquí?
—Soy Jaime de Castelnou y quiero hablar con el hermano que gobierna esta fortaleza —respondió con aplomo.
—Márchate.
—Un templario no se retira jamás.
Non nobis, Domini, non nobis, sine Tuo nomine da gloria
. —dijo Castelnou, citando la divisa del Temple.
Aquellas palabras fueron pronunciadas con tal convicción que el sargento dudó.
—¿Eres un templario?
—Déjame pasar —insistió Castelnou—. Voy desarmado.
Al instante se abrió la enorme puerta y Jaime entró en una zona oscura, un túnel que daba acceso a otro espacio abierto y a una nueva puerta. Desde luego, la fortaleza estaba construida para soportar un ataque directo.
El sargento, acompañado por dos soldados armados con lanzas, se plantó ante él y le indicó que lo siguiera. Entraron en la zona alta de la fortaleza y se dirigieron a una pequeña iglesia que desde el exterior ofrecía el aspecto de un macizo torreón de piedra. Frente al altar, de rodillas, estaba el comendador de Monzón.
—Hermano, este hombre dice llamarse Jaime de Castelnou; creo que es uno de los nuestros —dijo el sargento.
Berenguer de Bellvis se incorporó, se santiguó, hizo una reverencia a la imagen de la Virgen que presidía el altar del templo y se giró hacia la entrada. Una cálida luz estival bañaba la nave de la iglesia desde el único ventanal del lado sur. Los rayos del sol se tamizaban a través de la lámina de alabastro bañando todo el interior de un tono dorado con reflejos nacarados.
El comendador Bellvis miró a Jaime con serenidad, se acercó hasta él y le tendió las manos.
—Bienvenido, hermano.
—¿Me conoces? —preguntó Jaime.
—No, pero sé que eres uno de los nuestros. He oído hablar de ti; además, sólo un templario se comportaría así en esta situación. Vamos al refectorio, imagino que tendrás muchas cosas que contar.
Durante varias horas Jaime de Castelnou narró a los templarios de Monzón todo cuanto les había ocurrido a sus hermanos en Francia y la amarga sensación que tenía ante la ausencia de esperanza alguna.
—El Temple está perdido. No existe ninguna posibilidad de supervivencia. El papa Clemente es un esbirro al servicio del rey Felipe y los monarcas de la cristiandad que en principio se negaron a condenar a nuestra Orden han visto ahora que nuestras propiedades pueden acarrearles importantes beneficios. La mayoría de esos soberanos deben mucho dinero al Temple, y si desaparecemos, esas deudas quedarán canceladas. Todas las encomiendas de todas las provincias se han rendido, muchas de ellas sin la menor resistencia. En Francia nuestros hermanos se entregaron como corderos, y en Chipre mis compañeros, habituados a luchar a muerte en los campos de batalla de Tierra Santa, se entregaron sin una sola protesta.
—Entonces, ¿no hay posibilidad de resistir?
—No, ni la más mínima. El rey de Francia y el papa han lanzado sobre nosotros todo tipo de calumnias e infamias, y han conseguido que la gente se crea todas esas mentiras. Yo mismo lo pude comprobar en París, y lo he vuelto a hacer aquí, en Monzón. Los habitantes de esta villa miran hacia aquí arriba con una indiferencia absoluta.
—Entonces, ¿qué nos recomiendas?
—Una rendición pactada. Nuestro rey don Jaime no tiene la menor intención de causar daño a los templarios. Las instrucciones que acaba de dar a los sitiadores son bien concisas; por el momento, no se producirá ningún ataque a esta fortaleza. No desea que haya derramamiento de sangre, pero el rey de Aragón no puede ser ajeno a las instrucciones del papa Clemente, porque en ese caso podría ser condenado por hereje, su reino puesto en interdicto y anatemizado.
»Yo me comprometo a que tengáis unas buenas condiciones de capitulación.
El comendador Bellvis se dirigió al resto de sus hermanos templarios y todos estuvieron de acuerdo en entregar el castillo previa concesión de garantías. Todos los caballeros templarios eran soldados experimentados, pero también eran conscientes de que su resistencia sería inútil.
—De acuerdo. Fijaremos nuestras condiciones para la entrega del castillo, pero no nos rendiremos hasta que no agotemos todas nuestras reservas —dijo el comendador.
—¿Y para cuánto tiempo tenéis alimentos?
—Al menos para ocho meses.
—Así lo transmitiré, pero tal vez sea demasiado tiempo.
—Eres un templario, comprenderás que no podemos entregarnos sin agotar todas nuestras posibilidades.
—No hay esperanza alguna, hermano.
—Mientras nos quede un pedazo de pan, sí. Cuando profesé en el Temple me enseñaron que, mientras le reste un soplo de vida, un templario debe seguir combatiendo.
Jaime de Castelnou se despidió de sus hermanos templarios abrazándolos uno a uno, y antes de salir de la fortaleza compartió con ellos una oración en la iglesia.
Don Artal de Luna escuchó el informe de Castelnou y frunció el ceño cuando oyó que la capitulación tardaría varios meses en producirse. Tenía órdenes directas del rey de no atacar la fortaleza de Monzón, pero quiso dar una sensación de fuerza y de decisión y pidió más tropas. A comienzos del otoño, una vez acabadas las tareas de la siega y la vendimia, llegaron a Monzón refuerzos procedentes de varias milicias concejiles de ciudades y aldeas del este de Aragón. Más de dos mil hombres se prepararon para pasar el invierno ante la poderosa fortaleza de los templarios.
* * *
Los templarios de Monzón, a los que cada semana visitaba Castelnou, mantenían la esperanza de que el papa perdonara a la Orden y le reintegrara sus bienes. Pero las torturas a las que habían sido sometidos el maestre Jacques de Molay y los principales cargos del Temple habían tenido éxito y todos habían confesado su participación en los crímenes de los que se les acusaba. Molay, agotado y cruelmente torturado, admitió que había escupido sobre la cruz, que había practicado la sodomía y que había renegado de la fe en Cristo.
Satisfecho por aquellas confesiones, el rey Felipe había puesto a los templarios bajo la custodia de la Iglesia. Y entonces se produjo una situación que el rey de Francia no esperaba. Al verse fuera de las manos de los agentes reales y custodiados por soldados del papa, los templarios, encabezados por el propio maestre, se retractaron de sus anteriores declaraciones de culpabilidad y negaron todas las acusaciones que contra ellos se habían vertido, alegando que habían sido conseguidas mediante torturas, y que por tanto no eran ni válidas ni legítimas.
Castelnou les transmitió a sus hermanos de Monzón esta nueva situación.
—Ahora sí que no hay ningún remedio. Nuestro maestre ha cometido una gran torpeza al retractarse de sus confesiones. La Iglesia condena a los relapsos a la hoguera. No hay salida, el Temple está definitivamente perdido.
—Hubo un momento para la esperanza, ¿no es cierto? —le preguntó el comendador Bellvis.
—No, nunca lo hubo. Si el hermano Molay y los demás altos caballeros de la Orden no hubieran admitido los cargos, tal vez hubieran sido torturados hasta la muerte y ahora serían mártires. Pero al hacerlo, dieron la razón al rey de Francia, y eso hubiera bastado para que el castigo no fuera demasiado duro. Tal vez hubieran conformado al rey Felipe admitiendo esos pecados que nunca cometimos. Desde luego, la Orden estaba condenada de cualquier manera, pero nuestros hermanos hubieran sido encarcelados por algún tiempo, y quién sabe si dentro de dos o tres años las cosas hubieran cambiado. Más al retractarse de su confesión, han provocado la ira del rey, y ahora su situación es mucho peor. Las torturas van a continuar, y el fin se encuentra mucho más cerca.
—Hemos preparado un borrador con nuestras condiciones para la entrega de la fortaleza. Estas son. —El comendador le indicó a uno de los tres hermanos capellanes refugiados en el castillo que las leyera.
—«Solicitamos —empezó el capellán— poder ir ante el papa cuatro o cinco de los frailes del convento de Monzón para tratar nuestros derechos; podremos conservar nuestras joyas e inmuebles; entregaremos nuestras armas al rey de Aragón, que serán guardadas para sernos devueltas si la Orden sigue en vigor una vez acabado el proceso en el que está inmersa; conservaremos todas nuestras mulas y cada comendador de cada una de las encomiendas templarias de los dominios del rey de Aragón tendrá derecho a disponer de dos criados; nuestro señor el rey de Aragón intercederá ante el papa para que ninguno de los hermanos de las encomiendas de la tierra del señor rey sea sometido a tormento alguno; los seglares que prestan servicio en la fortaleza de Monzón serán perdonados; los hermanos templarios podrán vivir libremente en los lugares donde haya conventos de la Orden…»
—Creo que serán admitidos todos esos puntos.
—¿Y tú, hermano Jaime, qué vas a hacer tú?
Aquella pregunta lo dejó desconcertado. Desde que los soldados del rey de Francia asaltaron la sede del Temple en París y hasta ese momento, Castelnou sólo se había preocupado de sobrevivir. Los acontecimientos se habían sucedido demasiado deprisa como para detenerse a pensar en otra cosa que en vivir día a día. Su instinto, tal vez adquirido en el asedio de Acre y en las batallas en Ultramar, le había empujado a no dejarse apresar, a no entregarse como el resto de sus hermanos, a seguir manteniendo una chispa de esperanza, tal vez la que él negaba a los demás.
—Hace tiempo varios hermanos me encargaron una misión que debo cumplir. Dedicaré el resto de mi vida a ello.
—Espero que tengas éxito; sé que cuanto hagas será en beneficio de nuestra Orden.
»Y ahora prepararemos la capitulación. Primero entregaremos la fortificación de la muela situada delante del castillo, ésa será la señal de que comenzamos la rendición, y dos semanas después entregaremos el castillo.
—Me parece bien. Así habrá tiempo para cerrar los términos de la capitulación.
Cuando Jaime bajó del castillo y le transmitió a don Artal de Luna las condiciones solicitadas por los templarios, el jefe de las tropas reales no puso una sola objeción aceptó todos los puntos.
Tal como estaba previsto en el acuerdo, la fortificación de la muela, un baluarte defensivo avanzado fuera del castillo, fue entregado a las tropas reales, y el 24 de mayo las puertas de la fortaleza se abrieron para que entrara una delegación de los sitiadores de la que formaba parte Castelnou.
En el patio de armas estaban formados con sus uniformes reglamentarios pero sin armas dieciocho caballeros, treinta y nueve sargentos y tres capellanes templarios, y tras ellos casi un centenar de escuderos, artesanos y criados.
Berenguer de Bellvis se adelantó y, como comendador de la Orden en Monzón, hizo entrega del castillo a don Artal de Luna, que solemnemente prometió en nombre del rey de Aragón respetar el acuerdo de capitulación al que habían llegado sitiadores y sitiados.
Los campamentos de los sitiadores fueron levantándose y los hombres de las milicias concejiles se marcharon hacia sus casas deseosos de llegar a tiempo para la cosecha. A pesar de los relevos, algunos habían permanecido al pie del castillo de Monzón varios meses, y no deseaban otra cosa que volver a encontrarse en sus hogares con sus esposas y sus familias.
Los hombres del conde de Ampurias recogieron sus tiendas, cargaron sus carros y emprendieron marcha de regreso por el camino hacia Lérida. Seis días después, Jaime de Castelnou avistaba el torreón de piedra del castillo que había sido gobernado por su padre.
E
l Grial permanecía en el mismo sitio donde lo había escondido, bajo la mayor de las lajas de piedra del suelo, en un rincón de la estancia que su señor le había asignado en las dependencias del castillo. Lo cogió con sus manos y tras santiguarse creyó que había llegado el momento de buscar el lugar donde debía depositarlo. Las claves para identificar ese sitio estaban en el libro titulado
Parsifa
, del templario Von Eschenbach, pero el ejemplar que le había entregado el maestre Molay cuando le confirió la responsabilidad de llevarlo a ese misterioso lugar en caso de peligro para el Temple lo había perdido en el asalto de la casa templaria en París. Recordó entonces que había guardado el libro en su saco y que la noche en la que huyó de la casa parisina el libro se había quedado en el dormitorio, en el saco donde guardaba las escasas pertenencias que le permitía poseer la regla de la Orden.