Vestía como un caballero y no había olvidado su espada, su escudo, un puñal largo y otro corto y su casco cónico de combate. Pese a su aspecto noble, podía pasar por un peregrino si así lo proclamaba, pues las gentes de las localidades por las que discurría el camino estaban acostumbradas a ver discurrir a todo tipo de personajes, pobres y ricos, nobles y plebeyos, santos y demonios, damas y rameras, en una especie de pasacalles que a veces se asemejaba más a un desfile de vanidades mundanas que a una verdadera peregrinación.
En el camino le pareció haber recobrado algo del espíritu de la regla del Temple que cumpliera durante tantos años. En cierto modo, un peregrino y un templario vivían vidas parejas; el templario adaptaba su actividad vital al ritmo que le marcaba la regla, mientras que el peregrino lo hacía al que le obligaba el camino, una especie de regla no escrita pero que exigía ser cumplida como la de los caballeros del hábito blanco y la cruz roja.
La noche comenzó a caer cuando ascendía una larga y empinada ladera de una sierra que, según le habían dicho en la última aldea, separaba las tierras del condado de Urgel, en el país del conde de Barcelona, de las del condado de Ribagorza, en el reino de Aragón; claro que desde hacía siglo y medio el de rey de Aragón y el de conde de Barcelona eran títulos que habían recaído en la misma persona.
A la salida de esa misma aldea, tres hombres le habían señalado que justo en lo alto de la cuesta, tras un bosquecillo de alerces, había un albergue en donde podría pasar la noche. La oscuridad se le echaba encima y Jaime arreó a su caballo para que ascendiera más deprisa. Al llegar a la cumbre comprobó que allí no había ninguna construcción. Dio varias vueltas por los alrededores hasta que comprobó que no era cierto lo que le habían asegurado y receló por ello.
Quienes le habían informado al pie de la larga cuesta eran tres hombres que charlaban entretenidamente al lado de una fuente, justo en la última choza de la aldea. Jaime había atisbado en sus rostros un cierto reflejo de codicia, y sospechó de ellos por cómo cruzaban miradas cómplices. Tal vez pensaron que un caballero solitario podía ser una presa fácil para los tres y que quizá portara una buena bolsa con dinero. De hecho, el caballo por sí solo ya costaba una pequeña fortuna.
Atendió a su instinto de soldado experimentado en las trampas y emboscadas vividas en Tierra Santa y preparó en un claro del bosquecillo un círculo de piedras en el que encendió un fuego, como solían hacer todos los viajeros que acampaban en el monte para ahuyentar a algún lobo que merodeara por los alrededores.
Al lado de la fogata dispuso un montón de ramas y hojas moldeándolas como si de una forma humana se tratara y colocó en la cabecera la silla de montar; después las cubrió con su manta de viaje simulando la figura de un hombre acostado y depositó sobre la zona de la presunta cabeza, junto a la silla, el amplio sombrero de viaje. Alejó el caballo a un centenar de pasos y lo ocultó en la espesura, atado de la brida a un árbol. Avivó la hoguera y le añadió los leños más gruesos que pudo encontrar para conseguir que el fulgor de las brasas perdurara el máximo tiempo posible, y se ocultó entre el ramaje no muy lejos del fuego, de cara al camino que por la cuesta conducía hasta la aldea que había dejado atrás; y se dispuso a esperar.
Las horas transcurrieron lentas y pesadas; la noche, pese a la altitud de aquellas sierras y a la temprana primavera, no era demasiado fría, aunque comenzaba a notar en sus huesos la humedad acumulada por las últimas jornadas de lluvia casi ininterrumpida.
Pese al cansancio y al sueño, procuró mantener sus reflejos bien dispuestos, y de nuevo agradeció a la disciplina aprendida y practicada en el Temple que pudiera permanecer despierto y concentrado, y que le hubieran enseñado a saber superar el dolor, el calor, el frío y el miedo.
Pasada ya la mitad de la noche, aunque no lo pudo calcular con exactitud porque las nubes cubrían por completo el firmamento y no podía comprobar el decurso de las estrellas, sintió en su agudo oído unos leves ruidos. Aguzó la vista y detuvo la respiración para intentar oír con mayor detalle y entonces pudo observar unas sombras, que se hicieron más nítidas conforme se acercaron hacia las brasas de la hoguera, provistas de lo que parecían unos palos o tal vez espadas. Cuando se encontraban a unos pocos pasos del fuego vio con mayor claridad, con sus ojos acostumbrados a escudriñar la oscuridad de la noche cerrada, a tres individuos dispuestos a atacar al presunto viajero que dormía junto a la fogata. Uno de ellos fue el primero en levantar la estaca, al recortarse su figura en el horizonte Jaime percibió que no era una espada, y la descargó con enorme violencia sobre el bulto que cubría la manta, justo en el borde del sombrero, donde se suponía que estaba el cuello de la víctima. Un golpe de semejante contundencia y en ese preciso lugar hubiera sido suficiente para dejar sin vida a un hombre.
De inmediato los otros dos secuaces se lanzaron a golpear la zona de las piernas, uno a cada lado. Desde luego, aquellos canallas sabían bien lo que hacían. El ataque traidor había sido perfectamente organizado; el primero de los golpes, tal vez lanzado por el más fuerte, había ido directo a la base del cuello, y los otros dos a las piernas, a ambas a la vez, mientras el primero de los hombres volvía a descargar otro garrotazo ahora justo en el centro de la cabeza.
Pero en contra de lo que esperaban, bajo la manta no había ningún cuerpo, sólo un montón de hojas y ramas. Al comprobar su error, los tres salteadores comenzaron a proferir juramentos y a lanzar palos a ciegas en todas las direcciones. El templario cogió su espada, que había clavado en el suelo a su lado, y salió de su escondite a toda velocidad en dirección hacia los malhechores. El primero de ellos recibió un tremendo golpe en la espalda que lo dejó tumbado y sin aliento, el segundo cayó de bruces tras sufrir una estocada en el muslo y el tercero, el que había golpeado en primer lugar, perdió medio brazo derecho cuando intentó defenderse de la acometida de Castelnou, quien con un rápido tajo de su espada le cercenó la mano a la altura del antebrazo. Con la misma rapidez con la que había cargado, Jaime se puso en guardia por si a alguno de aquellos tres ladrones le quedaban ganas de volver a la carga; pero los tres gemían de dolor en el suelo suplicando que no los matara.
—Debería liquidaros ahora mismo y dejar que las alimañas se dieran un festín con vuestros despojos, pero me parece que no es ésta la primera vez que atacáis a alguien, de modo que imagino que la justicia estará deseosa de atraparos. Tumbaos los tres bocabajo y colocad las manos en la espalda. Y si atisbo el menor movimiento en cualquiera de vosotros, el más leve, que se dé por muerto el que lo haga.
—¡No puedo, me falta una mano, me la habéis tronchado! —exclamó entre sollozos el que había perdido medio brazo mientras se sujetaba la extremidad cercenada con la otra mano.
—Pues hazlo con el muñón que te quede o perderás también la mano izquierda.
En un momento, el templario avivó el fuego con hojas y ramas secas para tener más luz y ató las manos de sus tres asaltantes a la espalda, forzándoles los codos cuanto dieron de sí las articulaciones. Después los ató a los tres uno tras otro formando una especie de cuerda de presos y les trabó los pies con cuerdas dejándoles apenas un par de palmos para que pudieran caminar siempre a pasos cortos. Sin perderlos de vista acudió a por su caballo y regresó junto a la hoguera.
—Aguardaremos a que salga el sol y continuaremos camino hacia Bonansa. Imagino que allí se harán cargo de vosotros, en espera de que un oficial del rey os encierre en una mazmorra.
Jaime limpió la hoja de su espada y la envainó.
—¡Es un caballero del demonio! —dijo uno de los tres ladrones—. Fijaos, lucha con la mano izquierda.
—Me estoy desangrando —clamó quejoso el que había perdido el antebrazo derecho.
Jaime puso al fuego su puñal y le practicó un torniquete, tal como había visto hacer tantas veces en las batallas en Ultramar, y después le aplicó la hoja ardiente al muñón. El ladrón mutilado perdió el sentido y cayó al suelo fulminado por el dolor, derribando al que estaba a su lado, quien, herido en la pierna, apenas se sostenía en pie, y que a su vez arrastró al tercero. Olía a carne asada.
—Mejor así; no os levantéis hasta que os avise.
Con las primeras luces del alba, el extraño cortejo descendió hacia Bonansa. Los aldeanos que vieron aparecer a Jaime de Castelnou sobre su caballo y tras él a los tres bandidos, con un aspecto lamentable, atados en una cuerda de presos, se quedaron sorprendidos.
—¿Qué lugar es éste? —preguntó Jaime, aunque sabía que al otro lado de la sierra estaba la aldea de Bonansa.
—Bonansa, en el reino de Aragón.
—¿Y quién es la máxima autoridad en este lugar? —preguntó el templario en voz alta a la docena y media de curiosos que se habían arremolinado para contemplar una escena que no se daba precisamente todos los días y que para ellos rompía la rutinaria monotonía cotidiana.
—El jurado Marcelo Mezquita.
—¿Dónde puedo encontrarlo?
—Su casa es la última de esta fila; daos prisa, señor, porque está a punto de salir al campo —respondió uno de los aldeanos.
Jaime de Castelnou, seguido por un grupo de curiosos cada vez mayor, se acercó hasta la casa señalada, en la aldea de Bonansa apenas había tres docenas de edificios, y llamó a la puerta.
Un varón de complexión recia y rostro severo la abrió.
—¿Don Marcelo Mezquita, jurado de Bonansa?
—Soy yo, caballero. ¿Qué deseáis? —preguntó el jurado, mientras alargaba el cuello con perplejidad para ver a los presos.
Castelnou descendió de su caballo y ató las bridas a una anilla de hierro en la pared.
—Que os hagáis cargo de estos malhechores Ayer mientras descansaba en lo alto de aquella cuesta, me atacaron aprovechando la oscuridad de la noche. Como podéis comprobar, su envite traidor no tuvo éxito por la forma en que actuaron me parece que no es primera vez que intentan atracar a un viajero.
—¡Son los bandoleros que andábamos buscando! —gritó una de las personas allí congregadas.
—¡Sí, son ellos! —gritó otra.
—¿Los habéis capturado vos solo, señor…? —preguntó el jurado haciendo un gesto para que callaran sus convecinos.
—Sí; tuve suerte en el envite. Mi nombre es Jaime y soy caballero del barón don Guillem de Moncada, señor de Castelnou. Voy en peregrinación a Santiago. Os entrego a estos delincuentes para que sean juzgados.
—¡Oh, sí!, avisaremos al sobrejuntero de Ribagorza que es a quien compete la jurisdicción real en este lugar —entre tanto, los encerraremos en una choza.
—Procurad que no escapen.
—En las condiciones en las que los habéis dejado no creo que les queden ganas.
—¡Son ellos, son ellos, deberíamos colgarlos ahora mismo! —volvió a gritar uno de los aldeanos.
—Eso es cosa de la justicia —gritó el jurado.
—Por lo que oigo, estos tipos son conocidos en estos parajes —supuso Castelnou.
—Hace tiempo que tres bandidos tenían amedrentados a cuantos se atrevían a viajar de noche por estos caminos. Hasta ahora nadie había podido capturarlos a pesar de que han cometido varios robos, pero siempre habían logrado huir. Os agradecemos su captura, señor.
—Procurad, don Marcelo, que no escapen, y que sean juzgados conforme a vuestras leyes.
—Así lo haré.
»Pero si os parece, don Jaime, puedo ofreceros un buen desayuno. En el fuego están cociendo unas gachas de ordio con tocino y costillas ahumadas de jabalí.
—Gracias, pero debo seguir mi camino.
—Tenéis aspecto de haber dormido poco, imagino que esta pasada noche habrá sido muy larga para vos y para vuestro caballo. Mi casa es humilde pero hay una cama con ropa limpia y heno recién segado en el establo para vuestra montura, que a lo que parece también necesita un tiempo de reposo.
Jaime miró la cabeza de su caballo y vio que, en efecto, el pobre animal estaba agotado.
—De acuerdo. Acepto, pero os pagaré por ello.
—No es necesario.
—Para mí, sí lo es.
El templario durmió toda la mañana, aunque tuvo la previsión de atrancar la puerta de la humilde estancia y colocar su espada a su lado sobre la cama, y la bolsa con el Grial bajo la almohada de paja.
A mediodía ordenó sus cosas, se aprovisionó de algo de cerdo ahumado, embutido curado, queso y pan y se puso en marcha hacia el oeste. El jurado de Bonansa le había indicado que para ir hasta Jaca en esas fechas de primavera lo más seguro era descender por el curso del río Isábena hasta la villa de Graus, y de allí por Aínsa y Boltaña, subir por el curso de un río llamado Ara hasta la aldea de Broto, cruzar el collado de Cotefablo y llegar hasta Biescas. Desde esa villa hasta Jaca el camino era casi llano y se podía hacer en una sola jornada. En total, entre cuatro y seis días de viaje, según estuvieran los caminos y los puertos.
Al atardecer del quinto día de haber partido de Bonansa, Jaime de Castelnou atisbó sobre una colina amesetada las murallas de Jaca.
L
a ciudad de Jaca era más pequeña de lo que había imaginado. Por su caserío y el número de vecinos era poco más que una de las villas que había atravesado en la última semana, pero además de las murallas, que le conferían el carácter de ciudad, había un edificio imponente que le llamó la atención, una gran iglesia de piedra en el viejo estilo ubicada cerca de la puerta norte, por donde arribaba la mayoría de los peregrinos procedentes del otro lado de los Pirineos.
A pesar del pequeño tamaño de la ciudad, junto a la que había un burgo rodeado de su propia muralla, las calles estaban atestadas de peregrinos que acababan de llegar de Aquitania, de Francia y de Alemania sobre todo, y que visitaban las tiendas de zapatos para reponer el calzado gastado en el paso del camino por los puertos de las altas montañas. Hacía apenas dos semanas que la ruta a través del Somport había quedado libre de nieve y los peregrinos que habían aguardado el invierno en el lado francés habían comenzado a acudir a Jaca.
Castelnou se dirigió directamente a la gran iglesia de piedra, que tenía el tamaño de una catedral y cuyo tejado sobresalía sobremanera por encima del caserío. La puerta principal se abría a los pies, en la calle que continuaba dentro de la ciudad el camino de los peregrinos, tras un pórtico, y en el lado sur, junto a otra puerta, había una plazuela en la que todo indicaba que ese mismo día se había celebrado un mercado.