—Sabes, hermano Arnal, tal vez tengas razón, pero nuestra Orden tan sólo es un sueño.
—Pero un hermoso sueño.
Los dos templarios se despidieron deseándose suerte; pero poco antes el prior de Jaca le confesó a Castelnou que estaba ideando un relato para contarle a la gente cómo había llegado el Santo Grial hasta el monasterio de San Juan de la Peña, y en ese relato, por cuestiones obvias, no tenían cabida los templarios.
E
l castillo de Castelnou apareció de pronto, encaramado en lo alto del cerro, tras un recodo del camino. Jaime detuvo a su caballo y contempló la fortaleza por unos instantes. En los campos de los alrededores las cosechas maduraban, aunque no con la abundancia de años atrás; parecía que una terrible maldición se había extendido para disminuir los frutos de la tierra.
La llegada de Jaime provocó un cierto revuelo en el castillo. Don Guillem de Moncada había salido de caza con algunos de sus caballeros, y en la fortaleza sólo quedaban media docena de guardias y algunos criados. La estancia que le había asignado don Guillem estaba vacía, como el escondite donde había depositado el Grial cuando entró al servicio del barón. Aprovechó el día para descansar y esperó a que llegara su señor.
La partida de caza no había sido demasiado fructífera; con la caza ocurría como con las cosechas, que año a año disminuían en lo que parecía un castigo de Dios hacia los hombres. Los tiempos de abundancia se habían esfumado, y sólo los más viejos recordaban aquellos años en los que las mieses eran tan abundantes que cada cosecha bastaba para alimentar a toda la población del condado y aún sobraba casi otro tanto para vender en los mercados de Gerona, de Perpiñán y de Barcelona. Por el contrario, desde hacía unos años lo que se recolectaba apenas alcanzaba para alimentar a toda la población, e incluso había habido temporadas que se había tenido que importar trigo de Francia para evitar la hambruna. La caza también había disminuido. Años atrás los bosques estaban llenos de jabalíes, ciervos, conejos y todo tipo de aves, pero ahora era difícil abatir un faisán, una perdiz o un venado; ni siquiera los conejos abundaban como antaño. Se decía que incluso los lobos y los zorros comían caracoles ante la escasez de presas con las que alimentarse.
El barón de Moncada se alegró al ver a su vasallo y olvidó el enfado que traía ante la mala jornada de caza. Se saludaron con un abrazo y se sentaron a la mesa de la sala mayor del castillo, en donde se sirvió una jarra de vino y algo de queso mientras en la chimenea dos criados colocaban al fuego un cordero para que estuviera listo a la hora de la cena.
—Contadme, don Jaime, ¿cómo es Compostela? ¿Es cierto que allá se acaba el mundo?
—No lo sé, no llegué hasta la tumba del apóstol.
—¿¡Qué!?
—Me quedé en las montañas de Jaca, en un monasterio llamado San Juan de la Peña. Allí he estado todo este año.
—¿Pero cómo…?
—Es fácil de explicar; allí tienen el Santo Grial.
—¿Estáis seguro?
—Bueno, al menos los frailes veneran un vaso de piedra rojiza, muy bruñida, que aseguran que es con el que Cristo celebró la eucaristía en la Última Cena y luego el mismo en el que José de Arimatea recogió las gotas de sangre del costado de Jesús en la Cruz.
—¿Y cómo llegó a ese monasterio?
—No lo sé, pero allí está.
—¿Y todo un año para ver el Grial?
—El viaje se complicó muy pronto. Apenas había caminado una semana, cuando tuve un encuentro con unos malhechores en una sierra. Quisieron tenderme una emboscada, pero fueron ellos los sorprendidos.
—¿Qué os ocurrió?
—Que fueron por lana pero salieron trasquilados; adiviné sus intenciones y… —Castelnou relató el encuentro con los tres bandidos—. Imagino que los habrán ahorcado y sus despojos habrán sido pasto de los buitres.
—Fuisteis muy astuto.
—Cuestión de suerte.
Desde la baronía de Castelnou, el mundo parecía más dulce. Jaime siguió cumpliendo con sus deberes de caballero del barón de Moneada y acudió a las aldeas de la baronía a recaudar las rentas de su señor. Los campesinos pagaban con reticencias, amedrentados por la espada del templario, que significaba la garantía del poder señorial en la baronía.
A finales del año de 1311 el papa Clemente emitió tal informe que ninguno de los templarios que había sobrevivido a cuatro años de torturas y cárcel esperaba que fuera tan duro con ellos. En ese informe se daban por ciertas todas las acusaciones que se habían emitido en el momento en el que se inició el proceso: se daba por probado que habían renegado de Dios, de Cristo, de la Virgen y de todos los santos, que habían asegurado que Cristo era un falso profeta, que ni había sufrido la Pasión ni había sido crucificado para la redención del género humano sino para purgar sus propios crímenes, que no era el Salvador ni procuraba la redención de los hombres, y que habían blasfemado escupiendo y pisoteando la cruz. Como consecuencia de tan terribles delitos probados, el papa conminaba a todos los soberanos de la cristiandad a arrestar a todos los templarios que hubiera en cada uno de los Estados regidos por soberanos cristianos.
El plan tramado por el rey de Francia se estaba cumpliendo de manera inexorable, y desde luego, el papa era una pieza más en el engranaje que hacía posible que se ejecutara con semejante precisión.
Desde Castelnou, Jaime contemplaba impotente cuanto estaba ocurriendo. A veces le entraban ganas de vestirse como un caballero del Temple y acudir hasta París armado como tal para dar cuenta de que jamás se habían cometido esos delitos de los que se les acusaba; otras veces soñaba con regresar a San Juan de la Peña y acabar allí sus días, a la sombra tranquila y serena de la gran cornisa rocosa que protegía el monasterio.
En su alma convivían sentimientos de odio y rencor hacia quienes estaban destruyendo el Temple con el miedo y el recelo a ser descubierto y encerrado en una prisión para el resto de sus días. En algunas ocasiones, como cuando era un joven escudero en formación para recibir la orden de la caballería, le gustaba montar a su caballo y galopar por los campos de la baronía hacia un horizonte imposible.
* * *
La última esperanza, si es que todavía quedaba alguna a los templarios, se desvaneció en el mes de marzo de 1312. Durante varios meses el papa Clemente, que seguía en Aviñón, había celebrado un concilio en la ciudad de Vienne, a orillas del Ródano. Algunos rumores hicieron correr la voz de que dos mil templarios armados esperaban escondidos en los bosques cercanos a Vienne para irrumpir en el concilio y defender el honor de la Orden, pero en realidad sólo se presentaron nueve caballeros templarios. En aquel concilio se decidió que la Orden del Temple debía ser definitivamente disuelta, y así lo ratificó el pontífice por una bula que emitió desde su palacio de Aviñón. El papa se reservaba además el derecho a juzgar al maestre Jacques de Molay.
—Habrá una nueva cruzada —anunció don Guillem de Moncada en una cena que ofreció a sus caballeros en la sala grande del castillo de Castelnou—. El papa Clemente ha disuelto el Temple, pero ha convocado a toda la cristiandad para una nueva cruzada. La cita será para dentro de siete años. Nuestro rey don Jaime ha enviado allí a sus procuradores, que se han mostrado de acuerdo con la resolución dictada por el papa.
—Seremos demasiado viejos para entonces —dijo uno de los caballeros.
—Tal vez, pero así podremos purgar nuestros pecados y morir en paz —añadió otro entre las carcajadas de sus compañeros.
Jaime bebió un trago de vino con miel y comprendió que el anuncio de esa cruzada era un engaño más del papa y del rey de Francia para disminuir el impacto que pudiera causar la disolución de los templarios, y que desde luego ni el papa ni el rey de Francia tenían la menor intención de llevarla a cabo.
Por supuesto, la disolución de la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo era un mero trámite. En ese tiempo unos templarios estaban muertos, otros reconciliados con la Iglesia e integrados en otras órdenes, otros habían regresado a sus hogares de origen y se habían perdido en el anonimato de los tiempos, unos pocos se habían hecho caballeros errantes y se ganaban el pan ofreciendo sus servicios militares a grandes señores, e incluso algunos habían cambiado el hábito blanco por el rojo de los hospitalarios, sus seculares enemigos.
En el resto de la cristiandad, los templarios fueron mucho mejor tratados que en el reino de Francia. En un concilio celebrado en Tarragona en octubre de 1312, los templarios de la Corona de Aragón fueron considerados inocentes de todos los cargos y quedaron absueltos, aunque se confiscaron sus bienes, fueron incautadas sus propiedades y quedaron sometidos a la custodia de sus obispos. Los bienes del Temple fueron repartidos con celeridad. El papa, los reyes, las demás órdenes religiosas, todos sacaron cuantiosas tajadas del botín. A lo largo de los últimos meses de 1312 y durante todo el año 1313 los templarios que no habían sido ejecutados y que no huyeron fueron colocados en otras órdenes religiosas. Los más jóvenes vistieron el hábito de los caballeros de San Juan y fueron destinados a luchar en las fronteras de los reinos hispanos contra el Islam, en tanto que los más ancianos quedaron recluidos en conventos donde aguardar el fin de su vida en paz.
A
principios de 1314 casi nada quedaba de la otrora todopoderosa Orden de los caballeros del Temple. Condenado a cadena perpetua, el maestre Jacques de Molay, un anciano de más de setenta años, y un grupo de sus caballeros era cuanto se mantenía vivo del espíritu templario.
El pobre anciano, sometido a torturas, privaciones y decenas de largos y prolijos interrogatorios a lo largo de seis años y medio, había perdido la razón. Pasaba los días ensimismado en sus propios pensamientos, intentando buscar alguna explicación a cuanto había sucedido e intentando justificar su falta de capacidad para hacer frente a semejante crisis.
Sin que nadie pudiera explicarlo, el maestre se resistía a morir. Tal vez era por entonces el hombre más anciano del mundo, pero alguna fuerza interior lo mantenía vivo a pesar de tantos tormentos. Tanto el papa como el rey de Francia consideraron que, aunque ya no constituía ningún peligro, pues nadie se uniría a Molay en caso de que proclamara la restauración del Temple, era tiempo de resolver el problema de su prisión, que no dejaba de ser un símbolo y a la vez un recuerdo permanente de una situación que el rey y el papa preferían que se olvidara.
Ambos habían decidido acabar con los últimos rescoldos de la hoguera del Temple y la mejor manera de hacerlo era eliminar a Molay y a sus colaboradores más íntimos, que seguían en prisión junto al maestre. Felipe de Marigny, secretario de Felipe IV y arzobispo de Sens, como máxima autoridad eclesiástica de Francia, fue comisionado para ejecutar el plan, mientras su hermano Enguerando se encargaba de administrar las rentas y las propiedades de los templarios en nombre del rey.
Se había decidido que Jacques de Molay, Godofredo de Charnay, preceptor de Normandía, Hugo de Pairand, visitador de Francia, y Godofredo de Bonneville, preceptor de Aquitania, serían condenados de nuevo a cadena perpetua, pero antes se les pediría que aceptasen sus culpas y sus pecados, y que si así lo hacían, serían perdonados, excarcelados y enviados a varios conventos para que pasaran allí el resto de sus vidas. Pero el plan tenía una trampa; si los templarios se retractaban y se proclamaban inocentes, serían ejecutados inmediatamente como relapsos y perjuros. Y eso es era precisamente lo que procuraron alentar el rey y el papa a través de sus agentes.
El horizonte azul de Castelnou estaba atravesado por una banda de nubes rojizas que parecían teñidas de sangre. Jaime se enteró a través de un mensajero real de que el rey de Francia había decidido poner fin al encierro del último maestre de los templarios. Durante años, tanto el papa como Felipe el Hermoso habían confiado en que la avanzada edad del maestre, su estado de salud y sus propias cavilaciones acabarían por provocarle la muerte, y así se eliminaría por sí solo el último gran problema que restaba por resolver.
No lo pensó dos veces; sin siquiera avisar a su señor el barón de Moncada, cogió su caballo, algunas provisiones, una bolsa con monedas y se dirigió hacia el norte. Si no encontraba contratiempo alguno llegaría a París en un par de semanas. No sabía ni a qué iba ni qué podía hacer allí, pero un impulso irresistible lo empujaba hacia la ciudad donde se jugaba la última baza de la partida de naipes en la que se decidía el futuro del Temple.
París estaba cubierto por un cielo plomizo y sus calles repletas de barro y agua en los primeros días de mayo de 1314. Por toda la ciudad corría el rumor de que los templarios encarcelados iban a ser absueltos en una medida de gracia del rey y del papa, que querían así demostrar su talante caritativo y dadivoso.
Castelnou se presentó de nuevo como mercader catalán y tomó posada en una casa de huéspedes en el barrio de la orilla izquierda del río Sena; a gusto hubiera regresado a La Torre de Plata, pero tal vez hubiera podido ser reconocido. Tras dejar su caballo y tomar un almuerzo caliente, se dirigió hacia la antigua casa del Temple. Desde fuera todo parecía igual; los altos muros no habían sido demolidos y el enorme torreón de piedra con las cuatro torrecillas semicirculares en las esquinas se mantenía como un centinela formidable erguido en el centro del amplio complejo conventual.
Pero a la puerta ya no había una guardia templaría, sino dos soldados del rey, y sobre ella no ondeaba el estandarte blanco y negro de los caballeros de Cristo sino la oriflama azul con flores de lis doradas de los reyes de Francia. Después se dirigió hacia la cancillería y desde una distancia prudente atisbó la entrada, también protegida por guardias reales. Se quedó allí un buen rato por si veía aparecer a Antoine de Villeneuve, al traidor Hugo de Bon o al propio Guillermo de Nogaret, pero tras pasar atento buena parte de la mañana no reconoció a nadie de cuantos entraron o salieron de aquellas dependencias.
No sabía ni qué hacer ni a quién dirigirse y, aunque supuso que era difícil que alguien se acordara de él, no quería correr el riesgo de ser reconocido como el único caballero que escapó del convento de París el día que el rey de Francia decidió apresar a los templarios de su reino.