El canciller fue pasando una a una las hojas del expediente y en ellas pudo leer cómo el notario ponía en boca del maestre del Temple la inculpación de él mismo y de toda la Orden por haber renegado de Cristo, por haber practicado actos de sodomía, por haber adorado a ídolos con forma de cabeza humana y de gato, por haber escupido sobre la Santa Cruz y haber blasfemado, por no creer en los sacramentos, por omitir la consagración en la santa misa, por arrogarse la facultad de perdonar los pecados pese a no estar investido de las órdenes sacerdotales, por celebrar ceremonias nocturnas y ritos secretos, por apropiarse de riquezas de la Iglesia mediante fraude y abuso de poder, y por haber mostrado orgullo, altivez, avaricia, soberbia y crueldad.
En el expediente de confesión, ciento treinta y cuatro de los ciento treinta y ocho templarios sometidos a interrogatorio mediante tortura habían confesado su culpabilidad; sólo los cuatro restantes las habían negado.
* * *
El dinero que le había entregado Nogaret a Castelnou se estaba acabando. El templario apenas podía sostener ya su engaño, sobre todo desde que el canciller recelara de él tras la conversación en la que había salido a colación el viaje del delator Floyrán a la corte de Jaime II de Aragón. Tal y como estaban desencadenándose los acontecimientos, Castelnou era consciente de que no tardarían en descubrir su artimaña, y que lo más prudente sería huir de París, pero ¿adonde? Los caminos estaban vigilados y nadie entraba ni salía de la ciudad sin que Nogaret se enterara al instante. Para viajar por Francia hacía falta el salvoconducto de alguna autoridad real, y no tenía ninguna excusa para pedirlo. Y además estaba el Grial. Desde luego, no era una pieza demasiado grande y podía ocultarse fácilmente entre el ropaje, pero en una inspección detallada no sería difícil localizarlo. Claro que ¿quién sería capaz de identificar aquella copa de piedra rojiza con el cáliz en el que Jesucristo convirtió el vino en su sangre en la primera eucaristía de la cristiandad celebrada, paradójicamente, en la Ultima Cena?
Decidió acudir a visitar al vicecanciller, tal vez el único a quien podría engañar una vez más, para pedirle que le expidiera un salvoconducto. Le diría que quería viajar hasta Castilla, y ya se inventaría alguna excusa.
Comprobó que el Santo Cáliz seguía oculto en su sitio, se abrigó con una capa de piel que le había regalado el canciller para soportar la humedad y el frío del invierno parisino y se dirigió hacia la cancillería. Estaba a punto de entrar cuando vio acercarse a un joven acompañado por otros dos hombres vestidos con el uniforme de la guardia real; sus sospechas quedaron confirmadas. No le cupo ninguna duda, aquel individuo era Hugo de Bon.
Todo estaba claro; había sido él el agente infiltrado en el Temple que había logrado que Molay viajara desde Chipre hasta París para caer así en la trampa que se había tejido desde la corona de Francia, y el que había influido para que el maestre decidiera solicitar al papa que se abriera una investigación oficial sobre las acusaciones, desatando así todo el proceso en el que estaban inmersos.
Si lo reconocía estaba perdido, de modo que Jaime se giró y se cubrió la cabeza con la capa; Hugo de Bon pasó a su lado charlando animadamente con los dos guardias reales; el trío entró en la cancillería entre risotadas. Jaime volvió sobre sus pasos y aceleró su marcha de regreso a La Torre de Plata.
No había tiempo que perder. Recogió sus escasísimas pertenencias en una bolsa de cuero, envolvió el Grial en un paño, lo colocó en la bolsa, pagó la cuenta y salió de la posada. En sus bolsillos sólo había unas pocas monedas.
Las calles de París estaban llenas de barro, hacía frío y una neblina gris y densa cubría la ciudad como una gasa plateada. Se puso a caminar hacia el sur, porque sólo había un lugar en el mundo donde podría ser acogido: el condado de Ampurias, su tierra natal, de la que partiera casi veinte años atrás y a la que no había regresado desde entonces. El camino era largo y estaba lleno de dificultades, pero un templario sabría cómo ingeniárselas para llegar.
Pudo salir de París sin que los guardias de la puerta de Orléans se interesaran por él y tomó el camino del sur. Pasarían al menos dos, tal vez tres días hasta que en la cancillería lo echaran de menos, y entonces es probable que ordenaran su búsqueda. Pero para entonces, y si no ocurría ningún contratiempo, estaría lejos del alcance de los agentes de Nogaret, que, en caso de que intentaran localizarlo, sin duda tendrían muchas dificultades para encontrar a un anónimo peregrino en el marasmo de señoríos en los que se dividía Francia.
Para no despertar sospechas, Castelnou decía en cada uno de los lugares a los que llegaba que era un caballero que había perdido todo en las cruzadas y que vagaba por la cristiandad en busca del perdón divino por no haber tenido fuerzas para defender Tierra Santa contra los musulmanes. Durante cuatro semanas caminó hacia el sur, atravesando las tierras del condado de Angulema, del vizcondado de Limoges y del condado de Toulouse, hasta que una mañana de fines del invierno avistó las cumbres nevadas de los Pirineos.
En algunos lugares por los que pasó pudo comprobar que la orden real de intervenir en las encomiendas templarias había sido cumplida con éxito, y que nadie de cuantas personas se encontró en el camino defendió a la Orden del Temple. La campaña de propaganda desplegada por los agentes reales había sido demoledora, y la inmensa mayoría de la gente creía que los templarios eran en verdad culpables de todo aquello de lo que se les acusaba. Había rumores que implicaban a los caballeros blancos en terribles conjuras contra los cristianos; en una aldea cercana a Carcasona escuchó a un juglar recitar una especie de profecía en la que anunciaba que pronto caerían sobre Francia terribles desgracias y que los templarios se habían aliado con los musulmanes para acabar con la cristiandad.
E
l aire del condado de Ampurias le pareció el más puro de cuantos había respirado en mucho tiempo. Habían pasado demasiados años desde que los templarios lo enviaran a Ultramar, pero no había olvidado el perfil de las montañas de su tierra. Al entrar en el condado le vinieron a la memoria sus años infantiles en la corte del conde, su educación como aspirante a caballero y el día en el que dos templarios, los hermanos Raimundo Sa Guardia y Guillem de Perelló, se lo llevaron consigo para ingresar en el convento templario de Mas Deu, en el Languedoc, de donde salió convertido en caballero, listo para combatir en Tierra Santa.
El castillo de Castelnou se alzaba en lo alto de la colina al pie de la cual, en la ladera meridional, se recostaba una pequeña aldea de casas de paredes de mampostería y tejados de paja y barro. Aquél había sido el feudo de su padre y allí había sido engendrado, pero aquélla era la primera vez que sus ojos veían esa fortaleza. Recordó entonces lo que el conde de Ampurias le había contado sobre sus orígenes, el pasado cátaro de sus abuelos y su ejecución en Montsegur, la pérdida de su padre en la tempestad que hundió parte de la flota que el rey de Aragón envió a la cruzada y la muerte de su madre en el momento del parto. Mientras ascendía por el sendero que serpenteaba en la ladera camino del castillo, toda su vida pasó por su cabeza, como si apenas hubiera durado el tiempo de un suspiro.
En la puerta de la fortaleza hacía guardia un soldado, que al ver acercarse a Jaime le cortó el paso.
—¿Dónde vas? —le preguntó.
—Me gustaría conocer al señor de este castillo —dijo con cierto aire de solemnidad, el que le habían enseñado a mostrar en el Temple.
—¿Qué es lo que quieres?
—Sólo conocerlo.
—¿Te has vuelto loco? Vamos, vete por donde has venido o tendré que darte una buena tunda.
—Mi nombre es Jaime de Castelnou; hubo un tiempo en el que mi padre fue señor de esta fortaleza.
El soldado dudó por unos instantes.
—¿Jaime de Castelnou? No conozco a nadie con ese nombre.
—Pregúntale a tu señor, seguro que él sí ha oído hablar de mí.
—Mi señor no está en la fortaleza. Ha salido muy temprano a cazar con su halcón. Tardará en volver.
—Puedo esperar.
—Tal vez no regrese hasta la caída de la tarde.
—No tengo prisa.
El templario se sentó cerca de la puerta del castillo. El día era fresco y limpio, y los campos verdosos anunciaban que la primavera estaba próxima. Pasado el mediodía, Jaime vio a lo lejos una pequeña comitiva que se acercaba al castillo. La formaban seis caballeros que avanzaban ladera arriba. Cuando llegaron a la altura de donde estaba sentado Jaime, éste se levantó y preguntó por el señor de Castelnou.
—Busco al señor de Castelnou —dijo.
—¿Y quién lo busca? —preguntó uno de los caballeros.
—Jaime…, Jaime de Castelnou.
Los seis caballeros, de cuyas sillas de montar colgaban algunas perdices y faisanes y dos de los cuales portaban sendos halcones sobre sus guanteletes, se miraron asombrados.
—¿Tú…, vos sois Jaime de Castelnou?
—En efecto.
—Acompañadnos.
Los seis jinetes y Jaime entraron en el castillo ante la mirada atónita del guardián de la puerta.
El que había hablado con Jaime saltó con agilidad de su caballo, entregó las riendas a uno de sus compañeros y se dirigió hacia el templario.
—Soy Guillem de Moncada, barón y señor de Castelnou, vasallo del conde de Ampurias —se presentó.
—Jaime de Castelnou, hijo de Raimundo de Castelnou, antiguo señor de este castillo.
—He oído hablar de vos, pero os hacía muerto en algún lugar de Oriente.
—Pude sobrevivir.
—El conde me habló de vuestro padre, y de vuestra hermosa madre. Los dos murieron tan jóvenes… Pero y vos, ¿qué os trae por aquí? ¿No habíais jurado la regla del Temple?
—Así es, pero dejé el Temple hace algún tiempo —Jaime mintió.
—Por lo que sé, jamás se deja de pertenecer al Temple.
—Aquí tal vez, pero en Oriente las cosas son distintas.
—¿Y qué buscáis?
—Un empleo.
—¿No tenéis nada?
—Cuando dejé el Temple puse mi espada al servicio de don Roger de Flor; estuve con la Compañía durante varios años, luchando contra los turcos en Bizancio, hasta que fue asesinado Flor.
—¿Estabais allí? —preguntó Moneada muy interesado.
—Sí; fui uno de los invitados al banquete que nos ofreció el príncipe heredero al trono imperial de Constantinopla. Conseguí escapar de aquella celada, pero no pude ayudar a Roger de Flor.
—Debió de ser un gran soldado.
—En efecto, lo fue.
—Venid conmigo; comeremos y seguiremos hablando.
El barón de Moneada ordenó a sus criados que asaran carne y que sacaran de la bodega la mejor de las barricas de vino; poco después, un cordero daba vueltas sobre el fuego en la gran chimenea de la cocina del castillo.
Mientras servían la carne y el vino, el barón le ofreció a Jaime que se incorporara a su mesnada.
—¿Queréis ser uno de mis caballeros? Sé que os invistió como tal nuestro señor el conde, y por lo que he oído de vos manejáis bien la espada. Vuestra experiencia nos será de mucha utilidad, y además creo que será necesaria porque es probable que el rey de Francia no se contente con las riquezas de los templarios. Los condados del Rosellón y la Cerdaña siempre han sido codiciados por los soberanos de París, que desearían ver sus dominios ampliados hasta los Pirineos, y aún más acá si fuera posible. Me habéis dicho que buscáis un empleo, bien, yo os ofrezco formar parte de mis caballeros.
—Necesitaréis la autorización del conde de Ampurias —supuso Jaime.
—No, no, no es necesario, aunque como vasallo suyo que soy se lo comunicaré enseguida. Creo que estará muy contento de que hayáis vuelto, sé que os crió como a un hijo.
—¡Todavía vive!
—Está muy anciano y apenas sale de Perelada, pero su cabeza sigue bien asentada; el rey don Jaime lo aprecia mucho y de vez en cuando va a visitarlo.
—Me gustaría ir a verlo.
—Iremos en las próximas semanas. Entretanto, os buscaré acomodo en la fortaleza. Dispondréis de un caballo, un equipo militar y una renta, que será pequeña, pues esta baronía no es nada rica…, como bien sabréis.
Jaime fue instalado en una pequeña salita en un pabellón adosado al interior de la muralla del castillo. Buscó un lugar donde esconder el Grial y, tras inspeccionar la pequeña estancia, observó que en uno de los rincones había una laja de piedra de dos palmos de longitud por uno de anchura, la mayor de las que cubrían el suelo de la habitación. Cogió su cuchillo y la levantó con cuidado, desprendiendo la capa de argamasa con la que estaba adherida a las demás. Excavó en la tierra hasta hacer un agujero lo suficientemente grande como para contener el Grial, lo sacó de su bolsa y lo observó con cuidado. No estaba convencido de que aquélla fuera la copa en la que Jesucristo celebrara la primera eucaristía del rito cristiano, pero aquel objeto era lo único que lo mantenía anclado al pasado, y tal vez la única esperanza que le quedaba de volver a ser alguna vez un caballero templario.
Recordó entonces lo que le dijera el maestre Molay sobre el futuro de aquel vaso, y el encargo de buscar el lugar en el que debería ser depositado, el señalado en el poema del templario alemán Von Eschenbach, el mismo que había identificado a la Orden del Temple con la Orden del Grial.
Una semana después de aquel encuentro, el barón de Moneada y Jaime de Castelnou firmaron un contrato de vasallaje. El barón admitía como a uno de sus hombres al caballero Jaime de Castelnou, y le otorgaba sustento, un caballo, espada, lanza, escudo, cota de malla, casco y varios vestidos; a cambio, Jaime de Castelnou prometía fidelidad y ayuda a su nuevo señor y se comprometía a prestarle consejo y auxilio. El contrato se certificó con la imposición de manos por parte del barón a su nuevo vasallo y un beso entre ambos. Por fin, el barón le entregó un cinturón de cuero, símbolo de la nobleza y la pureza del caballero.
E
n París, Nogaret había tardado cinco días en enterarse de la desaparición de Castelnou. Burlado y engañado, pronto supo que quien se hacía pasar por Jaime de Ampurias, primero como embajador del rey Jaime II de Aragón y después como renegado consejero de ese monarca, no era otro que Jaime de Castelnou, caballero templario, uno de los pocos que habían logrado huir de la gran redada del 13 de octubre.