—¿Dónde está esa ciudad? —preguntó Castelnou.
—La conozco; si nos damos prisa podemos llegar en una semana; el camino hasta allí es bueno y muy transitado.
—Seremos tan rápidos como los correos imperiales mogoles —dijo Castelnou.
—Sin sus caballos, lo dudo —aseguró el intérprete.
* * *
Cinco días tardaron en recorrer el camino a Qazvín; esa ciudad era más pequeña que Tabriz, pero parecía igualmente opulenta. La presencia del ejército mongol apenas era perceptible, y ello a pesar de que el ilkán Ghazan iba a presentarse en la ciudad.
Un dignatario mongol condujo a los templarios en el día indicado para la entrevista a un campamento instalado a una hora de marcha de la ciudad de Qazvín. En el centro de un pequeño palmeral se levantaba una tienda de fieltro en cuya puerta había bordado un halcón, el emblema de los borchiguines, la familia de Gengis Kan.
A la entrada de la puerta, sentado sobre una silla de madera, un hombre vestido con una túnica blanca bebía de una copa de plata un líquido blanquecino. El dignatario mongol les indicó a los templarios que se acercaran y los presentó:
—Su majestad imperial, el ilkán Ghazan, descendiente del Soberano del Mundo.
El intérprete armenio se arrojó de inmediato de rodillas inclinando completamente su cuerpo hacia el suelo.
—¡De rodillas! —les ordenó en mongol el dignatario.
Jaime lo entendió perfectamente, pero se limitó a inclinar levemente la cabeza en señal de respeto hacia el ilkán.
—Dile a este hombre que los templarios sólo nos arrodillamos ante Dios y ante el papa.
El intérprete giró la cabeza y, muerto de miedo, tradujo las palabras de Castelnou.
El dignatario mongol abrió los ojos cuanto pudo, airado por aquellas palabras, y miró a Ghazan esperando instrucciones. El traductor comenzó a rezar creyendo que los iban a decapitar allí mismo. Pero con un gesto de la mano, Ghazan calmó a su sirviente.
—¿Qué idiomas hablan tus amigos? —le preguntó al intérprete, que seguía arrodillado e inclinado sobre el suelo—. Te hablo a ti, estúpido. Vamos, levántate.
El traductor miró de soslayo al ilkán y se incorporó lentamente.
—Turco y árabe, majestad —balbució.
—En ese caso, no eres necesario. Retírate.
—Sí, majestad, gracias, señor, gracias…
El traductor se marchó caminando siempre hacia atrás.
—Podemos hablar en esta lengua —dijo Ghazan en árabe.
Jaime de Castelnou asintió.
—Será mejor así. Permitid, majestad, que nos presentemos.
—Sé quienes sois y qué pretendéis. Nuestro vasallo el rey de Armenia dice que buscáis una alianza con nosotros contra los mamelucos. ¿Para qué? —preguntó Ghazan.
—Para acabar con nuestro enemigo común.
—¿Y qué ganamos nosotros con esa alianza?
—Todas las tierras entre el río Jordán y el Eufrates.
—Es un desierto.
—Los oasis de Siria y sus ricas ciudades, no.
—¿No ofrecéis nada más?
—Sí: la venganza.
—¿Venganza?
—La batalla del Pozo de Goliat. Ocurrió hace cuarenta años, en Palestina; en ese tiempo mongoles y templarios éramos aliados. Uno de vuestros ejércitos fue masacrado y miles de vuestros mejores soldados asesinados. Nosotros también hemos sufrido la derrota, pero juntos podemos vengar a nuestros muertos.
—De eso hace ya tiempo.
—¿Qué creéis que hubiera hecho el gran Gengis Kan en vuestro lugar? ¿Hubiera dejado sin vengar una derrota como la del Pozo de Goliat? Vuestros muertos y los nuestros reclaman venganza. Si vengáis esa afrenta, vuestro nombre se escribirá con letras de oro en los anales del imperio mongol.
Castelnou se dio cuenta de que acababa de encontrar el recurso para convencer a Ghazan de la necesidad de la alianza contra los mamelucos.
—¿Qué acuerdo nos ofrecéis?
—Mongoles, armenios y templarios, juntos en un ataque a los mamelucos. Siria y todas las provincias al este del río Jordán serán para vuestra majestad, Palestina y Egipto para la cristiandad y Anatolia central para el rey Hethum.
—¿Cuántos hombres podríais movilizar? —preguntó el ilkán.
—Entre armenios y templarios unos veinticinco mil, pero además nuestro santo padre el papa convencerá a los reyes cristianos para que envíen a sus mejores caballeros.
—De acuerdo, sellaremos nuestro pacto con un trago de
kumis
.
A un gesto del ilkán, un sirviente vertió el líquido blanquecino que estaba tomando Ghazan en tres copas y se las ofreció a los tres templarios.
—¿Qué es esta bebida?
—No temáis; no existe nada igual en el mundo. Es leche de yegua fermentada, nuestra fuente de energía; la llamamos
kumi
. Puede que os resulte un poco picante y agria al principio, pero es la mejor bebida que podáis imaginar. Con nuestros caballos y un poco de
kumi
, Gengis Kan conquistó el mundo.
Jaime dio un sorbo de aquel líquido y sintió en el paladar su sabor ácido y picante, pero una vez tragado le quedó en la boca una sensación agradable.
—No está mal —dijo el templario.
—Apurad la copa, ninguna alianza puede salir bien sin compartir un buen
kumis
.
* * *
—Hermano Jaime, has estado muy bien; esa alusión a la venganza ha sido definitiva. El ilkán ha quedado convencido de la necesidad de la alianza —le dijo Ramón de Burdeos, una vez que los tres templarios se quedaron solos tras la entrevista con Ghazan.
—Sí, hermano, el maestre estará orgulloso de ti —asentó el sargento Pedro de Brindisi.
—Pero falta lo más importante: sellar el acuerdo y acordar el plan de ataque contra los mamelucos. Y sobre todo, dirimir quién será el jefe supremo del ejército.
—Esa cuestión será complicada, sí. Ya habéis visto cuan grande es la arrogancia de esos mongoles. Se creen hombres superiores al resto. En alguno de los informes que pude estudiar en la biblioteca de Roma, leí que Gengis Kan estaba convencido de que era el elegido de Dios para gobernar el mundo. Si no estoy mal informado, Ghazan es su biznieto, de modo que la sangre del Gran Kan corre por sus venas. No creo que consienta que nadie dirija un ejército en el que, además, él aporta la mayor parte de las tropas.
—Y yo no creo que nuestro maestre acceda a que el ejército templario lo dirija alguien que no sea él mismo —supuso Ramón de Burdeos.
—Pues será necesario alcanzar una fórmula de compromiso. El Temple apenas puede movilizar a mil caballeros, frente a unos cien mil de los mongoles. Con esa tremenda desproporción, es lógico que el mando supremo corresponda a Ghazan. No obstante, queda mucho trabajo por hacer.
En las semanas siguientes los generales de Ghazan, los tres templarios y los embajadores armenios fueron trazando el plan de ataque contra los mamelucos y acordando las diferentes cláusulas del acuerdo.
Algunas tardes, Castelnou se ejercitaba en la palestra con sus dos compañeros, ante la mirada atónita de los guerreros mongoles, asombrados ante la habilidad con que el caballero templario manejaba la espada con su mano izquierda.
Había días en los que los templarios y los mongoles se intercambiaban trucos y habilidades. Los mongoles les enseñaron a disparar con el arco de doble curva, pequeño pero extraordinariamente poderoso. Un mongol fue capaz de lanzar una flecha y acertar en un blanco con forma de persona a quinientos pasos de distancia. Los templarios intentaron emular la hazaña, pero ninguno alcanzó ni la distancia ni la precisión lograda por el arquero mongol. Como jinetes, los mongoles también parecían insuperables, y a lomos de sus pequeños caballos eran capaces de disparar sus arcos con endiablada precisión.
Un ataque combinado de la pesada caballería templaria, con su contundencia acorazada, y de los ligeros jinetes mongoles, con su rapidez y movilidad, sería demoledora para cualquier enemigo. Tras participar en varios ejercicios con los jinetes mongoles, Jaime de Castelnou se convenció de que los mamelucos no podrían resistir una carga de semejantes fuerzas unidas.
Tras varios meses entre armenios y mongoles, Jaime de Castelnou había cambiado. Desde niño había sido educado en los valores y creencias de la Iglesia, y mientras postuló como novicio del Temple su vida giró en torno a la defensa de la cristiandad. Entonces creía que el mundo se dividía entre cristianos e infieles y que fuera de la Iglesia no había ninguna posibilidad de salvación. Pero conviviendo con aquellas gentes del lado lejano del mundo comenzó a apreciar otros valores y otros sentimientos.
Y es que el mundo era mucho más grande de lo que siempre había imaginado. Más allá de Tierra Santa se extendía una región de la que los occidentales sólo tenían referencias por las informaciones parciales de un puñado de viajeros y por las de unos cuantos mercaderes que hablaban de un mundo de maravillas, de animales extraños y fabulosos, de riquezas extraordinarias, de ciudades de tejados cubiertos de oro y de tesoros sin cuento. El mundo le pareció inacabable; tras una enorme cordillera se abría un valle o una meseta, y luego otra cordillera más alta y grande que la anterior, y aún faltaban meses y meses de camino para llegar a la corte del Gran Kan. Y dudó de cuanto le habían enseñado, y de que la razón sólo estuviera anclada en una pequeña parte de un mundo tan inmenso.
A comienzos del otoño el acuerdo y el plan de ataque estaban perfectamente diseñados. Convinieron en que los ejércitos mongol, armenio y templario se reunirían el primer día de luna llena del otoño del año siguiente, el correspondiente a 1299 del calendario cristiano, en las ruinas de la ciudad de Antioquía, la que otrora fuera opulenta metrópoli de Siria pero que, tras dos siglos de guerras, había quedado fatalmente arrumbada. Los armenios regresaron a Ani antes de que los pasos de las montañas quedaran cerrados por las nevadas, en tanto los templarios decidieron volver a Chipre bordeando el límite sur del territorio mongol, a través de una ruta que unía Qavín con el Mediterráneo atravesando Persia por la ciudad de Hamadán y Mesopotamia por Bagdad, donde el invierno era muy suave y la nieve jamás interrumpía los caminos.
Cansados pero felices por el éxito de su empresa, los tres templarios arribaron a Chipre dos días antes de la Navidad de 1298.
J
acques de Molay reunió de inmediato al Capítulo de la Orden en la sala capitular del convento de Nicosia para informar de la alianza con los mongoles, los mismos que años atrás habían sido considerados como los hijos de Gog y Magog, las terribles tribus de las profundidades de la estepa polvorienta y cuya alianza habían rechazado, eran presentados ahora como la única esperanza para recuperar los Santos Lugares y asestar un golpe mortal al Islam. Molay no necesitó hacer ningún esfuerzo para convencer a sus hermanos de la oportunidad de esa alianza y de entrar en guerra; habían pasado ocho años desde la última ocasión en que los templarios habían combatido y derramado su sangre sobre los muros de Acre y, tras tanto tiempo inactivos, los caballeros veteranos estaban deseosos de vengar a sus hermanos muertos en Acre y los jóvenes recién llegados de las encomiendas europeas ansiaban participar en su primera acción de guerra.
El maestre del Temple envió varias cartas solicitando al papa Bonifacio VIII que, ante el éxito de la alianza con los mongoles, convocara una nueva cruzada para que en el otoño de ese año un gran ejército cruzado pudiera unirse al templario y acudir a Antioquía con mongoles y armenios; era la gran oportunidad para destruir al Islam y ganar nuevas tierras y señoríos para los monarcas y nobles cristianos. Bonifacio VIII lo intentó, pero la cristiandad estaba inmersa en problemas internos demasiado importantes como para preocuparse por Oriente; Inglaterra miraba con recelo a sus vecinos del norte, los indómitos escoceses, con quienes estaban enfrentados desde hacía tiempo; Castilla se había sumido en una grave crisis; Aragón y Francia estaban enfrentados en una guerra por Sicilia, donde se libraban cruentas batallas entre los propios cristianos; el Imperio alemán era complejo y además no se llevaba bien con el papado, y los reinos del norte quedaban demasiado lejos como para que les interesara lo que pudiera suceder en el extremo oriental del Mediterráneo.
La cristiandad estaba más rota y desunida que nunca y además los campos ya no producían como antes, la hambruna había aparecido en algunos lugares y el descontento de las masas campesinas se manifestaba en revueltas y en la adopción de herejías que abogaban por una vuelta a la pobreza evangélica. Eran muchos los predicadores, incluso de condición eclesiástica, que ante la riqueza de la Iglesia reclamaban un regreso a la Iglesia de los pobres, argumentando que Cristo así lo había querido.
A principios del verano llegaron malas noticias a Chipre; Bonifacio VIII no había logrado convencer ni a un solo soberano cristiano para que acudiera ni para que enviara soldados a una nueva e imposible cruzada. Molay estaba indignado; los templarios eran los únicos cristianos europeos que asistirían al encuentro de Antioquía.
El Capítulo General fue convocado para el último domingo de julio. Doscientos hermanos participaron en él. Habían venido caballeros de muchas encomiendas de Europa, y todavía se esperaban más a lo largo del verano. El maestre había escrito una circular ordenando a todos los comendadores de las casas del Temple que enviaran a cuantos combatientes pudieran para esa gran campaña que se avecinaba, siempre y cuando no quedaran indefensos y desasistidos los conventos.
Jaime de Castelnou se sentaba cerca de Molay; desde que cumpliera con éxito su complicada misión ante el rey de Armenia y el ilkán de los mongoles, su aprecio en la Orden había ganado mucho, y ya había algunos hermanos que consideraban que podría ser un buen maestre en el futuro. Todavía no había cumplido los treinta años, pero era un experto en la Orden, había realizado varias misiones diplomáticas secretas con mucha eficacia y se consideraba el mejor luchador con espada del Temple.
—Hermanos —dijo el maestre ante el Capítulo—, tenemos ante nosotros la gran oportunidad que hemos estado largos años esperando. Desde que nuestro fundador, el maestre Hugo de Payns, creara el Temple en Jerusalén hasta hoy, miles de soldados de Cristo han muerto en defensa de nuestra fe, de la cristiandad y de los peregrinos. Hace ya demasiado tiempo que el sepulcro del Señor está en manos sarracenas, y es hora de recuperarlo. Meses atrás nuestros hermanos Jaime de Castelnou, Ramón de Burdeos y Pedro de Brindisi cerraron un pacto secreto con el rey de Armenia y con los mongoles —en la sala se oyó un leve murmullo al citar a ese pueblo— para constituir una alianza con la que destruir al Islam. Y ese momento ya ha llegado. En las próximas semanas nos trasladaremos hasta las costas del Líbano en las galeras que hemos ido reuniendo en el puerto de Limasol y nos reuniremos con nuestros aliados en Antioquía.