Una vez pasado el invierno no había tiempo que perder. Jaime de Castelnou tuvo que afeitarse sus barbas, que le cubrían el pecho, y dejarse crecer el pelo; tenía que parecer un comerciante de esencias aromáticas de Barcelona. Dos hermanos le acompañarían en su misión. Fueron elegidos un caballero de Aquitania llamado Ramón de Burdeos y un sargento italiano de nombre Pedro de Brindisi, ambos con un magnífico expediente en la Orden y supervivientes del castillo Peregrino.
Los tres hermanos dejaron sus hábitos y se vistieron con las ropas habituales de los mercaderes. Pedro era un hombre alto y fuerte, de mentón anguloso y mandíbulas robustas; por el contrario, Ramón era de aspecto aniñado, casi barbilampiño, de miembros alargados y tan delgados que le daban un aspecto frágil y quebradizo.
Embarcaron en Limasol rumbo a un puerto de la antigua Cilicia, en el sur de Anatolia. Les aguardaba después una complicada travesía, pues tenían que atravesar la cordillera del Tauro y caminar a lo largo de una ruta que llegaba hasta las orillas del gran lago Van, siempre por territorio turco, y de allí continuar hacia el este hasta Armenia, el reino cristiano al sur de la gran cordillera del Cáucaso, que se mantenía independiente en medio de territorio musulmán gracias a su alianza con los mongoles.
Las tierras altas de Anatolia se mostraron como un tapiz de infinitos matices verdes salpicados de flores rojas, blancas y amarillas. Habían sido tierras del imperio Bizantino que cayeron en manos de los turcos cuando este pueblo de formidables guerreros destruyó al ejército de Constantinopla en 1071 en los campos de Mantzikert, a una jornada de camino al norte del gran lago Van. Hacía ya más de dos siglos de aquella batalla, pero cuando pasaron por aquel lugar, los turcos asentados en las aldeas de los ricos valles les comentaron que todavía podían recogerse armas de ambos ejércitos tras un día de lluvia, y que en algunas veredas solían aparecer huesos de los soldados caídos en el combate. No se detuvieron a comprobarlo, pero sí fueron sorprendidos por algunas copiosas tormentas de primavera que los retuvieron más tiempo del previsto.
A mediados de abril, tras contratar a dos guías y cuatro porteadores en una aldea de montaña, atravesaron un alto puerto todavía cubierto de nieves abundantes y descendieron por un estrecho valle encajonado entre montañas tan altas como jamás hasta entonces habían visto. Poco a poco el valle se fue haciendo más ancho y el camino pedregoso y escarpado dio paso a un valle verde, de abundantes aguas, defendido por una poderosa fortaleza; acababan de entrar en Armenia.
Un destacamento de caballería integrado por media docena de soldados les salió al paso y les preguntó por su destino. Usando palabras de varios idiomas, Jaime de Castelnou les pudo decir que eran comerciantes catalanes, súbditos del gran rey cristiano de Aragón, que querían establecer relaciones comerciales con su rey. Los jinetes se miraron sorprendidos y entre ellos comentaron que ninguno había oído hablar de un reino de ese nombre, pero se mostraron confiados al oír que eran cristianos. Y más todavía cuando vieron el salvoconducto escrito en latín y en árabe con los sellos del papa Bonifacio VIII, lo que pareció impresionarles mucho.
El que mandaba el destacamento dio una orden y les indicó que los siguieran. Poco después entraban en el castillo, donde fueron minuciosamente cacheados y revisadas todas sus pertenencias. No había nada que pudiera parecer sospechoso, de modo que los dejaron seguir adelante aunque, mediante un sistema de señales con banderas de colores, comunicaron a otra fortaleza próxima la presencia de esos mercaderes extranjeros.
Armenia no era precisamente un reino cristiano al estilo de los occidentales; se trataba de un territorio gobernado por señores que se sentían miembros de una misma comunidad unida por el cristianismo pero que tenían buenas relaciones con los mongoles, de los que se consideraban los mejores aliados. La mayoría de aquellos señores de la guerra rendía vasallaje al rey Hethum, que tenía su palacio en Ani, una ciudad de piedra y adobe construida en una ladera sobre el río Aras, al que antaño los griegos llamaran Araxes.
Apenas tuvieron que esperar para ser recibidos por el rey. Hethum era un joven apuesto, de cuerpo robusto y extremidades todavía más membrudas. Tenía la piel clara y los ojos verdosos y llevaba el cabello de color castaño, muy largo, recogido en una trenza adornada con hilos de oro. No tuvieron problemas para comunicarse con él, pues el rey de Armenia hablaba perfectamente el turco.
—Me dicen que traéis un mensaje de su santidad el papa, nuestro padre en Roma, para nosotros.
—Así es, majestad. En realidad no somos mercaderes, sino miembros de la Orden del Temple, soldados de Cristo.
Jaime de Castelnou se presentó e hizo lo propio con sus dos hermanos.
—He oído hablar mucho de vuestra orden; dicen que sois invencibles.
—No, majestad, ¡ojalá fuera así para el mejor servicio de Dios y de su Iglesia!, pero no es así. Los templarios hemos jurado ofrecer nuestra vida en defensa de la cristiandad, y el santo padre ha confiando en nosotros para exponeros un ambicioso plan.
—Decidme. —Hethum se acomodó en su sillón de madera pintada con racimos de uva y hojas de parra y señaló unos bancos para que se sentaran los tres templarios.
—Su santidad desea una alianza con los mongoles y con vos para recuperar los Santos Lugares. Se trata de lanzar un ataque conjunto sobre Siria y Palestina y aislar a los mamelucos en Egipto para, una vez encerrados allí, atacarlos desde el norte y desde Europa y poner fin definitivo al Islam.
—¿Y qué pasaría después?, si tuviéramos éxito, claro.
—Tierra Santa y Egipto serían para los nobles cristianos de Occidente, Siria para los mongoles y vos podríais ganar tierras hacia el sur y hacia el oeste; sin su retaguardia cubierta por los mamelucos, los turcos caerían con facilidad; los emperadores de Bizancio recuperarían las tierras occidentales de Anatolia y vos podríais crear una gran Armenia entre las tierras altas de Anatolia, los grandes lagos del sur y las montañas de Cáucaso.
—Vaya, parece que conocéis bien estas tierras; ¿habéis estado alguna otra vez por aquí?
—No. Cuanto sé lo he aprendido en Roma; allí estuve algo más de dos años estudiando lenguas y leyendo informes sobre estos territorios —respondió Castelnou.
—Parecéis un hombre serio y de palabra, pero ¿cómo me puedo fiar de vos? ¿Cómo sé que no sois un espía turco o un agente de los mamelucos?
—Soy un templario al servicio del papa y del maestre Jacques de Molay; mi palabra es suficiente, pero ahí tenéis el salvoconducto del papa.
Hethum cogió el pergamino con el sello pendiente de plomo y lo examinó con atención.
—Sólo es una piel escrita y un sello de plomo; cualquiera podría falsificar un documento como éste.
—Es auténtico, os lo aseguro.
Uno de los escribas del rey asintió.
—Bien, aunque sea auténtico ahí sólo se dice que los portadores del mismo son tres mercaderes catalanes, nada sobre unos templarios.
—¿Me permitís empuñar una espada? —dijo Castelnou.
—¿Con qué fin?
—Para demostraros que es cierto cuanto digo. ¿Quién es vuestro mejor luchador con espada?
El rey señaló a uno de sus guardias.
—¿Me permitís batirme con él?
—¿¡A muerte!? —se sorprendió Hethum.
—No; sólo cruzaremos unos cuantos golpes.
—Si es así, de acuerdo —dijo el rey.
El soldado armenio y Castelnou asieron sendas espadas y se colocaron en el centro de la sala. El armenio se lanzó a la carga creyendo que su oponente era en verdad un simple mercader, pero se llevó una enorme sorpresa cuando comprobó la velocidad y habilidad de su adversario; con un movimiento rápido, el templario lo desarmó y lo derribó con una zancadilla. Sin apenas darse cuenta de cómo había ocurrido, el soldado armenio estaba tumbado en el suelo con la espada de Jaime apuntándole al cuello.
—¿En verdad os parece razonable que un comerciante catalán maneje la espada de este modo? —preguntó a Hethum—. Somos templarios y hemos venido hasta aquí para ofreceros un acuerdo que ponga fin al dominio de los musulmanes en los Santos Lugares. Vos sois un monarca cristiano, sabréis sin duda cuál es vuestro deber.
Hethum quedó impresionado con la destreza de Castelnou. Se atusó la cuidada barba y dijo:
—De acuerdo. Enviaré una embajada al ilkán Ghazan, es el soberano mongol en las tierras occidentales de su imperio. Vos iréis con ella.
—¿Adonde debemos dirigirnos? —preguntó Jaime.
—No muy lejos, a Tabriz. Es una gran ciudad a poco más de una semana de camino hacia el suroeste. Allí está ubicado un destacamento del ejército mongol; una vez en esa ciudad ya os dirán dónde encontrar a Ghazan.
L
os tres templarios, sus sirvientes y guías y varios embajadores armenios se pusieron en marcha hacia la ciudad de Tabriz. Atravesaron Armenia y entraron en territorio mongol. Unos jinetes les salieron al paso. Les enseñaron el salvoconducto del rey de Armenia y les dejaron continuar hacia el sureste, aunque escoltados por un grupo de soldados mongoles que montaban unos caballos que les parecieron demasiado pequeños. Eran hombres fornidos, de piel amarronada y ojos tan rasgados que aun abiertos apenas parecían una fina raya en medio de los párpados.
Tabriz era una gran ciudad, con un mercado por el que pululaban individuos de todas las razas imaginables. Los puestos del zoco estaban llenos de productos de todo el mundo, y los comerciantes parecían felices en medio de aquella abundancia de telas, sedas, alfombras, cuero, orfebrería, plata y oro. Los tres templarios pasaron totalmente desapercibidos; tal vez si hubieran portado sus capas blancas hubieran despertado cierta curiosidad, pero su aspecto no era desconocido y vestidos como mercaderes parecían unos más de los occidentales cuya presencia era frecuente en la ciudad.
Se instalaron en un enorme caravasar para mercaderes, donde pudieron disponer de varias habitaciones para todos ellos y establos para sus caballos y acémilas.
Los jinetes mongoles que los habían escoltado los acompañaron hasta el palacio del gobernador de la ciudad, un general mongol de aspecto fiero, tras su fino mostacho y con el pelo recogido en una gruesa coleta, pero que resultó de trato amable y casi refinado.
A través de los intérpretes armenios, le dijeron que pretendían entrevistarse con el ilkán Ghazan, para trabar con él una sólida alianza. El gobernador les transmitió que no creía que necesitaran de ninguna alianza, que ellos dominaban todo el mundo desde que lo conquistara el gran Gengis Kan, que eran los señores del universo y que el Eterno Cielo Azul así lo había dispuesto, pero se mostró abierto a facilitarles una entrevista con su soberano.
Desde luego, el imperio mongol era en ese año de 1298 el más amplio y poderoso que jamás se había visto sobre la tierra. Se extendía a lo largo de más de mil leguas de este a oeste, desde las aguas del mar de China hasta las llanuras del centro de Europa, y de más de quinientas de norte a sur, desde las cálidas aguas del golfo Pérsico hasta la tierras eternamente heladas de Siberia. Fundado por Gengis Kan en 1206, se había ido expandiendo a lo largo de Asia y del este de Europa hasta abarcar tres cuartas partes del mundo conocido.
El imperio se había mantenido unido bajo la autoridad de Kubilai Kan, nieto de Gengis Kan, quien lo había gobernado desde la lejana Kambalik, una ciudad de cúpulas de oro y palacios sin cuento a casi un año de camino de Tabriz. Pero desde su muerte hacía muy pocos años, cada uno de los grandes príncipes mongoles gobernaba sus inmensos territorios con plena soberanía.
Cuando Jaime de Castelnou y sus dos compañeros se enteraron del tamaño del imperio mongol apenas podían creer lo que estaban oyendo, pero su traductor armenio les aseguró que todo era cierto, aunque les confesó que él no había viajado más allá de una ciudad llamada Herat, a varias semanas hacia el este.
Aquellos días de fines de primavera el ilkán Ghazan estaba cazando en las montañas del norte de Persia, donde abundaban los antílopes y las águilas. El soberano del occidente mongol era un apasionado practicante del arte de la cetrería, y había organizado una partida para conseguir atrapar algunos polluelos de águila antes de que abandonaran sus nidos.
Jaime de Castelnou se desesperó; si tenían que buscar a Ghazan en aquella inmensidad tardarían semanas, tal vez meses en dar con él, se les echaría encima el invierno y habrían perdido todo un año. Al decirle todo esto al gobernador mongol, éste rió a carcajadas, se golpeó el pecho varias veces y pataleó de risa como un niño.
—Los mongoles disponemos de un sistema de comunicación muy rápido. Un mercader tarda un año en ir hasta Kambalik, pero yo puedo enviar hoy mismo una carta al Gran Kan y estaría en sus manos en cincuenta días. —El traductor armenio les trasladó las palabras del gobernador.
Los templarios se miraron asombrados; todo en aquel imperio les parecía extraordinario, descomunal.
—¿Entonces, podemos localizar pronto a vuestro ilkán? —preguntó Castelnou.
—Por supuesto; en tres días sabréis si desea recibiros.
—¿Cómo lo hacen? —preguntó Jaime al traductor armenio.
—Poseen un sistema de correo muy eficaz. Por todo el imperio hay postas de caballos de refresco en las cuales cambian los correos de montura cada cierto tiempo. Un jinete mongol puede recorrer en un solo día la misma distancia que una caravana en una semana, e incluso más. Los correos imperiales llevan unas campanillas que indican su proximidad, de modo que cualquier viajero que las oiga debe apartarse de inmediato, incluso si se trata de un príncipe. Un correo imperial tiene preferencia de paso sobre cualquier otro ser humano. Disponen también de un sistema de señales luminosas y ópticas a través de una red de atalayas y castillos que unen todo el imperio.
El gobernador pidió explicaciones al traductor, y éste le repitió en mongol lo que les había dicho a los templarios. El jefe mongol miró a los caballeros cristianos y asintió con la cabeza mostrando un gesto a la vez de orgullo y de satisfacción.
Diez días más tarde de aquella entrevista recibieron una llamada del gobernador de Tabriz; les invitaba a presentarse en su palacio enseguida para darles una importante noticia.
Una vez allí, les comunicó que el ilkán Ghazan los recibiría en la ciudad de Qazvín en la décima luna a partir de ese día.