El caballero del templo (17 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero del templo
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—Santidad, nuestra Orden siempre ha estado al servicio de los cristianos y preparada para su defensa. Somos soldados de Cristo y hemos sido educados para servir y obedecer sus mandatos. Pero nos encontramos solos, y sin ayuda de los monarcas cristianos nada podemos hacer. Necesitamos soldados, naves, caballos, dinero para erigir fortalezas, suministros…

—¿Cuántos hombres serían necesarios para poner en marcha un gran plan de reconquista de Tierra Santa? —preguntó el papa.

—Un mínimo de cincuenta mil jinetes y otros tantos infantes. El ejército mameluco que conquistó Acre estaba integrado por al menos doscientos mil soldados egipcios y sirios. Para semejante despliegue serían necesarios alrededor de quinientos barcos y galeras de transporte. En el Temple apenas disponemos de mil caballeros y siete navíos; uno de cada cien.

—Esas cifras son desalentadoras. ¿Habéis calculado lo que costaría todo eso?

—Lo ha hecho uno de nuestros hermanos capellanes que sabe de cuentas; sí, sería necesario un millón de libras.

—¿Vuestro tesoro podría responder por esa cantidad?

Jacques de Molay sonrió ante la pregunta del papa.

—El tesoro de la Orden en Tierra Santa apenas alcanza las seis mil libras. Si consiguiéramos reunir los de todas las encomiendas tal vez llegaríamos a medio millón, pero a costa de dejar al Temple completamente arruinado.

—¿Y vuestras reliquias?

—¿A qué os referís, santidad?

—Poseéis varias reliquias por las que algunos reyes pagarían una buena cantidad. ¿Es cierto que está en vuestro poder el Santo Grial?

—Lo es. Lo guardamos en la cámara del tesoro de nuestra casa en Nicosia.

—¿Sabéis cuánto estaría dispuesto a pagar el rey de Francia por esa copa?

—Hubo un tiempo en el que los templarios poseíamos las más sagradas reliquias de la cristiandad. Éramos los custodios de la Vera Cruz, y la perdimos en la batalla de los Cuernos de Hattin. Ahora sólo nos queda el Grial; no podemos deshacernos de él.

—Ni siquiera si os lo ordena vuestra máxima autoridad.

—¿Vos, santidad?

—¿Quién si no?

—En ese caso…

—El Temple tiene enemigos muy poderosos. El rey de Francia sigue muy molesto porque no salió su candidato para dirigir la Orden; creo que seguirá maquinando para hacerse con su control. Felipe es un ambicioso sin límites. Le gustaría ver a sus pies a la Iglesia y a todas las naciones de la cristiandad. ¿Sabéis que una leyenda atribuye a su dinastía, la de los Capetos, un origen divino?

—Lo sé, y conozco cuáles son sus ambiciones. En el Capítulo en el que fui elegido como maestre se produjeron enormes tensiones, pero los caballeros templarios supimos reaccionar con dignidad y mantuvimos la independencia de la Orden. Nosotros no ambicionamos nada en beneficio propio, sólo la mayor gloria de Dios.

—Y de su Iglesia —añadió el papa—. Y para ello es preciso recuperar los Santos Lugares.

—Nosotros solos no podemos.

—Ni tal vez toda la cristiandad unida, pero podemos conseguir un aliado formidable.

Molay se sorprendió ante la afirmación del papa.

—No hay nadie capaz de aliarse con los cristianos en contra del Islam, santidad.

—Sí lo hay, ya lo hubo: los mongoles.

—Son paganos, santidad, adoradores del fuego y de los espíritus; incluso hay quien asegura que se trata de los descendientes de las tribus de Gog y Magog, y que su irrupción en Occidente señalará el principio del fin del mundo.

—Vamos, Molay, sabéis que las profecías pueden ser interpretadas de diversas maneras. Entre los mongoles hay muchos cristianos, incluso entre sus generales. Hace tiempo que los papas han mantenido correspondencia e intercambiado embajadas con los kanes mongoles. Os asombraríais si supierais la cantidad de informes de que disponemos en nuestro archivo sobre ellos. Hace más de cincuenta años que los conocemos bien. Los mogoles son enemigos del Islam; el fundador de su imperio, un soberano al que llamaron Gengis Kan y al que veneran como a un dios, arrasó las tierras del Islam más allá de los grandes ríos, y sus hijos y nietos destruyeron las populosas ciudades musulmanas de Oriente y la gran Bagdad, su capital. Hubo un tiempo en que luchamos a su lado, y a punto estuvimos de lograr la derrota de los sarracenos. Ahora se presenta una segunda oportunidad.

»Estoy buscando a un hombre que conozca Tierra Santa, que sea leal y que no tenga miedo. Tendría que ir hasta la tierra de los mongoles y proponerles un pacto. ¿Conocéis a alguien así? Molay se giró y señaló a Jaime de Castelnou.

—¿El? —preguntó el papa.

—Se llama Jaime de Castelnou y es caballero templario.

—Ya veo su hábito. Bien, Jaime, ¿estarías dispuesto a ofrecer tu vida por la Iglesia?

Castelnou alzó la cabeza y con voz firme dijo:

—Así lo juré al profesar en el Temple, santidad.

—¿Hablas varias lenguas?

—Conozco algunas, pero no con la suficiencia como para poder entenderme con absoluta claridad.

—Bueno, eso lo podemos arreglar. Maestre, dejadme a este soldado de Cristo aquí en Roma; le enseñaremos árabe y turco, con eso podrá entenderse bien entre los mongoles. En cuanto esté preparado lo enviaremos con la misión de acordar un pacto con los kanes mongoles para destruir al Islam. Pero entretanto habrá que convencer a los reyes cristianos para que se avengan a participar en una nueva cruzada, la definitiva.

Capítulo
XXIV

D
os años permaneció en Roma estudiando árabe, turco y cuanto se sabía de los mongoles. Jaime de Castelnou cambió la disciplina de la regla del Temple por la de la escuela pontificia. Tres sesiones diarias, dos con los mejores profesores en la Biblioteca Vaticana y otra vespertina en los campos cercanos para no perder ni la forma física ni la habilidad en el manejo de la espada, fueron la rutina diaria que acompañó a Castelnou durante todo ese tiempo.

Entretanto, tuvo conocimiento de las andanzas de Roger de Flor, y de los enfrentamientos entre sicilianos y franceses. En la sede vaticana se comentaban todos los días los acontecimientos en Sicilia, pues el papa consideraba que la resolución del conflicto en esa gran isla del Mediterráneo era necesaria para poner en marcha el gran proyecto de una nueva cruzada. Las galeras del rey de Aragón y el ejército del rey de Francia y de sus vasallos los grandes señores de Champaña, Borgoña y Provenza eran imprescindibles para el éxito de la nueva cruzada, que en aquellas condiciones no se podía emprender.

Además, el rey Felipe de Francia no renunciaba a ninguna de sus ambiciones. Coronado en 1285, era conocido como «el Hermoso» debido a su elevada estatura, su porte altivo y regio, su tez pálida y sus rubios cabellos. Nieto del rey Luis, a quien Bonifacio VIII hizo santo sólo veintiséis años después de su muerte, Felipe tenía un carácter muy enérgico y se había empeñado en hacer de Francia un gran reino, sojuzgando a los grandes nobles, tan poderosos en sus Estados como el mismo rey, y ampliando los dominios directos de la corona.

Para lograr esos objetivos se había embarcado en guerras contra Flandes, Sicilia y Aragón que le habían costado mucho dinero. Aprovechando que Hugo de Peraud, quien fuera su candidato para regir el Temple en disputa con Jacques de Molay, continuaba en su puesto de tesorero de la casa de París, le pidió prestadas grandes sumas de dinero para afrontar las guerras y las enormes dotes que tuvo que entregar a su hermana Margarita y a su hija Isabel para casarlas con el rey Eduardo de Inglaterra y con el príncipe de Gales respectivamente. Las deudas del rey de Francia con el Temple ascendían a tal suma que jamás podrían pagarse con las rentas de la corona francesa.

Felipe también ambicionaba las rentas de la Iglesia, que en Francia eran cuantiosas. Se había enfrentado con el papa Bonifacio en 1296 con la pretensión de recabar una parte de los ingresos eclesiásticos, a lo que el papa respondió promulgando una bula por la que quedaban excomulgados, y por tanto apartados del seno de la Iglesia y de la salvación, todos aquellos que exigieran tributos a las personas de condición eclesiástica sin contar con el beneplácito de Roma.

En esas condiciones, la situación en la cristiandad occidental era muy complicada, y Bonifacio VIII estaba obligado a reaccionar con habilidad si no quería verse arrastrado a un conflicto gravísimo. Lo hizo enviando a dos embajadores a París para tratar de alcanzar un acuerdo, pero Felipe proclamó ante los legados pontificios que el gobierno de su reino era exclusivamente potestad suya, y para demostrar al papa quién mandaba en Francia, expulsó de su sede al obispo de París y dictó un decreto por el que los eclesiásticos debían pagar un impuesto a la corona.

A comienzos del verano de 1297 Bonifacio VIII llamó a Jaime de Castelnou. El papa lo recibió en su gabinete privado, rodeado de media docena de cardenales. Jaime tenía veintisiete años y tras su período de formación, además de haber aprendido a leer y escribir correctamente, hablaba árabe y turco y podía comunicarse con algunas palabras en mongol. Además, había leído todos los informes que había en la biblioteca sobre los mongoles, elaborados por viajeros enviados años atrás por el papado a la corte de los grandes kanes.

—Ha llegado la hora. Creemos que ya estás preparado para la misión que debes desarrollar. Es un encargo difícil y peligroso, pero conocemos tu determinación y tu valor. El rey de Francia ha provocado un grave conflicto al desoír nuestra voz. Ambiciona nuestras riquezas y las de nuestra Orden del Temple, y sus agentes han comenzado a difundir falsos rumores por las cortes cristianas sobre la maldad del papa y de sus caballeros templarios.

«Hemos decidido que es tiempo de reaccionar ante estas maledicencias y poner en marcha un ambicioso plan para que las energías de la cristiandad deriven hacia una nueva cruzada. Y para eso necesitamos la alianza con los mongoles, como ya sabes; para eso te has estado formando aquí durante estos dos años. En las próximas semanas partirás de vuelta a Chipre con instrucciones concretas; deberás aprenderlas de memoria, pues no podemos arriesgarnos a que caigan en manos enemigas. Si los sarracenos descubrieran nuestro plan, el fracaso estaría asegurado.

«Nuestro enlace con los mongoles será el rey de Armenia; es un fiel cristiano. Su nombre es Hethum, y por lo que sabemos de él por nuestros embajadores es un hombre de palabra, valeroso y digno. El plan consiste en una alianza entre los armenios, los templarios y otras órdenes y los mongoles; un ejército con todas esas fuerzas atacará Siria y Palestina desde el norte. Una vez ocupada Tierra Santa, seguirá avanzando hacia el sur, hasta Egipto. Confiamos en que para entonces los reyes cristianos de Francia y Aragón hayan zanjado sus diferencias en Sicilia y puedan actuar juntos en un ataque combinado a Egipto. Una vez destruido el sultanato mameluco, el Islam tendrá sus días contados.

—¿Qué pasará con esas tierras? —preguntó Jaime.

—Propondremos a los mongoles que se queden con todas las tierras ubicadas más allá del río Jordán, en tanto que Siria y Palestina, además de Egipto, se convertirán de nuevo en territorios cristianos, lo que siempre fueron y lo que nunca debieron dejar de ser.

»El cardenal secretario te dará cuenta de todos los detalles. Tú deberás transmitir estas instrucciones a tu maestre en Chipre y después al rey de Armenia, y por fin, al kan mongol de Persia. Cuentas con nuestra bendición.

Bonifacio VIII impuso las manos en la cabeza de Castelnou, que se arrodilló ante el papa para recibirlas.

Las aguas de Sicilia no estaban precisamente en calma en aquel verano. El año anterior se había coronado en Palermo como rey de la isla el príncipe don Fadrique, quien había nombrado al mercenario Roger de Lauria como almirante de su flota. Carlos de Anjou, hermano del rey de Francia, ambicionaba la corona siciliana, y entre ambos había estallado una guerra en la que Francia y Aragón podían volver a enfrentarse, cada uno en ayuda de su respectivo aliado.

En esas condiciones, y con las escuadras de los dos contendientes a punto de combatir, lo más adecuado era atravesar Italia por tierra y embarcar en algún puerto del Adriático rumbo a Chipre. El de Bari era una buena opción, pues allí siempre había alguna galera templaría lista para zarpar.

Jaime de Castelnou llegó a Bari a fines de septiembre, y lo hizo en buena hora, pues allí se enteró de que en Sicilia se había librado una gran batalla en la que Roger de Lauria había sido derrotado por los franceses que apoyaban a Carlos de Anjou. Ante esa derrota, el rey de Aragón no tardaría en acudir en defensa de sus intereses y de los comerciantes catalanes, con lo que una guerra total en la cristiandad parecía inevitable; sólo una nueva cruzada como objetivo común, y nuevas tierras que repartirse entre los reyes y nobles de Europa podían evitarla.

En Bari no había fondeada ninguna galera templaria cuando llegó Castelnou, pero al recorrer las ancladas en el puerto se enteró de que una pequeña galera veneciana estaba lista para salir en unos día hacia Constantinopla. El comandante le dijo que podía llevarlo hasta la isla de Creta, donde harían una escala, y que de allí a Chipre podría desplazarse en alguno de los navíos que recorrían esa ruta.

Así lo hizo. La galera veneciana lo dejó en Creta, y tras tres semanas de espera pudo embarcar en una nave de carga que arribó al puerto de Limasol. Dos días después estaba en Nicosia, ante el maestre del Temple.

Capítulo
XXV

—¡
M
agnífico! Esta era precisamente la noticia que esperaba. Empezaremos con los preparativos para la campaña. Tú deberás ir hasta Armenia. El viaje es peligroso. Lo harás disfrazado de mercader catalán, una vez más. Te procuraremos un salvoconducto para que puedas atravesar la tierra de los turcos. Luego, ya veremos.

Molay parecía entusiasmado con el plan trazado en Roma para acabar con el Islam, aunque no le hacía demasiada gracia pactar con los mongoles. No obstante, como era su deber, acataría las órdenes del papa.

En la isla de Chipre había más de mil miembros de la Orden del Temple, pero no era suya. Pudo haberlo sido, si años atrás hubieran mantenido su señorío y hubieran sabido gobernarla con tino, pero la perdieron. Ahora eran huéspedes, y no demasiado bien recibidos. Al rey de Chipre no le gustaba la presencia de aquellos caballeros en su reino, que además no le obedecían y que se comportaban con una arrogancia insultante. Cuando Molay puso en marcha al ejército templario para que comenzara a realizar maniobras de cara a la cruzada que se avecinaba, el rey receló de aquellos movimientos e intentó ejercer el control sobre los caballeros, a lo que se opuso el maestre.

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