Tuvo que elegir a su vez a un compañero, y lo hizo en la persona de un caballero que apenas hablaba pero cuya mirada transmitía serenidad y confianza; se llamaba Ainaud de Troyes y era natural de esta ciudad de la región de Champaña, la misma que había visto nacer al primero de los maestres de la Orden, el fundador Hugo de Payns.
—Bien —continuó el comendador del reino de Jerusalén—, ahora deberéis retiraros los dos y pasaréis todo el día y la noche meditando en silencio, sin hablaros salvo que tengáis algo que deciros con respecto a la elección. Nadie podrá molestaros, y si alguno de los hermanos osara interrumpir vuestra meditación quedará inhabilitado como elector.
Los dos templarios se retiraron a una salita adjunta a la capilla, en la que durante todo el día se celebrarían oraciones y misas en honor al Espíritu Santo, para pedirle que inspirara con su gracia a los electores de modo que designaran al mejor de los templarios como maestre.
—Ya conoces el procedimiento, hermano, tenemos que elegir a dos hermanos más —le dijo Castelnou a Troyes.
Y así era. Los dos primeros electores elegían a otros dos, estos cuatro a dos más, y así sucesivamente hasta llegar a doce, de los cuales ocho tenían que ser caballeros y cuatro sargentos, y además naturales de diversas naciones para impedir que una sola monopolizara el cargo. Los doce elegidos nombraban entonces a un decimotercero, que tenía que ser necesariamente un capellán de la Orden. Era un rito que recordaba la Ultima Cena de Jesús con sus doce apóstoles.
Elegidos los trece, se reunieron en la sala capitular a puerta cerrada y comenzó el debate para proponer un candidato a maestre.
—Os recuerdo, hermanos, que nuestras deliberaciones están sujetas a secreto, so pena de expulsión de la Orden. Se abre el plazo de presentación de candidatos.
—¿Alguien propone a un hermano para el cargo de maestre? —preguntó Castelnou. Ainaud de Troyes alzó la mano y con voz rotunda y serena dijo:
—Propongo al hermano Jacques de Molay.
—Y yo al hermano Hugo de Peraud —terció enseguida otro de los electores.
Unos y otros comenzaron entonces a defender argumentos en favor y en contra de los dos candidatos. La situación empezaba a complicarse. Por lo que Jaime pudo percibir, ocho de los electores estaban a favor de Molay y sólo cuatro de Peraud; él dudaba. Conocía a Jacques de Molay por su cargo de mariscal en Chipre, pero le parecía poco preparado para dirigir la Orden, y además carecía de la inteligencia necesaria, aunque era un hombre valeroso y de firmes creencias. De Hugo de Peraud sólo sabía que era muy amigo del rey de Francia y que su gestión al frente de las finanzas de la provincia templaría de Francia había dado extraordinarios resultados, pero recelaba de su voluntad para seguir manteniendo la guerra en Tierra Santa. Al fin, decidió decantarse por Molay.
En la primera votación el resultado fue de nueve a cuatro a favor de Molay. Los partidarios de Peraud insistieron en su candidato y propusieron que se retiraran los dos si no había unanimidad. Jaime, demostrando una enorme serenidad, aludió a la importancia de la elección y les recordó que si no se ponían de acuerdo debería comunicar al Capítulo que no había candidato y que deberían seguir reunidos a la espera de que la gracia del Espíritu Santo los iluminara.
—Molay ha obtenido una mayoría de votos; démosle nuestra confianza. A los hermanos que no le habéis votado os pido generosidad y comprensión.
Tras varias horas de debate, al fin los cuatro cedieron. Molay tenía el camino libre para ser nombrado nuevo maestre.
El Capítulo fue convocado para la hora sexta. Jaime entró en la sala y en voz alta proclamó que los trece hermanos reunidos en cónclave, y tras recibir la gracia del Espíritu Santo, proponían al hermano y caballero Jacques de Molay, natural del Franco Condado y hasta entonces mariscal del Temple, como nuevo maestre de la Orden de los pobres caballeros de Cristo.
—Solicito para ello vuestra autorización —comunicó al Capítulo.
Todos asintieron. El capellán anunció entonces el nombramiento de Jacques de Molay como maestre del Temple y, siguiendo la fórmula de la regla, demandó si estaba presente, aunque sí sabía que estaba allí. Jacques de Molay se puso en pie y, tras identificarse, aunque todos lo conocían, declaró que aceptaba el honor que se le concedía.
A continuación, todos los presentes se dirigieron a la capilla, donde los criados habían preparado todo lo necesario para la ceremonia de juramento del maestre.
Arrodillado ante el altar, rodeado de los caballeros y sargentos electores y de los miembros del capítulo, Jacques de Molay juró ante los Evangelios defender a la Orden, ofrecer su vida por ella si fuera necesario y ejercer el cargo de maestre con lealtad a los hermanos y obediencia al papa. Un
Te Deu
. de acción de gracias fue entonado por los asistentes como acto final de la ceremonia.
* * *
El día siguiente a la elección, Jaime de Castelnou fue convocado a presencia del maestre. Molay estaba de pie en el centro de la sala capitular donde había sido proclamado.
—Tengo más de cincuenta años y soy caballero templario desde hace casi treinta. Todavía recuerdo aquel día del año del Señor de 1265 cuando entré en la modesta encomienda de Beaune, cercana a la ciudad de Dijon. Mi familia pertenece a un linaje de la baja nobleza de la ciudad de Besancon. El maestre Gaudin me nombró mariscal por mi experiencia en la construcción de fortalezas, pero ahora debo reconstruir la Orden. Y no voy a cejar en mi empeño de devolverle la grandeza perdida. Deseo viajar pronto a Europa para entrevistarme con el papa y con los reyes cristianos; una nueva cruzada es posible.
»En cuanto a ti, hermano Jaime, has sido una pieza importante en mi elección. Todavía eres joven, pero contaré contigo en el futuro para que desempeñes cargos importantes. Ojalá puedas asistir algún día a la elección de mi sucesor en Jerusalén.
—Yo estoy siempre a disposición de la Orden, hermano maestre —repuso Jaime.
—Sé que eres un templario ejemplar. Desde que llegaste a Tierra Santa no has sido castigado ni una sola vez, ni siquiera por falta leve. Sé que realizaste un buen trabajo en Acre, y que fuiste decisivo a la hora de rescatar a nuestros hermanos del castillo Peregrino, por eso te propusimos para que dirigieras la elección; sabíamos que eras un hombre justo.
—Sólo hice lo que la regla señala para esta ocasión.
—Hiciste más que eso; lograste que el rey de Francia no clavara sus dientes en el Temple. Si hubiera salido elegido el hermano Hugo, el verdadero maestre de nuestra Orden sería ahora Felipe de Francia.
Tras aquella conversación, Molay no le pareció hombre de tan escasa inteligencia como se decía. Es cierto que no era elocuente, ni demasiado cultivado (aunque en esa cualidad no difería demasiado del resto de los caballeros), ni de profundos pensamientos, pero parecía valiente y seguro de su misión.
—Sólo nos debemos a Dios —dijo Jaime.
—En efecto. Por eso debemos recuperar los lugares donde nació y murió su hijo. Desde que cayeron nuestras últimas posesiones en Tierra Santa han surgido muchas voces que reclaman nuestra disolución como orden de la Iglesia. Dicen que ya no somos necesarios, que los templarios se crearon para proteger una tierra que ya no es cristiana. Se equivocan. Ahora somos más importantes que nunca. El Islam se ha recuperado tras decenios de agonía, y ha tomado la iniciativa; es la cristiandad la que está en crisis, y la que más nos necesita.
«Quienes así hablan sólo ambicionan nuestras riquezas, nuestras tierras y nuestras propiedades. Somos envidiados por lo que tenemos, pero sobre todo por lo que representamos. Algunos monarcas cristianos no soportan que nuestra existencia les esté recordando de manera permanente que no han hecho cuanto estaba en sus manos para defender Jerusalén y lo que esa ciudad significa para los cristianos.
»Tal vez hayamos cometido algunos errores en el pasado, no lo niego, pero el Temple ha sido siempre lo mejor de la cristiandad y en nuestra Orden han profesado los más relevantes caballeros y los más sufridos servidores de Cristo. Debemos estar orgullosos de ello.
—Nuestros detractores dicen que ya no hay peregrinos que defender —dijo Jaime.
—Los volverá a haber.
E
n las semanas siguientes, Molay fue informado de la mala situación de la Orden; el tesoro legendario que según algunos rumores era fabuloso se había reducido a unos pocos miles de libras, desde luego absolutamente insuficientes como para poder basar en él la recuperación de los Santos Lugares. Pese a ello, el maestre había decidido destinar al enclave de la isla de Ruad a ciento veinte caballeros, quinientos arqueros y cuatrocientos sirvientes, pese a las dificultades y al enorme gasto que suponía el tener que proporcionarles todo tipo de suministros. Molay confiaba en que el islote de Ruad sería la cabeza de puente para una futura invasión de Tierra Santa o al menos el símbolo que mantenía la presencia testimonial de los cruzados en Ultramar.
El nuevo maestre convocó un Capítulo General en Nicosia al que asistieron cuatrocientos caballeros. Allí les dijo que pretendía poner en marcha un proceso de profunda renovación de la Orden, para lo cual la disciplina debería ser estricta pues le parecía que tras el abandono de Acre se había producido una cierta relajación en el cumplimiento de la regla.
La primera medida que adoptó fue imponer una uniformidad absoluta; así, fueron confiscados todos los objetos personales de los templarios y todas las ropas y complementos que no fueran escrupulosamente reglamentarios. Una a una fueron revisadas todas las casas y encomiendas de Chipre, requisando incluso cartas y escritos que tuvieran en su poder los hermanos.
No obstante su orgullo y la alta estima y consideración que tenía de su Orden, era consciente de que el Temple solo nada podía hacer frente al poder mameluco, por lo que preparó un viaje a Europa para reclamar la ayuda que estimaba necesaria para recuperar Jerusalén. Durante la primavera se organizaron los preparativos del viaje. Molay se desplazaría hasta Europa acompañado por doce caballeros, entre los que eligió a Castelnou, aunque habría que esperar a que el colegio de cardenales, tras dos años de sede papal vacante, eligiera a un nuevo papa.
La galera
La rosa del Templ
. zarpó de Limasol una mañana de fines de verano, mediado el mes de septiembre, en cuanto llegó la noticia de que en Roma había al fin un nuevo papa. A la vista del mar turquesa, Jaime de Castelnou imaginó un encuentro con
El halcó
. de Roger de Flor. No había olvidado la traición del sargento en el puerto de Acre y en su corazón mantenía la esperanza de que algún día se encontrarían los dos, y con la espada en la mano Jaime sabía que podría vencer al hijo del halconero.
Tras cinco años en el Temple, la barba de Castelnou le llegaba hasta la mitad del pecho. Siguiendo la regla, le gustaba raparse la cabeza casi por completo, dejándose el cabello más corto que la longitud de una uña; era cómodo y a la vez evitaba que se refugiaran en su cabeza liendres, chinches y pulgas, que abundaban en aquel clima tan cálido; pero la barba jamás se la había afeitado, limitándose tan sólo a recortar algunos pelos de vez en cuando para que la longitud de la misma resultara uniforme y regular y no diera la sensación de descuido o desaliño.
Los años de ejercicio con la espada, de combates a muerte en Acre y de permanente estado de alerta habían fortalecido sus músculos y agudizado sus reflejos más si cabe. Su habilidad con la espada era ya legendaria y en Nicosia se había convertido en el instructor de los demás caballeros, que no cesaban de preguntarle sobre fintas y movimientos y procuraban imitar su estilo de esgrima. Es probable que Jacques de Molay hubiera tenido en cuenta esta habilidad a la hora de seleccionarlo como uno de sus acompañantes a Europa, pues en caso de pelea la espada de Castelnou era una defensa formidable.
Durante la travesía del Mediterráneo, la galera de Roger de Flor no apareció; para entonces el antiguo sargento templario había formado una compañía propia de soldados, se había ofrecido como mercenario al servicio del duque Roberto de Calabria, y después al del rey Fadrique de Sicilia, que lo había nombrado vicealmirante de Sicilia y señor de las fortalezas de Tripa y de Alicata, con puesto de consejero en la corte real. Sicilia era una pieza codiciada por el rey de Francia, que pretendía dominarla para asentar en ella las bases de un futuro imperio mediterráneo. No obstante, el dominio de las aguas del Mediterráneo estaba en manos del rey de Aragón, quien tenía al frente de su armada al almirante Roger de Lauria, considerado el mejor marino de su tiempo, y bajo cuya dirección las galeras de Aragón se consideraban casi invencibles.
* * *
La rosa del Templ
. atracó en la desembocadura del Tíber a fines de noviembre. Los templarios desembarcaron los caballos y cabalgaron hacia Roma, una pocas leguas al interior. Llegaron a tiempo para presenciar la abdicación del anciano papa Celestino V, un hombre sencillo que había sido elegido como sumo pontífice ese mismo verano y que renunció al pontificado ante las presiones que le cayeron encima y que no pudo soportar. De inmediato fue elegido nuevo papa Bonifacio VIII. En cuanto se celebraron las ceremonias de coronación del pontífice, Molay conferenció enseguida con el recién electo, a quien prestó obediencia tal cual prescribía la regla, y consiguió que la Orden quedara exenta de cualquier pago de impuestos en la isla de Chipre.
Jaime de Castelnou asistió a la entrevista entre el papa y el maestre; Bonifacio VIII le pareció un hombre decidido, seguro de poder sacar adelante la Iglesia en un momento de grave crisis.
—Mis inmediatos antecesores han fracasado en el intento de organizar una nueva cruzada —le confesó a Molay—. Vos no erais todavía maestre del Temple cuando Nicolás V realizó una llamada desesperada para ayudar a los defensores de San Juan de Acre; pero cuando la bula de la cruzada llegó a sus destinatarios, Acre ya estaba bajo las banderas de la media luna. No obstante, dudo que la iniciativa hubiera surtido efecto. Los reyes cristianos están inmersos en luchas y querellas intestinas o enfrentados entre ellos directamente. Ninguno ha mostrado el menor interés en acudir en defensa de la cristiandad de Ultramar, o de lo que queda de ella. Vosotros, los templarios, sois los últimos guardianes de nuestras esperanzas.