«Estaremos solos. Ninguno de los reyes y nobles de la cristiandad ha respondido afirmativamente a la llamada de su santidad el papa Bonifacio para asistir a esta cruzada; pero no os importe. Los templarios fuimos los últimos en abandonar Tierra Santa, y seremos los primeros en regresar. Aprovecharemos nuestra posición en la isla de Ruad para desde allí dar el salto a tierra firme; una vez en el continente nos uniremos a nuestros aliados. Os prometo que pronto volveremos a rezar en nuestra primera sede de Jerusalén.
Cuando algunos de los hermanos congregados en el Capítulo preguntaron por ciertos detalles de la campaña, el maestre les recordó que convenía guardar silencio a causa del secreto de la operación, y les pidió que tuvieran confianza en él.
En las semanas que precedieron al embarque, Jaime de Castelnou actuó como instructor de los jóvenes templarios recién llegados de las encomiendas europeas. Le recordaban a sí mismo, cuando diez años atrás embarcó en
El halcó
. rumbo a Acre lleno de ilusiones y de esperanzas, y confió en que no les ocurriera algo similar, que tuvieran que retirarse derrotados ante los musulmanes mamelucos. Los más bisoños se mostraban ufanos y altivos con sus hábitos blancos de caballero templario, y era a ésos a los que trataba de rebajar la arrogancia cuando practicaba con ellos con la espada en el palenque.
—Cada día están menos preparados —comentó Jaime a Ramón de Burdeos, que se había convertido en su compañero inseparable.
—¿Lo has notado, verdad?
—Por supuesto. Las cosas están cambiando y deprisa; hace años, para entrar en el Temple eran necesario demostrar valor, sentido de la disciplina y voluntad de servir, pero ahora…, fíjate en esos jóvenes; se creen que con vestir el hábito blanco con la cruz roja ya han vencido en la batalla antes siquiera de que comience.
—¿Sabes?, creo que nuestra época se está acabando —dijo Burdeos—. El Temple fue necesario, tal vez imprescindible en los tiempos en los que reyes como Ricardo Corazón de León o Luis el Santo tenían grabada en su alma la señal de los cruzados; pero ahora ya no existen soberanos como aquéllos. Felipe el Hermoso o Jaime de Aragón nunca atenderán al viejo espíritu de los caballeros cruzados; sólo les preocupa su riqueza y su propio poder. Jamás harán nada que no les produzca un beneficio material.
—Tal vez, pero todavía quedan hombres dispuestos a luchar por Cristo.
—Pocos, cada vez menos. ¿No te das cuenta, hermano?; ya nadie cree en nuestros ideales, nadie los comparte; somos una rareza en un mundo en el que sólo importa el propio interés. Los templarios somos seres extraños a los ojos de la mayoría. Sí, nuestro tiempo ha Pasado ya.
—Vamos, Ramón, tú has estado conmigo en Armenia y entre los mongoles, y has visto que el mundo es diverso y que todavía tenemos un sitio en él.
Ramón de Burdeos sonrió.
—Nunca abandonarás el espíritu del Temple; habremos abjurado todos y tú seguirás firme en tus ideales.
M
il doscientos combatientes había logrado reunir el Temple en el puerto de Limasol, pues poco antes de partir se habían sumado a la expedición algunos caballeros hospitalarios y dos regimientos de las milicias concejiles de Chipre. Los caballeros, los sargentos y los criados, cada uno de ellos con sus uniformes reglamentarios, embarcaban en orden en las galeras que los llevarían a la isla de Ruad, donde seguía presente un destacamento de templarios, para desde allí pasar al continente. Cada una de las galeras enarbolaba en lo alto de sus mástiles el
baussan
, el estandarte blanco y negro de la Orden. En la galera capitana, donde iba el maestre Molay, se enarboló el estandarte de combate bajo el cual pelearían de nuevo los hermanos. Desde que fuera llevado a Chipre en
La rosa del Templ
. junto con el tesoro, no había vuelto a desplegarse, y de eso hacía ya ocho años. El propio maestre dio la orden de que el
baussan
. de combate fuera colocado en el puente de popa de la galera capitana. Jaime de Castelnou sintió que se le erizaba el vello cuando volvió a ver ondear el estandarte que el mariscal había arriado de la Bóveda de Acre y se lo había entregado poco antes de que se viniera abajo.
Desde el islote de Ruad las galeras templarias navegaron de cabotaje hacia el norte, buscando la desembocadura del río Orontes; desde allí, y siguiendo su curso, Antioquía se encontraba a poco menos de una jornada de distancia.
El ejército templario alcanzó las inmensas ruinas de la antigua Antioquía mediada la tarde, justo el día en que, por la noche, la luna estaría llena. La otrora populosa ciudad se había convertido en un solar de escombros y edificios arrumbados entre los que unas decenas de familias campesinas malvivían cultivando campos que en otro tiempo debieron de ser fértiles. Las imponentes murallas que detuvieran durante un año al poderoso ejército que en la Primera Cruzada dirigieron los formidables Bohemundo y Tancredo de Tarento y Godofredo de Bouillon eran un rosario de rocas que semejaban la espina dorsal descarnada de un enorme monstruo; sus palacios abandonados estaban cubiertos de maleza y espinos y sus antaño florecientes mercados servían de solar para lagartos que tomaban el sol entre losas de piedra y paredes de mampuesto a las que les habían arrancado las piezas de mármol que las habían recubierto.
Molay eligió un lugar elevado, donde antes estuvo el castillo de la ciudad, para instalar el campamento y esperar la llegada de sus aliados.
—Vendrán, claro —aventuró Burdeos, mirando hacia las colinas del norte de Antioquía.
—No lo dudo. El rey Hethum me pareció un hombre de palabra y el ilkán Ghazan estaba deseoso de vengar la derrota del Pozo de Goliat —le respondió Castelnou.
—Aquello que le dijiste, ¿cómo fue?, ¡ah!, sí, que su nombre se escribiría con tinta de oro en los anales del Imperio mongol, fue definitivo.
—Todo gobernante quiere pasar a la historia con su nombre escrito en letras doradas en las crónicas de su país. Mira, ahí están.
Sobre la cresta de una colina aparecieron los primeros estandartes de los mongoles: un mástil del que pendían siete colas de caballo. Y tras ellos, las banderas amarillas de Armenia.
Los dos templarios observaron atónitos la enorme masa de guerreros que avanzaba hacia la ciudad, tiñendo las colinas de los colores de sus uniformes.
—¿Cuántos crees que son? —demandó Burdeos.
—No lo sé, nunca he visto a tantos hombres juntos; bueno, tal vez en Acre, dijeron que los mamelucos eran en esa ocasión doscientos mil.
Los ejércitos armenio y mongol sumaban cien mil combatientes, bien equipados para la guerra, porque como hicieran los templarios, también sus aliados habían estado ensayando ejercicios ecuestres y prácticas de combate en los meses anteriores.
Unos jinetes se acercaron hasta el pabellón del maestre del Temple, y acordaron que a la mañana siguiente los jefes de los tres ejércitos se reunirían para establecer el plan de ataque.
El ilkán Ghazan, el rey Hethum de Armenia y el maestre del Temple se reunieron con sus consejeros e intérpretes en el pabellón del jefe mongol, una enorme tienda de fieltro decorada con extraños dibujos de gran colorido, con un gran halcón sobre la puerta. A su derecha se sentó el rey Hethum y a la izquierda el maestre Molay. El ilkán comenzó diciendo que él sería el jefe supremo del ejército y se situaría en el centro y que el rey Hethum y el maestre del Temple dirigirían cada uno una de los dos alas; Ghazan colocaría bajo el mando de Molay a treinta mil de sus hombres, y a otros diez mil bajo el de Hethum. El maestre del Temple, que no estaba en condiciones de debatir la jefatura del ejército ante la aplastante superioridad de los mongoles, se dio por satisfecho. Se acordó también que se pondrían en marcha de inmediato, pues los espías enviados por los mongoles habían comunicado que un ejército mameluco integrado por ciento cincuenta mil hombres había salido de Egipto al enterarse de los movimientos de los mongoles en Siria y avanzaba rápido hacia el norte.
* * *
Ochenta mil mongoles, veinte mil armenios y mil doscientos templarios con algunos aliados, divididos en tres cuerpos de ejército, se pusieron en marcha. Nunca antes varias divisiones mongoles habían sido dirigidas por alguien ajeno al ejército de los herederos de Gengis Kan. El maestre de Molay, con su capa blanca y su cruz roja al hombro izquierdo, era el primer occidental que dirigía tres
tumane
. (cada
tuma
. era una división de diez mil hombres) mongoles.
Ocuparon fácilmente la ciudad de Alepo, salvo su poderosa fortaleza, donde se habían hecho fuertes algunos cientos de soldados mamelucos, y continuaron hacia el sur.
—Fíjate hermano —Ramón de Burdeos señaló a Jaime de Castelnou la cabeza de la columna en donde formaban, en la cual dos abanderados portaban en paralelo el
baussan
. de los templarios y el estandarte de las siete colas de caballo de los mongoles—. ¿No te parece extraordinario?
—De no estarlo contemplando con mis propios ojos, no lo creería. Ya ves, gracias a esos tártaros todavía es posible la esperanza para los cristianos.
Las columnas del ejército aliado avanzaban por un amplio valle siguiendo el antiquísimo camino de Antioquía a Damasco; en lo alto de algunos cerros pudieron ver los restos de antiguas fortalezas construidas por templarios y hospitalarios para defender una de las rutas de los peregrinos cristianos que tiempo atrás acudían a rezar al Santo Sepulcro de Jerusalén. Los templarios más veteranos todavía reconocieron algunas de ellas, en las que habían servido siendo jóvenes.
Unos oteadores, enviados por los generales de la vanguardia para inspeccionar el camino, informaron de que el ejército mameluco acababa de salir de Damasco. Habían calculado que lo integraban al menos ciento cincuenta mil soldados.
—Ciento cincuenta mil de su lado y más de cien mil del nuestro; si se produce la batalla, y parece inevitable, será la más grande de la historia.
—¿Tú crees? —preguntó Ramón.
—Por lo que sé, jamás se han reunido tantos combatientes en una sola batalla.
Los dos ejércitos se encontraron en el llano de Hims, a mitad de camino entre Antioquía y Damasco. Ambos comandantes ordenaron que se mantuvieran las posiciones; por los espías y exploradores destacados por ambas partes conocían bien el tamaño de cada uno de los dos ejércitos.
El frente del mameluco, al que se habían sumado algunos sirios y árabes, ocupaba una enorme extensión en la entrada de un amplio valle; el aliado formaba en las laderas de unas suaves colinas al norte. Durante dos días se observaron; por fin, el 22 de diciembre, el maestre Molay aconsejó al ilkán Ghazan que había llegado el momento de atacar, y el jefe mongol dio la orden de carga.
El primer ataque lo protagonizaron los templarios; protegidos con sus pesadas corazas y cotas de malla, formaron un frente de doscientos caballeros en línea por cinco en fondo y se lanzaron ladera abajo directos al centro de los mamelucos. Todos los combatientes observaron sorprendidos la formidable carga del Temple. Las dos primeras líneas estaban integradas por caballeros, bien identificados por sus capas blancas y sus cruces rojas, y las tres siguientes por los hermanos sargentos, con sus hábitos oscuros; parecían un gran estandarte blanco y negro ondeando sobre los campos de Hims al compás del galope de sus caballos.
Jacques de Molay cabalgaba en el centro de la primera línea, al lado del
baussan
, el mismo que habían arriado ocho años atrás de los muros de Acre.
—
Non nobis, Domine, non nobis, sed Tuo nomine da gloria
. —gritó Molay.
Sólo oyeron el lema del Temple los hermanos que cabalgaban a su lado, pero la voz se fue corriendo como una ola desde el centro hasta los extremos de la formación.
Los mamelucos que vieron venir contra ellos aquella contundente carga dudaron; algunos miraron hacia sus comandantes como pidiendo permiso para retirarse, pero fueron obligados a mantener su posición. En unos instantes la marea blanca y negra irrumpió entre sus filas como un ciclón, con las lanzas por delante, arrasando la formación en cuadro de la infantería musulmana; todo el frente central se vino abajo cuando el envite de los templarios se llevó por delante a varias filas de infantes mamelucos.
La carga se había realizado con las lanzas, pero en cuanto los caballos quedaron frenados por la multitud enemiga, sus jinetes los hicieron girar como les habían enseñado y cocearon con sus patas a los amedrentados infantes egipcios. Las pezuñas de los caballos acabaron con varios mamelucos, y de inmediato los templarios desenvainaron sus espadas y comenzó una tremenda carnicería. El sultán mameluco había colocado en las primeras líneas a soldados inexpertos para que sirvieran como muro de contención del primer ataque del ejército aliado, y apenas sabían defenderse de los mandobles que repartían los templarios.
—¡Por Acre, por Acre, por nuestros hermanos caídos en Acre! —gritaba Molay conforme iban cayendo decenas de musulmanes.
El sultán ordenó entonces el contraataque de su caballería, que se desplegó intentando rodear a los templarios; pero Ghazan advirtió la maniobra y lanzó a la caballería pesada de Armenia, que pudo evitar que fueran rodeados los templarios. Y por fin mandó atacar a los mongoles. Erguidos sobre sus pequeños caballos, los jinetes mongoles se desplegaron hacia las alas del ejército mameluco disparando sus potentes arcos de doble curva.
Durante todo el día se combatió en grupos, con maniobras tácticas de los escuadrones de caballería que se desplazaban intentando obtener superioridad sobre el enemigo, rodearlo y aniquilarlo. Entretanto, los templarios seguían firmes en el centro de la batalla, sumidos en un cenagal de barro rojizo provocado por la sangre de los caídos.
Los caballos de los templarios habían sido entrenados para utilizar sus pezuñas delanteras como verdaderas mazas de combate. Cuando era necesario, un jinete del Temple podía ordenar a su caballo, mediante un movimiento de las riendas, que se alzase sobre los cuartos traseros y pateara con los delanteros a quien tuviera enfrente en ese momento. Decenas de mamelucos cayeron ese día coceados por los corceles del Temple.
Jaime de Castelnou combatía al lado del maestre, cerca del estandarte; se mantenía siempre alerta, procurando no dejar descuidados sus flancos, y girando una y otra vez a derecha e izquierda, lanzando estocadas certeras; tras medio día de combate había despachado a no menos de treinta mamelucos y había herido a otros tantos.