El caballero del templo (38 page)

Read El caballero del templo Online

Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero del templo
5.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

Cuando regresó al dormitorio y se acostó tras la primera de las oraciones del día, no pudo conciliar el sueño. Una fuerza interior poderosa e irresistible le empujaba a salir de aquella enorme sala donde dormían sus hermanos templarios. Al amanecer se cumpliría el día 13, la fecha en la que estaba convencido de que algo terrible iba a sucederle al Temple, y esa obsesión no le permitía conciliar el sueño.

Con sumo cuidado se incorporó de su catre y cogió su capa; en ese momento recordó que bajo su colchón estaba oculto el Santo Grial. Metió la mano bajo el colchón y palpó con cuidado la zona donde lo había colocado hasta encontrarlo; después lo guardó bajo su capa y salió del dormitorio. Un hermano sargento que hacía guardia en la puerta se limitó a saludarlo con un leve movimiento de cabeza. Tal vez creyó que el hermano Castelnou no había podido aguantar sus necesidades y se dirigía a satisfacer la natural demanda del cuerpo.

Jaime salió al gran patio de la casa del Temple de París y contempló de nuevo el oscuro cielo encapotado de nubes tan oscuras y negras que parecían el presagio de una terrible calamidad; el enorme torreón se perfilaba sobre el cielo de la madrugada como un gigante inmóvil, en tanto a través de las ventanas del dormitorio y de la iglesia podían intuirse las tenues luces de los velones que le conferían una discreta luminosidad ambarina.

La noche parecía tranquila. Inquieto, subió por una escalera hasta lo alto de los muros y se sentó junto a las almenas, oteando las calles que rodeaban la encomienda. Sacó el Grial y acarició la piedra tan bien pulida. Cuando, algo más sosegado, estaba a punto de regresar al dormitorio oyó unos ruidos al otro lado de los muros. En un primer momento pensó que podrían provenir de parisinos que se dirigían a sus talleres para comenzar la jornada de trabajo y no les dio mayor importancia, pero de pronto cayó en la cuenta de que faltaban todavía algunas horas para el amanecer. Se asomó por las almenas y, en la casi absoluta oscuridad, pudo atisbar varias sombras que se movían con rapidez hacia la puerta del convento y el reflejo metálico de las espadas que portaban en las manos. Con presteza se ocultó para no ser visto y se asomó de nuevo, ahora con sumo cuidado, a fin de ver qué estaba ocurriendo.

Y en un instante pasó por su cabeza todo cuanto había temido. Aquellos tipos eran sin duda los soldados a los que se había citado para que estuvieran prestos a intervenir el día 13 de octubre, y estaba claro que su objetivo eran los templarios. Agachado para no ser visto se dirigió hacia la escalera y bajó deprisa los peldaños pero con cuidado para no tropezar debido a la falta de luz. Cuando alcanzó el patio y se dirigió hacia el dormitorio para alertar a sus hermanos templarios, observó que varios hombres armados con lanzas, espadas y escudos ya se encontraban allí, y se aprestaban junto a la puerta. Varias antorchas se encendieron a la vez y aquellos hombres entraron en el dormitorio gritando a los sorprendidos templarios que se levantaran y que no temieran nada, que eran hombres del rey y que estaban allí para protegerlos.

Castelnou se ocultó tras un montón de piedras procedentes del taller en el que unos canteros estaban trabajando para la construcción de una nueva sacristía para la iglesia. Intentando no ser descubierto, Jaime se asomó con sigilo para ver cómo sus hermanos eran sacados del dormitorio y colocados, todavía somnolientos, agrupados en el centro del patio, rodeados de soldados bien armados que habían formado un círculo para que nadie pudiera escapar de allí.

—¿Cuántos templarios habitáis en este convento? —preguntó el que parecía dirigir aquella tropa.

El maestre Molay dio un paso al frente.

—¿Quién lo pregunta?

—El rey don Felipe de Francia —respondió el capitán.

—Vos no sois el rey.

—Actúo en su nombre.

—¿Qué os trae para interrumpir de esta manera la regla de nuestra Orden?

—Imagino que vos sois el maestre Jacques de Molay, ¿me equivoco?

—En efecto, lo soy, y creo que nos debéis una explicación.

—Yo sólo cumplo órdenes de su majestad. Aquí está el decreto real por el que se nos ordena que en el día de hoy, 13 de octubre del año del Señor de 1307, sean detenidos todos los templarios de este reino.

—¿Por qué causa?

—Por vuestros crímenes. Se os acusa de cometer pecado de orgullo, de ser avaros, de crueldad, de celebrar ceremonias degradantes para los buenos cristianos, de proferir blasfemias, de practicar ritos paganos, de rendir culto a los ídolos y de sodomía. ¿Queréis que siga?

—¡Qué!, ¿quién es capaz de acusarnos de semejantes falsedades?

—Su majestad el rey y su canciller, don Guillermo de Nogaret, en su nombre.

Desde su escondite, apenas a treinta pasos del círculo de soldados, Castelnou podía escuchar toda la conversación; maldijo el que sus temores se hubieran confirmado e intentó pensar alguna solución rápida para salir de aquella situación.

Con el patio iluminado por las antorchas de los soldados, cualquier movimiento brusco para huir sería detectado de inmediato; algunos de los soldados portaban ballestas y, aunque consiguiera ganar unos metros a causa de la sorpresa, estaba convencido de que los soldados iban en serio y era probable que incluso tuvieran instrucciones para matar en caso de resistencia.

Desde luego, y aunque lo había supuesto y lo estaba viendo con sus propios ojos, Castelnou apenas podía creerlo. Ante su mirada atónita, los soldados del rey de la cristianísima Francia estaban apresando a los templarios sin que ninguno de ellos opusiera la menor resistencia. Y es que aquellos monjes-guerreros habían sido entrenados para combatir contra los sarracenos, contra los seguidores del malvado Mahoma, y no sabían hacer otra cosa. Todo aquello estaba ocurriendo sin que el maestre hubiera puesto remedio alguno pese a las advertencias de que algo similar podía ocurrir. Las voces que se habían alzado para estar preparados para una situación como aquélla no habían sido escuchadas, y ahora se pagaban las consecuencias de aquella insensata falta de previsión.

—¡Contestad!, ¿cuántos templarios sois en este convento? —preguntó de nuevo el capitán del grupo de soldados.

—Contadnos vos mismo, si es que sabéis hacerlo; aquí estamos todos.

El soldado se mostró confuso. Estaba claro que no quería aparecer a los ojos de sus subordinados como un ignorante.

—Está bien, parece que aquí están todos, de modo que daos por presos del señor rey don Felipe de Francia. Os conduciremos a las cárceles para que allí esperéis el momento del juicio.

Jaime de Castelnou se arrastró entre la oscuridad y las sombras que provocaban las antorchas hasta alcanzar uno de los edificios, donde se guardaban las armas de los templarios, pero se encontró cerrada la gruesa puerta de madera. Tenía que pensar rápido y sobre todo evitar ser sorprendido. Entretanto, los soldados estaban revisando uno a uno todos los edificios del convento. Si se encontraban una puerta cerrada, no aguardaban a que alguien viniera con la llave y la echaban abajo sin contemplaciones. Ni siquiera la de la iglesia fue respetada.

—¿Dónde está el tesoro, malditos hijos del demonio, dónde lo habéis escondido?

El capitán preguntaba a los templarios chillando como un poseso sobre el que se creía mayor tesoro de la cristiandad.

—No poseemos otra cosa que lo que hayáis podido ver —respondió Molay con serenidad.

—Eso no es cierto; todo el mundo sabe que el Temple es enormemente rico, y aquí sólo hay unos pocos miles de libras.

—Pues eso es todo cuanto en dinero posee nuestra Orden aquí en París —asentó Molay.

La primera claridad que anuncia el día comenzaba a iluminar el horizonte oriental. Los soldados iban y venían de uno a otro edificio, amontonando en el centro del patio, junto a los templarios, cuanto de valor iban requisando.

—¿Dónde está el tesoro, maldita sea, dónde está?

El capitán maldecía a los templarios cada vez que sus soldados acudían con algún objeto valioso, pero sin que aparecieran por ninguna parte las deslumbrantes riquezas que se les atribuían.

—¿Dónde está el oro, el oro? —demandó el capitán a gritos, ante el rostro del maestre.

—Gastado en Tierra Santa, en la construcción de castillos y fortalezas, en el rescate de cristianos, en la defensa de nuestra fe.

—¿Me tomáis el pelo?

—En absoluto.

—Tiene que estar en alguna parte; y más vale que confeséis dónde se oculta, porque mi señor Nogaret no va a ser tan caritativo.

—No hay nada más; cuanto posee nuestra encomienda de París lo tenéis aquí.

Molay señaló el montón de objetos de valor y de bolsas de monedas que los soldados habían ido sacando hasta el patio. El capitán parecía desesperado; Nogaret le había dicho que tras los muros de la casa del Temple se almacenaban riquezas sin cuento y que allí estaba custodiado el mayor tesoro jamás concentrado por hombres algunos, y por el momento sólo había encontrado unos pocos miles de libras.

Oculto tras una puerta en la sala capitular, a la que había llegado aprovechando el revuelo que se había formado cuando unos soldados encontraron varias cajas llenas de monedas de plata, Castelnou oyó acercarse a uno de los soldados. A través de una rendija vio que iba solo, y aunque colgaba una espada de su cinto, parecía descuidado. En cuanto el soldado entró en la sala, el templario no lo dudó y le golpeó con fuerza con un pedazo de madera justo en lo alto de la espalda, en el lugar donde acababa la protección del casco. El soldado se plegó como un pesado fardo, sin emitir un solo sonido. Castelnou se apresuró a sostenerlo para que no cayera al suelo de golpe y el ruido pudiera alertar a los demás. Con suma rapidez le quitó la sobreveste y el casco y se los colocó él mismo. Después arrastró el cuerpo y lo ocultó bajo uno de los bancos de la sala, de manera que para descubrirlo fuera necesario agacharse y mirar debajo de los asientos de los templarios.

Con decisión y vestido con la ropa y el yelmo del soldado, salió al exterior y se cruzó con varios de sus compañeros que lo ignoraron por completo. Una vez en el patio avanzó por uno de los lados hacia la puerta del convento, procurando no llamar la atención de nadie. Instantes después estaba fuera de la casa del Temple de París, tras cuyos muros resplandecía fantasmagórico el fuego de las antorchas. Se despojó de las ropas del soldado, que arrojó por encima de unas tapias, y salió corriendo hacia la posada de La Torre de Plata, donde esperaba disponer de alojamiento; ya lo conocían, de modo que no sería difícil hacerse pasar de nuevo por embajador del rey de Aragón.

Capítulo
VIII

T
uvo que esperar oculto por las callejuelas de los alrededores de la catedral hasta que amaneció y la ciudad recuperó la vitalidad callejera que perdía al ponerse el sol. Durante el día París era un verdadero trajín de gentes que iban y venían sin que nadie supiera adonde y de dónde, pero en cuanto caía la noche las calles quedaban desiertas y sólo se atrevían a transitarlas grupos de jóvenes en busca de diversión violenta que formaban grupos llamados charivaris que de vez en cuando asaltaban la casa de una joven viuda para violarla. Las autoridades de la ciudad solían consentir este tipo de actos en los que la energía juvenil se derramaba, evitando que se cebara en otros ámbitos.

Mezclado al fin con la vorágine de gentes que atestaron las calles al poco de amanecer, llegó a La Torre de Plata. La posaba estaba abierta y algunos huéspedes daban cuenta de un suculento desayuno con pan horneado, tajadas de tocino ahumado, queso curado y cerveza.

En la calle el atuendo de Jaime, la camisa larga que usaban los templarios para dormir y los calzones, había pasado desapercibida, tal vez confundido con uno más del ejército de menesterosos que vagaban de convento en convento en busca de un pedazo de pan o de un vestido viejo, pero para hospedarse en la mejor posada de la ciudad su aspecto no era precisamente el más adecuado.

El posadero estaba a punto de echarlo a patadas cuando Jaime de Castelnou se identificó ante él como Jaime de Ampurias, consejero áulico y embajador del rey de Aragón.

—¿Sois vos, en verdad que sois vos? Jamás os hubiera reconocido con esa ropa. Pero decidme, ¿qué os ha pasado, señor?

—Se trata de una larga historia que no creeríais. Necesito vuestra comprensión y vuestra ayuda. He sido atracado por unos ladrones que robaron todas mis pertenencias hace un par de días. Fue en el camino de Chartres a París, y desde entonces he sobrevivido de milagro. Os ruego que me fiéis cama y comida hasta que pueda recibir fondos de mi señor el rey de Aragón.

El posadero frunció el ceño y se atusó el bigote.

—Bueno, me pagasteis bien en la anterior ocasión. ¿Cuánto tiempo tardaréis en recibir esos fondos?

—En cuanto pueda comunicarme con mi señor el rey.

—Podéis pedir prestado entre tanto a uno de esos cambistas del mercado, o a la Orden del Temple…

—Si me fiáis dos semanas, os daré una moneda por cada diez que me adelantéis.

—Eso está bien, pero si no me pagáis en tres semanas, serán dos monedas por cada diez.

—De acuerdo. Y ahora…

—¡Ah!, claro, desearéis instalaros. Acompañadme, os daré una de las mejores estancias.

Ya en la soledad de la habitación de la posada, Jaime de Castelnou intentó serenarse. Las últimas horas habían sido demasiado intensas. Había presenciado la detención de los templarios de París, había escapado del convento tras golpear a uno de los soldados del rey, se había escondido por las calles y había llegado a La Torre de Plata donde se encontraba sin ropa adecuada, sin dinero y probablemente con decenas de soldados buscándolo por toda la ciudad. Sólo tenía dos alternativas, o entregarse a los hombres de Nogaret, compartir su suerte con la de sus hermanos templarios y entregar su destino a las manos del canciller real, o tratar de huir…, pero ¿adonde?

Supuso que la redada contra los templarios habría sido general en todas las encomiendas del reino de Francia, y que por tanto no podría buscar refugio ni amparo en ninguna de ellas, e incluso es probable que detrás de ese plan estuviera el mismísimo papa y que todas las encomiendas del Temple en toda la cristiandad hubieran sido intervenidas esa fatídica noche de octubre, en cuyo caso no tendría ningún lugar al que poder acudir en ninguna parte.

Desde luego, tras conocer a Nogaret estaba convencido de que de aquel individuo no podía esperarse ningún gesto de condescendencia y que si en sus manos estaba la suerte del Temple, como así parecía, el futuro de la Orden no era precisamente halagüeño.

Other books

Turn It Up by Inez Kelley
Axiomatic by Greg Egan
Heaven and Hell by Kenneth Zeigler
Love in Maine by Connie Falconeri
Facing the Music by Andrea Laurence
The Underground City by H. P. Mallory
Thus Was Adonis Murdered by Sarah Caudwell