—De eso quería precisamente hablaros. Ya no soy embajador de don Jaime.
—¿Qué os ha ocurrido?
—Tuve ciertas desavenencias con su majestad. No aceptó mi fracaso diplomático de hace unos meses. Mi situación en la corte se complicó y no me quedó más remedio que huir de Barcelona. En realidad, estoy aquí buscando refugio y asilo, y así lo quería solicitar al canciller.
—No esperaba esto; hablaré con el canciller, tal vez pueda hacer algo por vos.
—Tengo información que quizás os interese. Recordad que he sido oficial en la corte de don Jaime.
—Nunca os hubiera catalogado como un traidor.
—No lo soy, pero debo sobrevivir.
—Lo entiendo. Acompañadme.
Los dos salieron de la sala y recorrieron varios pasillos y salones hasta que alcanzaron el gabinete del canciller, a cuya puerta había varios soldados, ujieres, criados y oficiales. El secretario del canciller se acercó a Villeneuve, y éste le susurró algo al oído.
—Pasad, pasad, creo que don Guillermo os recibirá ahora mismo.
Guillermo de Nogaret, canciller del reino de Francia, estaba de pie, en medio de una amplia sala en una de cuyas paredes se abría una gran chimenea en la que crepitaban varios leños mientras el fuego los consumía lentamente.
El secretario se acercó hasta el canciller, habló unos instantes con él y le señaló a los recién llegados.
—Don Jaime de Ampurias, me alegro de volver a veros. Ya perdonaréis este desorden, pero han pasado cosas muy importantes en los últimos días —dijo Nogaret a la vez que saludaba a Castelnou.
—Sí, ya me he enterado de vuestra acción contra los templarios. Habéis sido muy audaz.
—Era imprescindible; esos caballeros blancos se habían convertido en una grave amenaza para Francia y para toda la cristiandad. Ahora mismo estamos redactando una serie de cartas para enviar a todos los soberanos cristianos para que hagan lo mismo en sus dominios, aunque por lo que me ha dicho mi secretario no podré pediros que se lo transmitáis al rey de Aragón, pues habéis perdido sus favores.
—Digamos mejor que he decidido cambiar de aires. Os ofrezco toda la información que conozco.
—¿A cambio de qué?
—De dinero, claro, y de ayuda para no caer en manos del rey don Jaime.
—¿Qué tipo de información tenéis?
—Castillos y fortalezas del rey de Aragón, sus guarniciones, la marina real, sus puertos, número de galeras, pactos y acuerdos secretos…, y además, noticias del Temple.
—¿Qué sabéis vos del Temple?
—Antes, necesito contar con vuestro auxilio; tuve que huir precipitadamente de Barcelona y no tengo dinero ni para pagar mi deuda en La Torre de Plata.
—Para no disponer de dinero, no habéis elegido mal lugar para hospedaros en París.
—Ya estuve allí cuando vine a veros como embajador de Aragón.
—Mi tesorero os proporcionará unas cuantas libras para que no tengáis problemas. Más adelante hablaremos despacio, ahora estoy demasiado ocupado. Encargaos vos de que le entreguen diez libras de plata a don Jaime —ordenó Nogaret a Villeneuve.
E
l día 24 de octubre comenzaron los interrogatorios; el primero de los templarios que compareció ante el tribunal nombrado por Nogaret fue el propio maestre Molay. Durante la sesión de preguntas estuvieron presentes varios maestros de la Universidad de París. El rey Felipe el Hermoso había dado órdenes tajantes a su canciller para que todo aquel proceso tuviera un aspecto de incuestionable legalidad.
Tres días después se recibió en el palacio real una carta del papa Clemente V. El sumo pontífice se mostraba aparentemente indignado por la acción del rey de Francia y protestaba con energía sobre la detención de los templarios en ese reino a la vez que denominaba al Temple el verdadero ejército de la Iglesia.
En la cancillería, a donde se desplazaba todos los días, Castelnou fue informado por Villeneuve de esa carta.
—¿No teme el rey que el papa lo excomulgue, o que coloque su reino bajo interdicto? Por lo que me habéis contado, esa carta es muy dura.
—¿Juráis guardarme un secreto? —le preguntó Villeneuve, bajando la voz a pesar de que en la sala de la cancillería donde se encontraban estaban ellos dos solos.
—Claro. Sabéis que soy una tumba.
—El papa Clemente lo sabía todo y ha estado de acuerdo con la intervención que hemos llevado a cabo contra el Temple. Esta carta es una impostura. Está todo previsto. Acordamos con su santidad que, una vez detenidos los templarios, él se mostraría indignado y ofendido, y que protestaría mediante una carta ante el rey de Francia, pero nada más. La Iglesia atraviesa momentos muy delicados, como bien sabréis, y nuestro rey don Felipe es su único sostén. Si le retirara su apoyo, Clemente V no duraría ni una semana en el solio de San Pedro. Ya veréis, todo se quedará en esa protesta formal, pero después el papa aceptará cuanto el rey proponga.
—Pero el Temple depende directamente del papa…
—Bueno, las acusaciones son tan terribles que el propio pontífice admitirá que los templarios tienen que desaparecer.
—Entonces, el plan consiste en suprimir la Orden del Temple —supuso Jaime.
—En efecto. Así se decidió hace casi dos años, y hasta ahora el plan se ha cumplido con precisión. Fue el rey quien lo ideó y Nogaret quien lo ejecutó; brillante, ¿no os parece?
—Muy brillante, en efecto.
—Hubo que atraer al maestre Molay desde Chipre hasta Francia con argucias diplomáticas, infiltrar a alguno de nuestros agentes en la Orden y llevarlo todo en sigilo para que los templarios no sospecharan lo que se les avecinaba. En ese momento aparecisteis vos proponiendo un tratado entre Francia y Aragón, y Nogaret, entonces consejero real, no os hizo el menor caso porque, como bien comprenderéis, estaba metido de lleno en la ejecución de este plan.
—Sorprendente. Lo que no entiendo es cómo los templarios no se enteraron de nada. Sé muy bien que disponen de espías e informantes en todas partes. Me extraña que el maestre Molay no llegara siquiera a sospechar lo que ocurría.
—Tuvimos mucho cuidado en que nadie se fuera de la lengua, y os aseguro que hubo que cortar algunas. Además, entre los templarios más próximos al maestre hay varios agentes reales.
Al oír aquellas palabras del vicecanciller, Castelnou se mostró inquieto. Si Villeneuve estaba diciendo la verdad, alguno de los hermanos era un traidor, y lógicamente quedaría libre, lo reconocería y su engaño quedaría al descubierto.
Pese a que su siguiente pregunta podía despertar sospechas, no tuvo más remedio que hacerla:
—¿Esos agentes reales infiltrados, están libres?
—No, claro que no. Han sido apresados con los demás templarios. Su trabajo no ha terminado todavía, tienen que aparentar que siguen siendo caballeros de la Orden, pues en caso contrario todo nuestro plan podría venirse abajo.
En ese momento el canciller Guillermo de Nogaret entró en la sala hecho una furia.
—¡Ni el tesoro fabuloso, ni los ídolos satánicos, ni un solo documento comprometedor! Hemos registrado hasta debajo de las piedras todas y cada una de las encomiendas, hasta hemos excavado algunas tumbas en el cementerio de los templarios en el convento de París, y no hemos encontrado nada, ¡nada!
»Acabo de informar en palacio a su majestad y se ha sentido tremendamente frustrado. Ni una sola prueba para ratificar nuestras acusaciones, me oís Villeneuve, ¡ni una sola!
Nogaret parecía fuera de sí, tanto que tardó unos instantes en apercibirse de la presencia de Castelnou.
—Pero Hugo nos aseguró que al menos el Santo Grial estaba en París —intentó justificarse el vicecanciller.
Al oír el nombre de Hugo, Jaime de Castelnou sintió una punzada en su estómago. Ese Hugo no podría ser otro que el joven templario Hugo de Bon, el mismo que había acudido a Chipre con aquella carta del comendador del convento de París que provocó el viaje del maestre a Francia, el mismo que había transmitido sus informes a Molay, el mismo que se había mostrado tan entusiasta de la propuesta del maestre de solicitar del papa el inicio de una investigación sobre los rumores que pesaban sobre el Temple.
Entonces lo vio claro y entendió todo. Hugo de Bon era el traidor infiltrado, o al menos uno de ellos. Con dificultad, y haciendo uso de toda su experiencia en situaciones extremas, Castelnou pudo mantener la calma.
—¡Ah!, estáis aquí, don Jaime. Me alegro, ha llegado el momento de que me contéis cuanto sepáis del Temple. Os escucho.
—Por lo que acabo de oír de vuestra propia boca, no tenéis pruebas para sostener las acusaciones contra los templarios. Esta situación puede ser un grave problema para vos.
—Así es. El rey quiere pruebas contundentes, irrefutables; y las tendrá. Si no las encontramos, las fabricaremos, pero decidme, ¿qué sabéis de esos caballeros del demonio?
—Que no existe ningún tesoro. —Castelnou improvisó sobre la marcha—. Hace tres años viajé hasta Chipre en misión secreta para el rey don Jaime de Aragón. Como bien sabéis, mi antiguo señor desea imponer su dominio en todo el Mediterráneo, y para ello necesita controlar las islas, desde Mallorca, ahora en manos de una rama secundaria de su dinastía, hasta Chipre. Fui allí para ofrecer a los templarios un gran acuerdo. Si ellos le entregaban Chipre, el rey don Jaime les prestaría ayuda para recuperar Jerusalén y para crear un principado propio en Palestina. Don Jaime sería coronado como rey de Jerusalén, y los templarios administrarían el nuevo reino en su nombre, pero con total autonomía.
«Durante mi estancia en la isla viajé hasta la ciudad de Nicosia, donde ahora se encuentra la casa central del Temple; allí me mostraron sus reliquias y pude ver su tesoro. Creedme, sólo había unos cuantos miles de libras, algunos objetos valiosos y reliquias, muchas reliquias.
—¿Visteis el Santo Grial? —preguntó Nogaret.
—Me enseñaron un cofre y me dijeron que guardaba ese santo cáliz, pero no llegué a verlo. Creo que se trataba de un engaño.
—No puedo creerlo. Durante doscientos años han acumulado propiedades, rentas, oro, plata, joyas…, todo ese tesoro tiene que estar escondido en algún lugar.
—No, canciller, no existe tal tesoro. Yo supuse lo mismo que vos, pero me convencí de que no había tal cuando me explicaron la enorme cantidad de castillos y fortalezas que habían construido en Tierra Santa, los miles de caballos comprados y después muertos o capturados en las guerras contra los sarracenos; sólo en la batalla de Hattin, de la que habréis oído hablar, se perdieron más de trescientos caballos y caballeros y buena parte del tesoro templario acumulado hasta entonces. ¿Sabéis cuánto costó levantar la Bóveda de Acre, o el castillo Peregrino?, cientos de miles de libras. Ahí está el tesoro de los templarios, enterrado en las ruinas de Tierra Santa.
—¿Y sobre la abjuración de Dios, de Cristo, de la Virgen y de los santos a la que se obligaba a los neófitos para entrar en la Orden, qué podéis decirme?
—Que durante mi estancia en Chipre jamás presencié nada de eso. Pero si tenéis infiltrados en ella podréis preguntarles, sabrán mucho más que yo.
—Sabemos que adoran a ídolos —asentó Nogaret.
—En una ocasión presencié una escena que podía parecerlo, pero no había nada de eso. Unos templarios veteranos construyeron una especie de cabeza monstruosa con pelos de caballo y dientes de jabalí, y la enseñaron a unos novicios para amedrentarlos. Se trató de una chanza. Me dijeron que a los jóvenes que ingresan en el Temple suelen gastarles este tipo de bromas para poner a prueba su serenidad y su valor.
—Les obligan a blasfemar.
—Se trata de otra prueba. Tras la ceremonia de entrada en la Orden, a veces se pide a los caballeros recién admitidos que escupan sobre la cruz, y con ello se fuerza su fe al límite. Si lo hacen, son inmediatamente expulsados. Pero os aseguro que no vi jamás a ninguno de los templarios hacer gestos obscenos o proferir blasfemias.
—Pese a lo que os he oído decir sobre los templarios en alguna otra ocasión, de vuestras palabras deduzco que esos caballeros de blanco no os desagradan del todo; seríais un buen defensor en el proceso que estamos incoando contra ellos.
Castelnou se dio cuenta de que se había dejado llevar por su espíritu templario, y de que Nogaret comenzaba a sospechar algo. Entonces decidió cambiar de táctica.
—Sois tan inteligente como imaginaba. He tratado de defender a esos templarios utilizando argumentos que se derivan de la falta de pruebas a la que habéis aludido, y os habéis dado cuenta enseguida. Os felicito.
Nogaret era astuto, pero todavía era más soberbio y presuntuoso, y entendió las palabras de Castelnou como un reconocimiento a su superioridad dialéctica.
—Habrá que buscar una solución; don Felipe quiere pruebas, y enseguida. ¿Se os ocurre algo, don Jaime?
—¿¡Cómo!?
—Los templarios sólo obedecen al papa. El de obediencia es uno de sus votos sagrados. Sabemos que el rey don Felipe ejerce una gran influencia sobre el papa Clemente, de modo que su intervención resultará clave en todo este proceso. Si su santidad ratifica las acusaciones del rey, los templarios están definitivamente perdidos.
—Lo están de todos modos, don Jaime, pero acertáis en eso, una condena del papa nos dejaría con las manos limpias y nos otorgaría toda la razón.
—¿Habéis hablado con él?
—Por supuesto; Clemente V estaba al corriente de toda la operación. Conocía que íbamos a intervenir en las encomiendas templarias —confesó Nogaret.
—Y en ese caso, ¿por qué no ha emitido una condena tajante contra el Temple?
—Porque necesita alguna prueba contundente e incontestable. Clemente es un cobarde, y aunque jamás se enfrentará a don Felipe, no en vano sabe que su solio depende de nuestro rey, no le interesa que otros monarcas de la cristiandad lo consideren como un mero agente de Francia. Ya sabéis que hay un enorme malestar por la manera en que intervenimos en su elección como sumo pontífice, de modo que no podemos forzar demasiado las cosas porque podría producirse un cisma en la cristiandad. Debemos actuar con sumo cuidado y sigilo, o en caso contrario Aragón, Inglaterra, Venecia y algunos otros Estados podrían negar la legitimidad de Clemente V y provocar un terrible cisma en la Iglesia, lo que sería muy perjudicial para los intereses de Francia.
—Por lo que veo, canciller, no tenéis una sola prueba que sea definitiva contra los templarios —dijo Jaime de Castelnou.