El caballero del templo (43 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero del templo
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El canciller de Francia había dictado una orden de captura contra Castelnou, pero tras varias semanas de búsqueda infructuosa decidió que no merecía la pena realizar más esfuerzos para localizar al templario fugitivo. No obstante, encargó a Hugo de Bon, el traidor, que no olvidara el asunto y que estuviera alerta por si alguna vez Castelnou volvía a cruzarse en su camino.

Mediado el año del Señor de 1308, Nogaret había recuperado la plena confianza del rey. En el mes de mayo, el rey Felipe el Hermoso había convocado una asamblea de los Estados Generales de Francia que debía celebrarse en la ciudad de Tours. A fines de ese mes se entrevistó en Poitiers con el papa Clemente, y en ese encuentro ambos pactaron que a partir de ese momento el papado sería quien encabezaría el proceso contra los templarios, que quedaban bajo custodia de la Iglesia. El maestre Molay, que seguía preso en París, sería trasladado al castillo de Chinon, cerca de Tours, donde sería custodiado y donde continuarían los interrogatorios.

Si alguna esperanza quedaba a los templarios de los demás reinos y Estados de la cristiandad de mantener sus posesiones y de que sus soberanos no imitaran lo que había hecho Felipe IV en Francia, lo pactado en Poitiers acabó con ella. Hasta ese verano, los monarcas más poderosos de Occidente, como Jaime de Aragón o Eduardo de Inglaterra, se habían negado a detener y a juzgar a los templarios de sus dominios. Pero ahora la situación era muy distinta: ya no se trataba de un capricho o de una maniobra política del rey de Francia, ahora era el mismísimo papa quien decretaba abrir el proceso contra todos los templarios de todos los países cristianos.

En bulas papales emitidas en el mes de agosto se ordenaba a los obispos de todas las diócesis cristianas que crearan en sus respectivas diócesis comisiones con la finalidad de interrogar a los templarios de su jurisdicción eclesiástica, nombrando para ello a dos canónigos, dos dominicos, dos franciscanos y presididas por el propio obispo. Conforme esas órdenes fueron llegando a todas las diócesis, los templarios de cada reino respondieron de manera desigual.

Los templarios de Chipre, acostumbrados a luchar en Tierra Santa contra los musulmanes y a defender a los peregrinos cristianos, se entregaron sin la menor resistencia, pero los templarios de los reinos y Estados del rey de Aragón se refugiaron en sus fortalezas, se aprovisionaron de cuanto pudieron y se dispusieron a defenderse en ellas.

La cara de Moncada mostraba un rictus serio y Jaime, que regresó al castillo tras haber acudido a una de las aldeas de la baronía para recaudar unas rentas, se dio cuenta enseguida de que algo grave estaba ocurriendo. Bajó del caballo y saludó a su señor.

—Los campesinos dicen que sus cosechas son cada año más menguadas, y que no pueden seguir pagando las mismas rentas, o pasarán hambre —dijo Castelnou.

—Todos los años lo mismo; esos labriegos no hacen sino lamentarse.

—Tal vez tengan razón.

—No. Seguro que ocultan trigo, aceite y vino en sus cabañas, o en cuevas en el bosque. ¿Habéis mirado bien?

—Sí, claro que sí; y además vuestro administrador lleva un control muy exhaustivo de cuanto se produce en esta baronía. Es difícil que se le escape algo. Pero no creo que el gesto de vuestro rostro se deba a la actitud de esos campesinos.

—No, claro que no. Se trata de algo más grave que os atañe a vos, Jaime.

—Decidme.

—Nuestro señor el rey don Jaime ha prohibido a todos sus vasallos que ofrezcan ayuda a los templarios de sus reinos.

—Creo que no la necesitan. Los conozco bien y saben cuidarse solos.

—Pero no es todo. Como sabéis, los templarios de estos reinos se han refugiado en sus fortalezas, y hasta ahora el rey don Jaime, aunque les había conminado a entregarse, apenas había hecho nada contra ellos, pero ahora ha decidido que ya es hora de acabar con esa situación y ha movilizado a varias milicias concejiles y a tropas de la nobleza. El conde de Ampurias tiene que aportar varios caballeros, y me ha pedido que acuda con todos mis hombres contra los templarios, y eso os incluye a vos.

—Pero don Jaime rechazó la petición del rey de Francia de detener a los templarios, e incluso alegó que su comportamiento era ejemplar y que siempre habían servido a la Iglesia y a la cristiandad.

—Eso fue hace meses; pero desde que la Iglesia ha tomado las riendas del proceso y el papa ha ordenado apresar a todos los caballeros blancos, las cosas han cambiado. Nuestro rey no puede provocar un desaire al papa; si lo hiciera así, Clemente podría emitir un interdicto contra el rey de Aragón, despojarle de sus reinos y excomulgarlo. Y si eso ocurriera, Francia tendría una excusa perfecta para reclamar el Rosellón y la Cerdaña, y quién sabe si el mismísimo condado de Barcelona, sobre el que los reyes de Francia siguen considerando que tienen derechos a su dominio desde los tiempos del emperador Carlomagno. La mayoría de los templarios se ha rendido ya, y casi todos sus castillos y fortalezas están bajo dominio real, pero quedan algunos por entregarse, especialmente el de Monzón, en el reino de Aragón, el más importante. Tenemos que acudir allí; el rey ha encomendado la dirección de las operaciones militares contra la fortaleza templaria de Monzón a don Alfonso de Castelnou, un oficial real que gobierna la sobrejuntería de Huesca. Ambos lleváis el mismo apellido. ¿Lo conocéis?

—No. No sé quién es.

—Tal vez seáis familia.

—Castelnou es un apellido muy frecuente en las tierras del Pirineo.

—¿Os atreveréis a luchar contra vuestros antiguos hermanos templarios? —le preguntó de pronto Moncada.

—Os juré auxilio y ayuda.

—También jurasteis guardar la regla del Temple.

—Eso ocurrió hace ya mucho tiempo, demasiado.

—En ese caso, espero que no tengáis ninguna duda si llega el momento de atravesar con vuestra espada el corazón de uno de esos templarios.

* * *

El viaje de cinco días hasta Monzón lo hizo Castelnou en silencio. Cabalgaba a lomos de su caballo como lo hiciera cuando profesaba en la Orden del Temple: taciturno, erguido sobre su silla de montar, con la cabeza recta y el mentón ligeramente levantado, en esa pose orgullosa y solemne que mostraban los caballeros templarios cada vez que salían de sus encomiendas para realizar una patrulla.

La comitiva guerrera la encabezaba el barón, escoltado por dos portaestandartes, uno con el pendón del conde de Ampurias y otro con el del linaje de los Moncada, y tras él formaban veinte caballeros, todos los suyos y doce más del conde de Ampurias, varios escuderos y criados y dos carretas cargadas de víveres y enseres de guerra.

Al llegar a Monzón, Jaime contempló la formidable fortaleza templaria. El poderosísimo castillo se alzaba en lo alto de un escarpado cerro de laderas terrosas casi verticales. Era muy amplio y estaba fuertemente murado. En su interior sintió un cierto alivio; si los templarios encerrados en el castillo decidían resistir y tenían víveres suficientes para soportar el asedio de los sitiadores, podrían aguantar varios meses allá arriba, tal vez podrían aguantar hasta que alguien con cordura y poder para hacerlo decidiera poner fin a semejante despropósito desencadenado por el rey de Francia y secundado por el papa.

El castillo estaba rodeado por varios campamentos, el más cercano estaba al lado mismo de la villa de Monzón, cuyos vecinos seguían realizando sus actividades cotidianas como si aquel asedio no fuera con ellos.

Alfonso de Castelnou, el sobrejuntero de Huesca y oficial real al mando del ejército sitiador, recibió a los hombres de Ampurias en su tienda de mando.

—Sed bienvenidos a Monzón, señores. Como habréis podido observar vosotros mismos, la fortaleza del Temple es prácticamente inexpugnable. Casi todas las fortalezas templarias de los dominios de nuestro rey don Jaime o se han rendido o están a punto de hacerlo, pero Monzón resiste. Quiero poneros al corriente de cómo está la situación:

«Creemos que ahí arriba residen al menos veinte caballeros templarios, cuarenta sargentos y probablemente un centenar de escuderos y criados. Al frente de todos ellos está su comendador, Berenguer de Bellvis, lugarteniente además del maestre de la provincia templaria de Aragón, y conocemos los nombres de algunos caballeros, como Dalmau de Timor, Arnau de Banyuls y Bernat de Belliusen, además de otros que ignoramos. Todos ellos parecen soldados experimentados.

«Nosotros somos muchos más. A mis órdenes forman milicias concejiles de varias ciudades y villas de Aragón, además de la caballería nobiliaria. En los próximos días recibiremos nuevas tropas procedentes de Lérida. Hace tres días llegó don Artal de Luna con máquinas de asedio traídas de Huesca y de Zaragoza. Por supuesto, ni uno solo de esos templarios podrá escapar de la fortaleza; el problema es que nosotros tampoco podemos entrar en ella con facilidad. Hemos debatido con don Artal varias posibilidades para conquistar el castillo. Desde luego, un asalto frontal queda descartado; las laderas son casi verticales y además el terreno es arenoso y se desmorona con facilidad. Hemos sopesado la posibilidad de excavar un túnel, pero esa misma fragilidad del terreno, que lo hace fácil de horadar, provoca que sea muy inestable y habría que emplear mucho tiempo en entibar cada tramo para evitar que se derrumbara. Las máquinas de guerra de las que disponemos son capaces de lanzar algunas piedras hasta lo alto de la fortaleza, pero dada la distancia a la que habría que colocarlas y la altura a alcanzar tendríamos que lanzar proyectiles de poco peso, con lo que los daños que les causaríamos no serían demasiado importantes.

»Como veréis, la mejor estrategia es sitiar el castillo y aguardar a que esos testarudos templarios se rindan. Al menos ésa es la orden que de momento nos ha dado su majestad don Jaime.

—Perdonad, don Alfonso, ¿y la gente de Monzón, qué opina? —preguntó Moncada.

—Hasta ahora se han mostrado absolutamente indiferentes. Actúan como si este asunto no fuera con ellos. No creo que sientan el menor interés en lo que les ocurra a esos monjes soldados. Siempre han vivido a la sombra de ese castillo, y tal vez consideren que es hora de acabar con esos orgullosos templarios.

Castelnou volvió a reconocer entonces que el gran error de los caballeros del Temple había consistido en vivir al margen de la realidad que afectaba a la mayoría de la gente de su tiempo. Dedicados al servicio de Cristo, empeñados en proteger los Santos Lugares y a los peregrinos a Tierra Santa, se habían separado de su verdadera misión, y sobre todo se habían alejado de los sentimientos de la gente. Habían querido emular la vida de Cristo, pero sólo habían logrado alcanzar la indiferencia cuando no el rechazo de los cristianos. Eran hombres del pasado viviendo en un tiempo que para ellos se estaba acabando, y nada parecía indicar que fueran a cambiar demasiado las cosas. En su corazón sólo había lugar para la desesperanza. Había entregado su vida, toda su vida, al Temple, había luchado por los ideales que le habían inculcado en la Orden y ahora empezaba a dudar de si su esfuerzo había servido para algo. Se sentía vacío, como si alguien le hubiera robado el alma.

—¿Tenéis órdenes precisas de su majestad? —preguntó Moncada.

—Dispongo de instrucciones generales. Don Jaime no quiere que haya derramamiento de sangre. Espera que los templarios se entreguen sin luchar, y me ha pedido que tenga paciencia, mucha paciencia. Por las noticias que nos están llegando de otras fortalezas templarias en el reino de Aragón, no está habiendo batalla, sino rendición pactada y con condiciones. Espero y deseo que los templarios de Monzón hagan lo mismo.

—¿Y si no se entregan? —preguntó Jaime de Castelnou.

—En ese caso, que de momento no contemplo, tendríamos que asaltar el castillo.

—¡Ah!, perdonad, don Alfonso, os presento a Jaime de Castelnou, uno de mis caballeros. Ya veis, lleva vuestro mismo apellido, tal vez seáis parientes —intervino Moncada, omitiendo que Jaime había sido caballero templario.

—No lo creo. ¿De dónde procedéis?

—Del condado de Ampurias, pero mis abuelos eran del Languedoc —respondió Jaime.

—¡El Languedoc!, los viejos vasallos del rey de Aragón. Allí murió nuestro gran rey don Pedro, luchando al lado de sus vasallos herejes. Ironías del destino, un rey apelado el Católico luchando a favor de los herejes cátaros contra las tropas del papa. ¿No os parece asombroso?

—No. Conozco casos similares. En Tierra Santa he visto aliarse a musulmanes con cristianos, a tártaros con cristianos, a griegos con alanos, y así decenas de alianzas contrarias al sentido común.

—Vaya, ¿habéis luchado en Ultramar? —le preguntó el sobrejuntero de Huesca.

—Sí; fui hasta allí a causa de unos votos, y os puedo asegurar que cualquier combinación de alianzas es posible.

—¿Conocéis tácticas de asedio de fortalezas? Por lo que he oído, en el sitio de Acre se emplearon máquinas extraordinarias. ¿Estuvisteis allí?

—Esa fue mi primera acción de guerra. Y sí, los mamelucos utilizaron muchas máquinas de asedio, sobre todo dos enormes catapultas con las que demolieron las murallas de la ciudad.

—¿Sabríais construir una de ésas?, por si esos testarudos templarios no se rinden y llegara el momento de atacar esa fortaleza.

—No, no sabría hacerlo. Vi las catapultas a lo lejos, desde lo alto de los muros de Acre, pero no pude acercarme lo suficiente como para poder descubrir su modo de funcionar. Sólo sé que eran enormes y que lanzaban los proyectiles más pesados que jamás he visto arrojar a máquina alguna.

—¡Lástima!, con unos ingenios como ésos hubiéramos conseguido que se rindieran antes.

Los templarios de Monzón se habían juramentado para no rendirse hasta que no lo hicieran todos los castillos de la Orden en el reino de Aragón. Como encomienda principal del Temple resistirían hasta que no quedara un solo castillo en sus manos.

Capítulo
XIV

Y
así ocurrió. Durante varios meses las tropas del rey de Aragón mantuvieron el asedio al castillo de Monzón, en tanto iban llegando noticias de la rendición de las demás fortalezas del reino. A lo largo del otoño de 1308 se entregaron las principales encomiendas con sus castillos. En todos los casos la rendición fue pactada. A fines de ese año, el castillo de Monzón era el único que los templarios seguían manteniendo bajo su posesión.

—Llevamos aquí varios meses y esos condenados hijos de Satanás no se entregan. O lo hacen pronto o no me quedará más remedio que abandonar el asedio, no puedo dejar desamparadas mis tierras —comentó Guillem de Moncada a finales de 1308, un día de invierno en el que la mole rojiza y ocre del castillo de Monzón se recortaba nítida en el intenso cielo azul.

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