El caballero del templo (39 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero del templo
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La redada sobre el Temple de Francia había sido un éxito absoluto. Con una precisión asombrosa, las tres mil casas y encomiendas de los templarios franceses habían sido ocupadas, intervenidas y expoliadas, y sus moradores, Unos veinte mil miembros de la Orden, detenidos sin que ninguno ofreciera la menor resistencia. De ellos, sólo quinientos cuarenta y seis eran caballeros, los demás eran sargentos, artesanos, criados, siervos y capellanes.

Para llevar a cabo aquella operación, el rey había movilizado a unos cincuenta mil hombres armados. Tenían orden de actuar con toda contundencia si se producía algún conato de resistencia, pero la inmensa mayoría de los hombres que vivía en las encomiendas de la Orden templaria en el reino de Francia no había empuñado jamás un arma. Los legendarios combatientes templarios o estaban en Chipre o estaban muertos. Pero algunos caballeros y sargentos sí estaban en condiciones de resistir, como los que escoltaban al maestre Molay en París, o algunos otros en las encomiendas más grandes, pero ninguno de ellos movió un solo dedo para defenderse cuando los agentes y los soldados reales intervinieron en los conventos del Temple. Todos se dejaron atrapar convencidos de que lo que les estaba ocurriendo no podía ser real, como si se tratara de una especie de pesado sueño colectivo del que iban a despertar sobresaltados pero libres.

No, a la Orden cristiana que más había luchado por la defensa de los Santos Lugares, a los caballeros que más sangre habían derramado por la cristiandad en la tierras de Ultramar no podía ocurrirle semejante tragedia.

* * *

Durante la primera jornada que Castelnou pasó en La Torre de Plata, el templario apenas salió de su aposento. Sólo bajó al comedor para cenar, y allí oyó a unos comensales que hablaban de la gran redada contra los templarios. El hostalero le proporcionó ropa adecuada y pudo deshacerse del vestido con el que huyó del convento.

Durante dos días no paró de darle vueltas a la cabeza sobre qué hacer. Imaginó que los caminos estarían vigilados y supo que la intervención se había producido en todas las encomiendas de Francia, de modo que su única salida posible era inventar un formidable engaño, tan grande, absurdo e increíble que por ello mismo nadie dudara de su veracidad.

Tras dos días de reflexión y de urdir su plan, se rasuró la barba, que todavía no le había crecido más allá de mitad del cuello, se vistió con la ropa que le había proporcionado el hostalero, salió de la posada y se dirigió hacia la cancillería. Antes había ocultado el Santo Grial en el techo de su alcoba, tras una tabla que arrancó con cuidado y que volvió a colocar después. Las calles de París seguían rebosantes de gente que sólo se refugiaba en las casas, tiendas y tabernas durante las dos o tres horas en las que cada tarde caía una lluvia fina pero constante.

La entrada a la cancillería estaba custodiada por dos guardias que le impidieron el paso. Jaime de Castelnou se identificó como Jaime de Ampurias, embajador del rey don Jaime de Aragón. Aquel título impresionó a los soldados, que le pidieron sus credenciales. Castelnou dijo que se las habían robado pero que el canciller Guillermo de Nogaret lo conocía perfectamente y que lo recibiría en cuanto lo anunciasen. Los soldados dudaron, pero uno e ellos decidió dar aviso al jefe de la guardia, que salió a entrevistarse con el templario.

—¿Qué deseáis, señor? —le preguntó.

—Ver a don Guillermo de Nogaret. Es urgente.

—El canciller está muy ocupado, no puede recibiros.

—Dile que está aquí don Jaime de Ampurias, y que deseo hablar con él.

—Ya os he dicho que está muy ocupado; ¿no os habéis enterado de que hace dos días fueron detenidos todos los templarios de Francia?

—Claro que lo sé, y de eso precisamente he venido a hablar con él.

—Pues no va a poder ser —zanjó la cuestión, tajante, el jefe de la guardia.

Castelnou estaba a punto de retirarse cuando reconoció a Antoine de Villeneuve, el vicecanciller, que descendía de una carreta justo a la puerta de la cancillería.

—¡Señor de Villeneuve, señor de Villeneuve! —gritó Jaime.

El vicecanciller lo miró y reconoció en él a Jaime de Ampurias.

—¡Don Jaime!, ¿qué hacéis aquí?

—¡Ah!, se trata de una larga historia. He venido a ver al canciller Nogaret, pero vuestros guardias me impiden el paso; dicen que está muy ocupado.

—Y es verdad. ¿No os habéis enterado de la noticia? Hace dos días han sido detenidos y encarcelados todos los templarios de Francia.

—Sí, llegué a París la noche anterior a que eso ocurriera. Estoy instalado en La Torre de Plata, como hace unos meses, pero ahora mi situación es distinta.

—¿Venís a ofrecernos un nuevo tratado?

—No, ahora se trata de ponerme a vuestro servicio.

—¿Habéis abandonado al rey de Aragón?

—Más o menos, pero tal vez os interesen algunas informaciones sobre los templarios.

—Como cuáles.

—Su tesoro.

—¿Sabéis dónde está?

—Por lo que intuyo de vuestra pregunta, no lo habéis encontrado.

—Requisamos la encomienda de París y encontramos unos miles de libras en monedas de oro y de plata, algunos objetos valiosos y varias reliquias. Estamos recibiendo noticias de toda Francia sobre la operación, y ha sido todo un éxito. La noche del pasado día 13 todos los templarios de Francia quedaron presos bajo la custodia de los oficiales del rey don Felipe y todas sus encomiendas fueron intervenidas. Don Guillermo de Nogaret diseñó un plan perfecto.

—¿Todos? serán miles.

—Unos veinte mil. Estamos haciendo el recuento. Es probable que alguno haya escapado. Aquí, en la encomienda de París, nos falta uno, pero caerá pronto.

—Vaya, os felicito; conociendo vuestra competencia, imagino que algo habréis tenido que ver vos con el éxito de esa operación. —Castelnou halagó a Villeneuve para ganarse su confianza.

—Bueno, mi aportación fue modesta. Me encargué de coordinar la acción para que todos los conventos fueran intervenidos a la misma hora, y creedme que no era fácil.

—Ya imagino, pero supongo que habrá habido resistencia; los templarios tienen fama de hombres duros e indomables.

—Pues no; por lo que sabemos hasta ahora, no ha habido ni un solo conato de rechazar la intervención real en ninguna de las encomiendas. Este trajín que veis se debe a que está llegando información de toda Francia; todavía queda por conocer lo ocurrido en las casas del Temple más alejadas de París, pero por el momento todo ha discurrido conforme a lo previsto.

»Pero pasad, acompañadme, si puedo os procuraré esa entrevista con don Guillermo, aunque ya os adelanto que está muy ocupado con la incautación de los bienes de los templarios. Son centenares los informes que hay que leer y otras tantas las medidas que adoptar. Tened en cuenta que los bienes del Temple pasan a ser administrados desde ahora mismo por la corona, y eso requiere de un gran esfuerzo por nuestra parte.

»Y volviendo al tesoro, ¿sabéis dónde está?

Castelnou y Villeneuve entraron en la cancillería mientras el templario pensaba qué respuesta dar a esa pregunta.

—En Chipre, está en Chipre. Lo custodian mil caballeros y dos mil sargentos en la encomienda de Nicosia —dijo Castelnou.

—No son ésas nuestras noticias. Uno de nuestros espías nos informó sobre el traslado del tesoro templario desde Chipre hasta París. Venía con el maestre Molay y su séquito.

—¿Un espía? Sólo pudo ser uno de los templarios. ¡No!, ¿habéis logrado convertir a un templario en uno de vuestros agentes? Nosotros, desde Aragón, lo procuramos, pero no hubo manera, ni uno sólo de los templarios aragoneses a los que intentamos comprar accedió a traicionar a su Orden. ¿Lo habéis logrado vos? Si es así, sois todavía más eficaz de lo que suponía.

—Sí, así es. Uno de los templarios de la casa de París trabaja para nosotros. Lo infiltramos en el Temple y nos proporcionó información suficiente como para llevar a cabo la intervención con éxito.

—En ese caso, ese templario sabrá dónde está el tesoro.

—El vio cómo trasladaban decenas de arcones de Nicosia a París, y cómo en uno de ellos se guardaba el Santo Grial.

—¡¿Tenéis el Grial?! —Castelnou se hizo el sorprendido.

—No. La caja preciosa en la que viajó a París desde Chipre estaba vacía. Alguien se nos adelantó y se lo llevó.

—¿Alguien del Temple?

—Por supuesto. Creemos que la mayor parte del tesoro y el Santo Grial fueron sacados de la casa de los templarios de París dos días antes de nuestra intervención. Uno de nuestros hombres que vigilaba el convento vio salir una carreta llena de heno; ¿no os parece sospechoso?

—¿No, por qué iba a serlo? —preguntó Castelnou.

—Porque las carretas que entran en el Temple van siempre llenas, y de allí salen vacías. Una carreta que entra en el convento con heno lleva ese forraje para los caballos, pero una carreta que sale llena de heno sólo puede significar una cosa: que oculta algo.

—Vaya, vuestra sagacidad sigue asombrándome. ¿Habéis localizado esa carreta?

—No, nadie sabe ni dónde fue ni qué llevaba oculto bajo el heno, pero no me cabe duda de que ahí estaba escondido el Santo Grial y probablemente el oro del Temple —dijo el vicecanciller Villeneuve.

Tras recorrer el patio y varios pasillos de la cancillería, los dos hombres llegaron al gabinete de Villeneuve, una amplia sala con las paredes repletas de estanterías de madera donde se acumulaban legajos de papel y rollos de pergamino. Sobre dos amplias mesas se extendían dos docenas de documentos recién escritos.

—¡Sí que tenéis trabajo! —exclamó Jaime.

—Y el que se avecina. Hasta ahora las cosas han ido rodadas: el plan ha sido un éxito, ningún templario se ha resistido a la incautación y nadie ha salido en su defensa, ni el mismísimo papa, que por otra parte hará lo que disponga don Felipe, pero a partir de este momento debemos actuar con rapidez y diligencia.

»Ayer mismo el canciller convocó a varios doctores de la universidad de París, que como sabéis es la más afamada de la cristiandad, y les explicó con todo detalle las acusaciones que hemos dictado contra los templarios. En esa reunión estaban los más prestigiosos teólogos y juristas de la universidad, hombres dedicados al estudio y la enseñanza, y ninguno de ellos criticó la intervención contra el Temple; todos, de manera unánime, apoyaron la decisión real.

—Siempre os consideré un hombre muy eficaz; estaréis orgulloso.

—Sí, hemos hecho un buen trabajo. Las diez acusaciones contra los templarios están bien justificadas y son irrefutables. Los maestros de la universidad así lo han ratificado, de modo que hemos obrado bien, siguiendo las directrices de la justicia y la voluntad de Dios.

—¿Puedo saber cuáles son esas acusaciones? —preguntó Castelnou, aparentando ingenuidad.

El vicecanciller se acercó a una de las dos mesas grandes, ojeó varios pergaminos y cogió uno de ellos.

—Claro, aquí están. Las redactaron ayer mismo nuestros escribanos. Leedlas vos mismo.

Castelnou tomó el pergamino y en ese momento agradeció haber aprendido latín en Roma.

Tras bisbisear el preámbulo del diploma, leyó en voz alta el decálogo de acusaciones, que tradujo del latín sobre la marcha, pues imaginó que ese gesto del vicecanciller podía ser una prueba para demostrar que en efecto era un embajador que sabía latín.

Item, en primer lugar obligar a los novicios a abjurar de Dios, de Su hijo Jesucristo, de la Virgen Santa María, madre del Salvador, y de los santos.

Item, realizar actos sacrílegos contra la Santa Cruz y contra la imagen de Nuestro Señor Jesucristo.

Item, practicar ceremonias infames y actos contra natura en la recepción de los novicios, con besos inmundos en la boca, ombligo y nalgas.

Item, no consagrar las hostias en la eucaristía y no creer en los sacramentos de la Iglesia romana, así como omitir en la misa las palabras de la consagración.

Item, adorar diabólicamente a ídolos con forma de gatos y de cabezas humanas.

Item, practicar actos de sodomía, con besos y tocamientos en las partes pudendas a los novicios, y yacer con ellos como varón con mujer.

Item, arrogarse por el maestre y por los oficiales del Temple la facultad de perdonar los pecados sin haber sido investidos del sacramento sacerdotal.

Item, celebrar ceremonias nocturnas en las que se practican ritos secretos contrarios a los autorizados por la Iglesia.

Item, apoderarse fraudulentamente de las riquezas de los fieles cristianos y de la propia Iglesia, abusando del poder a ellos conferido.

Item, caer en los pecados de orgullo, avaricia y crueldad, realizar ceremonias degradantes para los novicios y proferir y obligar a proferir blasfemias.

—¿Todo esto es cierto? —preguntó Castelnou al acabar de leer el memorial de acusaciones y agravios.

—Sí, rotundamente cierto. Tenemos testigos que ratificarán punto por punto cada una de esas acusaciones.

Jaime sabía que no se había movido un solo dedo y que nadie lo movería en el futuro para defender al Temple. Además de las acusaciones oficiales del rey de Francia, sus agentes habían difundido con éxito, como él mismo había podido comprobar en las calles de París, la leyenda de que los templarios atesoraban riquezas sin cuento, que eran orgullosos hasta rayar en la altanería, que tenían ingentes posesiones por toda Europa obtenidas con engaños y fraudes, que nadaban en la abundancia y derrochaban todo tipo de lujos mientras los campesinos y los menesterosos de las ciudades pasaban hambre, que realizaban sus ritos y ceremonias al margen de la Iglesia, con plena autonomía, que habían sido los culpables de la pérdida de Jerusalén y de los demás territorios conquistados por los cruzados en Tierra Santa al no aceptar unirse con la Orden de San Juan, como propuso el papa, y que todos sus actos estaban cubiertos por un secretismo tras el cual sólo podía esconderse un influjo diabólico.

—Los templarios están perdidos —sentenció Jaime.

—Así es, don Jaime, así es. Nadie puede salvarlos. Mañana, recibidos todos los informes de todas las intervenciones, el rey don Felipe pondrá en marcha un gran despliegue diplomático para tratar de convencer a los reyes de todas las monarquías y a los gobernantes de todos los Estados de la cristiandad de que hagan lo mismo en sus dominios.

»¿Qué creéis que hará vuestro soberano, el rey de Aragón?

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