El caballero del templo (48 page)

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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

BOOK: El caballero del templo
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Poco a poco, con la paciencia adquirida en los conventos del Temple, ayudando a su montura a avanzar y procurando aplicar todos los cuidados requeridos para evitarle daños, Jaime ascendió hasta salir de la espesura del bosque justo en una zona en la que sobre su cabeza se elevaba una cornisa de rocas en lo más alto de la montaña. Tras un recodo rocoso, a unos pocos pasos al frente, debajo de una amplia visera de piedra, vio el monasterio, construido dentro de la enorme cueva. En verdad, el aspecto era el de una formidable fortaleza que ni siquiera un ejército de diez mil hombres hubiera podido abatir. Una enorme pared de sillares cerraba la cueva de arriba abajo y ante ella se levantaban algunos edificios recientes, tal vez fruto de la última época de esplendor del monasterio.

Conforme se iba acercando, unos monjes que se afanaban en ayudar a descargar unas cántaras de aceite que un comerciante había subido en dos borricos por la ladera sur de la sierra acudieron a su encuentro.

El que los encabezaba portaba una cruz de plata y los que lo seguían comenzaron a cantar un himno de David. Jaime de Castelnou, un tanto perplejo, se detuvo y aguardó en pie hasta que la comitiva de monjes llegó ante él y se detuvo a unos pocos pasos.

—Tú eres el caballero del Templo. Sé bienvenido, hace tiempo que te esperábamos. ¿Traes contigo el Sagrado Cáliz?

Castelnou, sin mediar palabra, sacó de la bolsa el cáliz, lo extrajo de su paño y lo mostró. Los monjes cayeron de rodillas y se persignaron repetidas veces proclamando loas de alabanza a Dios, a su hijo Jesucristo, a la virgen María y a una larga retahíla de santos entre los que estaban algunos de los más venerados por los templarios.

—Aquí está y aquí debe quedarse.

—Has recorrido un largo camino, acompáñanos.

Un monje se hizo cargo del caballo y los demás entraron en el monasterio. De inmediato, a través de unas salas abovedadas, una de cuyas paredes era la propia roca de la cueva, llegaron hasta la iglesia, cuya triple cabecera estaba excavada en la piedra.

—En cuanto supimos que habíais llegado a Santa Cruz comprendimos que erais el enviado, y preparamos todo para vuestra presencia, aunque en realidad hace años que aguardábamos este momento, desde que dos de vuestros hermanos llegaron hasta aquí y comprobaron que éste era el sagrado lugar para custodiar el Sagrado Cáliz.

«Ahora celebremos la eucaristía en acción de gracias a Nuestro Salvador por haber permitido que esté entre nosotros el vaso en el que su hijo Jesús redimió al mundo de sus pecados y nos procuró la vida eterna con su sangre.

Todos los monjes de la comunidad asistieron a la ceremonia, que acabó con la adoración del Grial colocado sobre la mesa del altar.

Acabada la misa, el monje que había portado la cruz se dirigió al templario.

—Nuestro señor el abad don Pedro no se encuentra aquí, pero le comunicaremos de inmediato que lo que esperábamos ya está entre nosotros. Mientras, os rogamos, caballero, que permanezcáis en este lugar. Se acerca el verano y esta época es la más propicia para vivir aquí. Supongo que estaréis agotado y que merecéis un descanso. Aquí podréis recuperar fuerzas antes de continuar vuestro camino, si es que todavía tenéis que ir a alguna parte, porque si no sabéis adonde ir, esta comunidad os acogerá como un hermano más y os hará partícipe de su mesa. Los tiempos que corren no son los mejores, como os habrán dicho, pero en la mesa del refectorio siempre hay un plato de verduras y un pedazo de carne, y un lecho caliente para que conciliéis el sueño.

—Os lo agradezco…

—Mi nombre es Martín de Cercito; sustituyo al abad en su ausencia.

—Pues gracias por vuestra hospitalidad. Y ya que así o habéis ofrecido, me quedaré un tiempo, hasta que ponga en orden mis ideas.

—Hacedlo cuanto queráis; aquí os encontraréis bien. Por vuestra mirada intuyo que habéis tenido una vida llena de contratiempos y esfuerzos; en este monasterio, si la buscáis, encontraréis la paz de Dios que tal vez reclame vuestra alma.

El verano discurrió plácido y sereno. El templario se acomodó una vez más a la regla de los frailes, y vestido como uno más de ellos se aplicó a las tareas cotidianas de los monjes de San Juan. A sus cuarenta años cumplidos ya no era ningún joven. Su pelo antaño oscuro se había ido plateando hasta que los cabellos blancos eran ya más abundantes que los negros, y aunque seguía siendo un hombre fuerte y fornido, tantos años de privaciones, esfuerzos, batallas y heridas comenzaban a hacer mella en su naturaleza.

Todavía era capaz de moverse con agilidad y de manejar una espada con la fuerza de la juventud, como había demostrado al enfrentarse y derrotar con facilidad a los tres malhechores que intentaron asaltarlo cerca de Bonansa pero se estaba dando cuenta de que, si alguna vez regresaba a Tierra Santa, sus condiciones en el campo de batalla ya no serían las mismas que antaño y que ya no sería capaz de salir victorioso de una lid con tres enemigos a la vez.

Estaba cansado; había logrado culminar el encargo que le hiciera su maestre antes de que los templarios fueran apresados por los soldados del rey de Francia, y se había comportado como un hombre de fe y de honor, pero sabía que su tiempo se estaba acabando.

A pesar de lo alejado del monasterio y del difícil acceso, cada quince días llegaban al cenobio noticias de lo que ocurría en el mundo, las que traían monjes que regresaban de Jaca o de Huesca, a donde iban a menudo en busca de la recaudación de rentas que se generaban en tantos lugares o de suministros para el cenobio.

Uno de esos monjes contó que la cristiandad seguía convulsionada ante las decisiones que estaba tomando el papa Clemente V y que algunos cristianos empezaban a cuestionar a un pontífice que se mostraba más como un agente del rey de Francia que como el primero de los príncipes de la Iglesia.

A finales de octubre, cuando los bosques de hayas y robles habían perdido el color verde para convertirse en una sinfonía de ocres, amarillos y rojos, cayó la primera nevada. A la hora de la oración de prima toda la sierra amaneció cubierta de un denso manto blanco.

El invierno sería largo, pero durante el verano y los primeros meses del otoño el hermano cillero se había preocupado de que la despensa estuviera repleta de víveres y las cocinas provistas de leña suficiente para cocinarlos y jara alimentar las chimeneas. Todos los inviernos el monasterio solía quedar dos o tres meses bloqueado por la nieve, que en ocasiones caía en tan grandes cantidades que podía pasar tres o cuatro semanas completamente incomunicado.

Durante aquel invierno tuvo tiempo suficiente para buscar una razón para seguir adelante. En el monasterio había alcanzado la paz que durante toda su vida no había tenido, pero algo le decía en su interior que aquél no era su destino. Se sentía un hombre ajeno al mundo del que venía, un ser atrapado entre sus recuerdos, sus ideales y a memoria de un tiempo pasado. Nada había sucedido como lo había imaginado, nada sucedería jamás como él hubiera querido. Los días comenzaron a hacerse tediosos y eternos, y ni siquiera la primavera, que irrumpió en las montañas como un catarata de sol un día de mediados de abril, cambió esa sensación de tedio que lo invadía.

Habló con Martín de Cercito, a quien el abad confiaba el mando de la comunidad de monjes en sus largas ausencias, y decidió partir del cenobio pinatense. Su caballo había superado el frío invierno de la montaña, estaba bien alimentado y parecía tan sano y robusto como cuando partiera del castillo de Castelnou camino de Jaca muchos meses atrás.

Lo ensilló con cuidado, acariciando las negras crines que le caían sobre el cuello, y lo montó con delicadeza, para que se acostumbrara al peso del jinete tras tan largo período sin ser montado. Poco antes se había quitado su hábito de monje, había vestido su traje de caballero, se labia encajado los guantes y colocado al cinto su espada y su puñal. Y había ido hasta la iglesia, sobre cuyo altar contempló por última vez el Grial.

—Ten cuidado con el descenso, es más peligroso aún que la subida —le recomendó el monje Martín.

—Descuida, hermano, bajaré despacio, como si no quisiera alejarme nunca de aquí —le replicó Jaime.

—Si no lograras encontrar tu destino, recuerda que siempre habrá en este cenobio pinatense un lugar para ti.

—Si alguna vez regreso, espero de vuestra hospitalidad una acogida similar.

El templario azuzó a su caballo y le soltó las riendas para que el animal supiera que podía empezar a descender hacia el valle a través de la senda que se perdía entre la espesura.

Capítulo
XIX

J
aca estaba de nuevo llena de peregrinos aquella mañana de primavera de 1311. Decenas de ellos se agolpaban ante la puerta de la catedral esperando recibir la bendición del prior para reanudar el camino hacia Compostela. En la plaza del mercado dos individuos discutían sobre la longitud de un paño de lana, en tanto comprobaban la medida cortada por el mercader con la de la vara jaquesa que estaba grabada en piedra en la puerta lateral de la catedral.

Arnal de Lizana acabó su bendición sobre el grupo de peregrinos que iban a iniciar una nueva etapa y se acerco hacia Jaime de Castelnou, que aguardaba paciente sobre su caballo en un lado de la plaza. El templario descendió de la montura y saludó al prior, que le invitó a entrar en su casa.

—Espero que hayas tenido un buen año.

—Lo mismo te digo. A lo que veo, has decidido dejar el monasterio.

—Sí, no era el lugar para acabar mis días. Todavía tengo cosas que hacer.

—Imagino que no sabrás nada de lo ocurrido en París.

—Un poco, allá arriba apenas llegaron noticias durante el invierno; además, a los monjes de San Juan sólo les interesan su monasterio y sus rentas, que por cierto cada día son más menguadas, por lo que me contaron.

—Así es; pero Dios proveerá, como hace siempre.

«Durante este año han continuado las torturas a nuestros hermanos. Un sargento, asustado por el castigo que estaba recibiendo y por lo que veía que hacían a sus compañeros, fue atormentado hasta tal extremo que declaró que «Mataría al mismo Dios si me lo pidieran». Las ejecuciones se cuentan ya por centenares; el maestre Molay ha quedado absolutamente quebrantado y muchos hermanos se han declarado culpables para poner fin a tanto sufrimiento. El malvado Felipe el Hermoso se ha auto proclamado «Guardián de la cristiandad», y ha confiscado todos los bienes del Temple, pero sigue buscando el tesoro, que no aparece por ninguna parte.

—Nunca hubo tal tesoro.

—¿Estás seguro? Se dice que unos hermanos salieron con él de París poco antes de la intervención del rey de Francia.

—Te aseguro, hermano Arnal, que no hay tal tesoro. Puedo ratificar que las riquezas del Temple están enterradas en Ultramar. Durante dos siglos las rentas del Temple han ido a parar a la construcción de fortalezas, al pago del rescate de cautivos y a la formación de nuestros ejércitos en Tierra Santa. Cuando abandonamos Acre, apenas pudimos salvar unos cuantos miles de libras. El fabuloso tesoro del Temple es una leyenda que urdieron los agentes del rey de Francia para engañar a la población y hacerle creer que éramos inmensamente ricos, y así cultivar en la gente un sentimiento de odio y rechazo hacia nosotros.

—Pero, ¿y las rentas de las encomiendas, las donaciones, los intereses de los préstamos…?

—Todo eso es ahora un montón de ruinas en los campos de Ultramar.

—Entonces, ¿todo es mentira?

—Sí, una gran mentira urdida por Nogaret, el astuto y malvado canciller de Francia, un hombre sin escrúpulos capaz de vender a su madre al mismísimo Satanás.

—¿Y no hay manera de desmontar esas calumnias? —preguntó el prior.

—Lo intentamos, pero la gente no quiere a los templarios. Hemos vivido durante mucho tiempo al margen de los sentimientos de los buenos cristianos. Nos sabíamos elegidos por Dios para ejecutar su plan en la Tierra, y nos hemos topado con una realidad que no conocíamos. No fuimos capaces de ver lo que estaba ocurriendo delante de nuestros ojos y nos creímos invencibles e intocables. Pese a que era obvio que el rey de Francia estaba tramando un plan contra nosotros, no tuvimos el coraje para mover un solo dedo para contrarrestarlo y nos dejamos atrapar como corderos. Los informes que se manipularon contra nuestra Orden fueron demoledores. Dejamos que fueran cayendo sobre nosotros decenas de acusaciones falsas, consentimos que nos procesaran de manera ilegal, no tuvimos los reflejos para responder a tanta infamia y acabamos siendo conducidos al cadalso como bueyes al matadero. Los hermanos que se negaron a confesar fueron ejecutados, los que se retractaron, también, y los que confesaron delitos que no cometieron no hicieron sino dar razones a los asesinos. El papa nos negó su apoyo porque es un agente más al servicio de Felipe de Francia…

—Así lo parece. A comienzos de esta misma primavera el papa Clemente ha emitido un edicto por el que ha proclamado la suspensión de la Orden del Temple. El obispo de Huesca me remitió una copia hace unos días.

—¡No puede ser!

—Las acusaciones surgen por todas partes. Un peregrino me contó que, ante la comisión pontificia reunida en París, un fraile de la orden de predicadores declaró hace tres semanas que el origen de nuestra Orden está en una promesa que el diablo le hizo a uno de los primeros caballeros templarios en el principio del Temple, y de ahí nuestra riqueza.

—¡Pero cómo pueden creer esas patrañas! ¿Qué vas a hacer?

—Regresaré al condado de Ampurias. Ahora soy vasallo del barón de Moncada y no quisiera caer en el delito de felonía.

—Tras ese edicto pontificio, todos los templarios estamos condenados a desaparecer de una forma u otra.

—Todavía no ha sido disuelta la Orden, sólo suspendida, aún queda alguna esperanza. El rey de Aragón podría…

—El rey de Aragón, y el de Castilla también, ha decidido que los bienes del Temple sean repartidos entre las demás órdenes.

—¿Y qué han hecho nuestros hermanos?

—Todos han aceptado las condiciones del rey. Cada hermano caballero ha recibido una renta de tres mil sueldos, algo menos los sargentos y los criados quinientos.

—¿Y tú?

—¿Yo?, yo seguiré aquí, en Jaca, recibiendo peregrinos, dándoles la bendición cuando se marchen hacia Compostela…, para eso fuimos educados los templarios, para socorrer a los que caminan en busca del Señor, ¿no es así? ;Además, ahora sé que el Grial está custodiado aquí, en las montañas de Jaca. Al fin y al cabo, hemos cumplido nuestro sueño: proteger a los peregrinos y defender la sangre de Cristo.

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