El día 18 de mayo fue a oír misa a la catedral de Nuestra Señora, que lucía espléndida recién acabadas las últimas obras. La grisácea luz del mediodía parisino entraba a través de las vidrieras multicolores y parecía mudar para convertir el interior del templo en un verdadero tornasol de colores. «Ojalá luciera el sol», pensó mientras observaba las escenas bíblicas representadas en las vidrieras.
Al salir de la catedral, un corrillo de personas discutía con cierta vehemencia sobre lo que estaba pasando en el tribunal de París. El papa y el rey habían nombrado una comisión de jueces que debía anunciar la culpabilidad de los templarios en el proceso que duraba ya seis años y medio, y poner fin así a la provisionalidad que hasta entonces se achacaba a todo ese asunto. En realidad, la mayoría de los parisinos había perdido todo interés por aquellos caballeros retenidos desde hacía tanto tiempo en las prisiones reales, y eran muy pocos los que estaban preocupados por el destino de los que todavía permanecían encarcelados.
—¡Dicen que van a liberar al maestre Molay!, que ha admitido al fin sus culpas y que mañana mismo será enviado a un convento. Ahora le están comunicando la sentencia en el tribunal —anunció uno de los curiosos.
—El rey tenía razón, esos monjes estaban aliados con el demonio. Las autoridades han tardado en darse cuenta pero al fin han sido descubiertos.
—¡Se ha retractado, el maestre Molay se ha retractado!
Un hombre apareció corriendo y gritando la noticia ante la plaza de Nuestra Señora, ante la fachada principal de la catedral. Al oírlo, Jaime se acercó al grupo.
—¡¿Qué dices?! —se sorprendió el que había anunciado la inmediata liberación del maestre.
—Acaba de ocurrir lo inesperado. El tribunal le estaba anunciando al maestre y al resto de los templarios la confirmación de la sentencia definitiva a cadena perpetua; todos estaban convencidos de que los templarios aceptarían esta resolución, porque así estaba acordado, y que serían perdonados de inmediato por arrepentirse de sus pecados, pero lo que ha sucedido nos sorprendió a todos los que allí estábamos.
»Jacques de Molay ha pedido la palabra, se ha levantado de su asiento con toda solemnidad y se ha retractado de todas sus confesiones anteriores. Ha comenzado diciendo que la Orden del Temple es el orgullo de la Iglesia y de los cristianos, que nadie ha defendido la fe de Cristo como ellos y que todas las acusaciones vertidas sobre la Orden son falsas.
»Deberíais haber visto la cara que se les ha quedado a los jueces del tribunal. Estaban atónitos; alguien les había dicho que existía un acuerdo con los templarios, pero no imaginaban que Molay fuera a responder de esta manera.
»Ha dicho que él y su Orden son inocentes de cuantos cargos, pecados y delitos se les han imputado, y que si en ocasiones anteriores ha admitido la comisión de aquellos crímenes lo había hecho sometido a torturas y para exculpar a sus compañeros. Ha continuado acusando a los sicarios del rey Felipe de manipular lo que él había declarado en anteriores interrogatorios y ha negado haber obrado en contra de la Iglesia y de sus mandamientos.
—Perdonad, amigo, soy extranjero, ¿qué está pasando? —intervino Jaime de Castelnou.
—¡Ah!, señor, que los templarios no admiten sus cargos y que se ha liado una buena en el tribunal por causa de ese viejo cabezota.
—Pero continúa —le gritó uno de los curiosos al mensajero.
—Como os decía, Molay y sus compañeros han vuelto patas abajo el tribunal. Godofredo de Charnay ha hecho lo mismo que su maestre; bueno, este templario añadió que si había renegado de Cristo en alguna ocasión lo hizo a causa del insoportable dolor de la tortura.
—¿Y los demás templarios, qué han hecho?
—Eso ha sido lo mejor, todos han apoyado a su maestre y lo han defendido.
—¿Y qué ha resuelto el tribunal?
—Condenarlos a muerte, ¿qué otra cosa podía hacer?
—Esos templarios se han suicidado —dijo en voz baja uno de los asistentes al corrillo.
—Es extraño; Molay sabía que una declaración así iba a conducirlo a la muerte, y sin embargo lo ha hecho —comentó otro.
—Los quemarán esta misma tarde, en la isla de las Cabras; no faltéis porque promete ser un espectáculo memorable —acabó diciendo el portador de la noticia, que se alejó de la catedral seguido por media docena de curiosos que no cesaban de hacerle preguntas sobre lo ocurrido en el tribunal.
Castelnou supuso que todo aquello estaba preparado y que, una vez más, el maestre Molay había sido engañado por el rey Felipe y por sus sicarios. Pensó que si en la elección de Chipre que él dirigió hubiera sido escogido el candidato del rey de Francia, probablemente la Orden del Temple seguiría vigente, más poderosa si cabe, aunque bajo la dependencia del rey francés. Claro que ya no importaba nada de todo eso. La Orden del Temple era pasado y nadie quería volver a rememorar pedazos de memoria que no interesaban a la gente.
Pero…, ¿qué le había pasado a Molay? ¿Por qué se había mostrado tan digno en el último momento? Sí, era un anciano, débil y exhausto, al que sólo le quedaba un soplo de vida, pero ¿por qué ahora?, cuando precisamente no quedaba ya ningún templario libre o en disposición de reivindicar el espíritu del Temple. ¿Lo habían vuelto a engañar otra vez, o había querido dar una prueba de dignidad al final de su vida?
Probablemente la respuesta la encontraría en la ejecución. Sería duro presenciar la muerte en la hoguera de varios de sus hermanos, pero era la única manera de entender lo que estaba pasando y tal vez el único modo de buscar una razón para su vida.
Jaime se dirigió hacia la isla de las Cabras, que algunos parisinos también llamaban el islote de los judíos porque allí habían sido ejecutados algunos de los hijos de Israel en ocasiones anteriores, y al ver que el cadalso ya estaba prácticamente listo, pese a ser mediodía, comprendió que alguien había tendido una trampa a Molay y que estaba seguro de que el maestre iba a caer en ella.
Pese a que no había comido tras el desayuno, no tenía ganas de almorzar, de modo que pasó la tarde merodeando por las orillas del Sena, contemplando los preparativos para la ejecución que se iba a perpetrar.
Mediada la tarde un murmullo se fue convirtiendo en vocerío. Centenares de personas aparecieron por una de las calles que daba al río rodeando a varios carros en los que iban los templarios condenados a muerte aquella misma mañana. A Jaime se le heló la sangre cuando comprobó que eran treinta y ocho los hermanos que iban a ser quemados a orillas del río.
Las dos riberas se llenaron de curiosos mientras unos soldados bajaban de los carros a los templarios y los embarcaban en pequeñas canoas para conducirlos a la islita de las Cabras. Desde la orilla en la que se encontraba, Jaime pudo distinguir la figura de Jacques de Molay. El maestre casi no podía andar y tenía que ser ayudado por dos soldados para caminar. Uno a uno los treinta y ocho templarios fueron atados en sendos postes de madera a los que rodearon de haces de leña impregnados de aceite y brea, a la vez que el griterío de la multitud se tornó en un silencio tan profundo que sólo se oía el oleaje del río.
Desde luego, quien hubiera ideado aquello lo tenía todo previsto; el escenario era sobrecogedor y a la vez grandioso, con el gran río como testigo y la isla como cadalso inabordable por si alguien hubiera decidido acudir a última hora a liberar a los condenados. Pero nadie lo hizo. Los espectadores sólo esperaban asistir a un espectáculo.
El encargado de la ejecución aguardó hasta el momento en el que el sol comenzó a ocultarse en el horizonte, y cuando el último rayo desapareció en la lejana campiña aplicó su antorcha a los montones de leña. Lentamente el fuego fue ganando fuerza y las llamas crecieron hasta alcanzar los cuerpos de los templarios. Pero antes de que ninguno de ellos emitiera un grito de dolor o de miedo, una voz anciana pero firme tronó en medio del silencio. Jaime pudo oír con claridad al maestre Molay; pese a los años transcurridos desde la última vez que la oyera, era inconfundible.
Molay llamó asesinos a sus verdugos, pidió venganza y lanzó una terrible maldición sobre la dinastía de los Capetos, de la que era miembro el rey Felipe IV, que venía gobernando en Francia desde hacía más de tres siglos.
—Yo maldigo a los asesinos del Temple, a Guillermo de Nogaret, a Enguerando de Marigny y al rey Felipe de Francia, reclamo venganza sobre esta infamia y maldigo a la estirpe de la familia de los Capetos para que sea borrada con toda su descendencia de la faz de la tierra. Malditos seáis una y mil veces, malditos, malditos, malditos…
La voz del maestre se fue apagando y con ella los gritos de horror de los hermanos que ardían en los cadalsos. El silencio sólo era alterado ahora por el rumor de la corriente y el crepitar de los leños flameando en las hogueras de la muerte. Un humo denso y espeso y un olor a carne quemada provocó la náusea en los espectadores, muchos de los cuales no pudieron aguantar y se marcharon cabizbajos mientras las sombras de la noche conquistaban las calles de París. En el centro del río una inmensa hoguera lucía como una luciérnaga infernal cuyo resplandor se reflejaba sobre las oscuras aguas como en un espejo del averno.
D
esde la salida del valle de Canfranc observó la ciudad de Jaca, en lo alto del cerro, sobre el curso del río Aragón, y junto a ella, como un niño pegado a las faldas de la madre, el burgo del Burnao. A su espalda quedaban las cumbres nevadas del Pirineo y el puerto de Somport, que había atravesado junto con un grupo de peregrinos de la ciudad de Chartres. Jaime de Castelnou sólo portaba una bolsa de viaje con algunos alimentos, una túnica de peregrino, un sombrero de ala ancha, una manta y dos pares de sandalias de cuero. Se apoyaba en un cayado de madera del que colgaba una concha de peregrino. Había salido de París a fines de mayo y tras visitar la catedral de Nuestra Señora de Chartres había vendido su caballo, sus armas y sus ropas de caballero para unirse al último grupo de peregrinos que aquel año de 1314 habían decidido realizar el gran viaje a Compostela.
Entró en la antigua capital del reino de Aragón por la puerta del norte y se dirigió hacia la plaza de la catedral. La casa del prior Arnal de Lizana seguía allí, igual que tres años atrás. Llamó a la puerta de madera y oyó correr un cerrojo antes de abrirse. Tras el umbral apareció una joven de apenas veinte años.
—¿Qué quieres? —le preguntó sin abrir del todo la puerta.
—Perdonad, señora, mi nombre es… —Jaime recordó entonces que nunca le había dicho su nombre al prior Lizana y no reconoció en la muchacha a la que había sido criada de don Arnal—. Bueno, olvidadlo, decidle al prior que un peregrino pregunta por él.
—Aguarda un momento.
La joven se retiró, cerró la puerta y corrió el cerrojo.
Al poco apareció un hombre de unos cuarenta años, de recia complexión y pelo ensortijado.
—¿Quién eres y qué buscas? —le preguntó.
—Soy un peregrino y busco a don Arnal de Lizana, prior de Jaca.
—Llegas un poco tarde. Don Arnal murió el invierno pasado. Ahora el prior soy yo.
—¿Sabéis si dejó algo para mí?
—¿Para ti? —al ver los ojos poderosos de Castelnou y su mirada noble y serena, el prior rectificó—. ¿Para vos?, quería decir.
—Sí, para mí. Me llamo Jaime, Jaime de Castelnou, tal vez no os dijera mi nombre, pero quizás os diera alguna indicación por si venía un peregrino o un caballero preguntando por él.
—No, lo siento, murió antes de que yo me hiciera cargo de su puesto.
—Perdonad la interrupción.
Jaime tomó aire y se dirigió a la catedral. El templo estaba tenuemente iluminado por unas candelas de aceite y varios cirios que ardían en los tres altares de la triple cabecera. Algunos peregrinos oraban en las capillas y otros recorrían el templo celebrando una especie de vía crucis. El templario rezó un padrenuestro por su hermano el prior fallecido y salió de la iglesia. Si se daba prisa y caminaba ligero podría llegar a San Juan de la Peña antes de anochecer.
* * *
A lo largo del sendero olía a tomillos y retamas. La ascensión era muy empinada pero la espesura del bosque mitigaba con su sombra el calor, que apretaba de firme en aquellos últimos días de primavera incluso en las tierras altas de las sierras de Jaca. El monasterio seguía allí, al final de la larguísima y revirada cuesta, custodiado como una delicada reliquia bajo la inmensa cornisa rocosa de piedra roja y gris.
«El templo del Grial», murmuró Jaime de Castelnou mientras de manera decidida andaba los últimos pasos hacia el olvido.
L
a Orden del Temple es sin duda una de las más controvertidas, manipuladas y falseadas de cuantas instituciones han sido fundadas por los seres humanos a lo largo de toda su historia. Debido a su trágico final, a la aureola de caballeros legendarios que siempre los rodeó, a su presunto fabuloso tesoro y a las terribles acusaciones que sobre ellos se vertieron, los templarios han sido objeto de especulaciones de todo tipo.
Establecido en 1119 en Jerusalén por Hugo de Payns, caballero de la región francesa de Champaña, el Temple recibió como solar fundacional la mezquita de al-Aqsa, ubicada sobre la explanada en la que antes estuvo el templo de Salomón, destruido en el año 70 por el emperador romano Tito. Gracias al mecenazgo de reyes, nobles y papas, la Orden del Temple alcanzó abundantes riquezas y propiedades que empleó en las guerras que durante casi dos siglos sostuvo en Tierra Santa y que supusieron un enorme esfuerzo financiero además de grandes inversiones en hombres y en materiales. Perdida la ciudad de Acre en 1291 y abandonada Tierra Santa por los cruzados, el Temple, creado para la defensa de los peregrinos a Jerusalén y la custodia de los Santos Lugares, dejó de tener sentido y su existencia fue cuestionada por los soberanos cristianos de Occidente.
Felipe IV el Hermoso, rey de Francia, ambicionó sus riquezas y, tras controlar el papado con pontífices fieles a su política, puso en marcha un plan para acabar con los templarios y apoderarse de sus propiedades. Todos los templarios de Francia fueron encarcelados por una orden real el 13 de octubre de 1307. Se inició entonces un largo proceso en el que centenares de caballeros templarios fueron encarcelados, torturados e incluso ejecutados bajo las acusaciones de blasfemia, sodomía, herejía y otros delitos. Después de seis años y medio de cárcel y de tormentos, el último maestre del Temple, Jacques de Molay, fue quemado en París tras haberse declarado él y su Orden inocentes de todos los cargos de que eran acusados.