Allí llegaron a mediados de octubre.
Fue en el puerto de Malvasía donde Jaime de Castelnou vio de nuevo a Roger de Flor. El antiguo sargento había envejecido; tenía el rostro surcado por algunas finas arrugas y su tez era mucho más morena, pero mantenía intacta su larga melena rubia, que sujetaba en una coleta con unas cintas de cuero, y su inconfundible barba que lucía desde su militancia como sargento del Temple. Esa noche había convocada una reunión de capitanes pero antes inspeccionó a los barcos que se alineaban a lo largo de la playa.
El jefe de los almogávares pasó muy cerca de Castelnou, quien por un momento pensó que podría ser identificado, pero Roger se limitó a saludar a sus hombres, que lo vitoreaban con verdadera devoción.
Cuando se alejó el caudillo, Martín de Rocafort se acercó hasta Jaime.
—Ese es nuestro jefe —le dijo.
—Parece que los hombres le tienen gran estima.
—Es uno más de nosotros. Nos conoce a cada uno por nuestro nombre, come la misma comida y del mismo puchero, bebe el mismo vino y en la misma copa… Vela por sus hombres y se preocupa por todos. Creo que cualquiera daría su vida por él si se lo pidiera.
—En Tierra Santa no dejó un buen recuerdo —dijo Castelnou.
Rocafort miró a Jaime con una expresión crispada; no le había gustado nada ese comentario del templario.
—¿Qué sabes tú de eso?
—Sólo lo que he oído.
—¿Y qué has oído?
—Nada importante. Que se hizo rico transportando pasajeros en una galera durante el asedio de los mamelucos a Acre.
—Mentiras de esa escoria templaria. Seguro que lo has oído de esos frailes meapilas vestidos de blanco. Roger hizo lo que debía; dio un escarmiento a esos ufanos y estirados caballeros blancos y los dejó en ridículo. Se lo merecían. Estamos orgullosos de que burlase a los templarios; ya era hora de que alguien pusiera en su sitio a esos engreídos frailes.
Rocafort escupió al suelo.
Castelnou tuvo que contenerse para no delatarse.
—Sí, tienes razón, esos templarios son demasiado arrogantes. La última vez que vi a algunos de ellos estaban liquidando a infieles mamelucos en la batalla de Hims.
—¿Y qué hacías tú ahí?
—Combatir, claro.
—¿Con los templarios?
—Bueno, en realidad lo hice a su lado; yo formaba en las filas del rey de Armenia. Uno de sus generales nos reclutó para esa batalla. Éramos tres amigos, yo sobreviví pero en los campos de Hims quedaron los otros dos.
—Vaya, lo siento.
—Desde entonces viajo solo. Me quedé sin compañeros, y tal vez por eso decidí ir en busca de la compañía Roger de Flor para enrolarme en sus filas. Un comandante capaz de burlar al Temple debe de ser extraordinario.
—Lo es, en verdad que lo es.
En Malvasía aguardaba a la flota almogávar un enorme dromón bizantino en el que habían viajado desde Constantinopla varios embajadores del emperador. La junta de capitanes que presidía Roger de Flor deliberó durante toda la noche con ellos. A la mañana siguiente, en el fresco amanecer del otoño heleno, alcanzaron por fin un acuerdo. Cada caballero almogávar equipado con armadura recibiría cuatro onzas de plata al mes como paga, dos los jinetes ligeros y una cada soldado de a pie; los capitanes y los ballesteros también obtendrían cuatro onzas. La paga la realizarían los funcionarios del Imperio tres veces al año.
—¿Una onza es suficiente? —le preguntó Jaime a su capitán cuando éste le comunicó su nueva soldada.
—Para ti solo, sí; si no juegas y no te la gastas en mujeres, claro. Por cierto, eres el único soltero de este barco que no ha ido ni una sola vez en todo el tiempo que estás con nosotros a los burdeles. ¿No serás…?
—No, no soy lo que piensas.
—Mejor así. Los que habéis pasado algún tiempo en Tierra Santa acabáis adoptando las costumbres de los sarracenos, y ya sabes lo que se dice, que entre ellos la sodomía es bastante habitual. No me importa si tú lo eres o no, pero si te gustan los chicos jóvenes olvídate de ello. Si te descubro la menor insinuación hacia uno de mis hombres, te cortaré los testículos y se los echaré a los peces; ¿lo has entendido?
—Sí, pero no te preocupes, capitán, te aseguro que no me gustan los hombres.
—¡Hum…!, ¿no serás uno de ésos, como se llaman?…, eunucos, sí, eunucos, uno de esos castrados que custodian a las concubinas de los harenes de los sultanes sarracenos.
—Tengo mis atributos masculinos completos, créeme.
—No lo dudo. Conocí a un eunuco en Palermo y no se parecía a ti. Tenía la voz atiplada y estaba gordo como un cebón. Además, no creo que un hombre sin cojones pueda luchar como lo haces tú. En ese caso…, ¡claro, un desengaño amoroso! Ella te dejó por otro, ¿no es así?
—Más o menos.
—Lo imaginaba. Bien, el recuerdo amargo de una mujer se borra con el perfume dulce de otra. No lo olvides.
* * *
Tras el acuerdo alcanzado con los embajadores bizantinos, los capitanes de las naves almogávares recibieron la orden de zarpar rumbo a Constantinopla. El emperador Andrónico había dado plenos poderes a sus embajadores para que concedieran el permiso a sus nuevos aliados si llegaban a un acuerdo con ellos, como así ocurrió. Las galeras zarparon de Malvasía en el orden que Roger de Flor había establecido. La
Olivett
. abría la formación, y en ella ondeaba un estandarte en el que había dibujado un halcón blanco con las alas desplegadas sobre fondo rojo.
—Ese halcón…, ¿es el emblema de Roger de Flor? —preguntó Jaime.
—Así es, ¿divertido, no?
El halcó
. era el nombre de la galera que Roger capturó en Acre a los templarios, y dicen que su padre era halconero del emperador alemán Federico. Antes de eso su bandera de combate era una flor blanca, ¡pero qué mejor símbolo que el del halcón para su nuevo escudo!, ¿no crees?
—Sí, no es una mala elección. A pesar de su nombre, el motivo de la flor era poco apropiado para un hombre como él.
La flota almogávar navegó de cabotaje por las costas de Grecia, bordeando las islas más próximas a la costa continental. El tiempo fue bueno, el cielo despejado y el mar en calma. Roger de Flor dio orden de extremar la vigilancia cuando la flota atravesó el estrecho de los Dardanelos para adentrarse en el pequeño mar de Mármara, en cuya orilla norte, justo en la embocadura del otro estrecho, el del Bósforo, se ubicaba Constantinopla. Desde la borda de la galera en la que viajaba, Jaime Contempló la ciudad de Constantinopla. Construida sobre varias colinas, estaba protegida por el mar y por unas formidables murallas que se consideraban inexpugnables. En un estuario natural llamado el Cuerno de Oro atracaban barcos procedentes de medio mundo, que transportaban hasta la ciudad mercancías riquísimas.
Las naves de los almogávares se dirigieron hacia un muelle en el Cuerno de Oro que les indicaron los emisarios bizantinos con los que se habían entrevistado en Malvasía. Una enorme cadena que protegía la embocadura del estuario se retiró para que pudieran pasar las naves y lentamente se acercaron hasta uno de los muelles donde había congregada una abigarrada multitud.
—Es el pueblo de Constantinopla —dijo Rocafort—. Nos consideran la garantía de su independencia, y eso vamos a ser…, mientras nos paguen.
—¿Y si dejan de hacerlo? —preguntó Castelnou.
—Por la cuenta que les trae, espero que no lo hagan.
Las galeras y los transportes se acercaron despacio hacia el muelle, donde esperaba el mismísimo emperador rodeado de decenas de cortesanos, todos ataviados con ropajes riquísimos. Los barcos fueron atracando uno a uno y los primeros hombres descendieron entre las aclamaciones del pueblo de Bizancio, cuyos ciudadanos agitaban palmas y ramos de olivo. El aspecto de los almogávares causó una honda impresión a los cortesanos bizantinos. Acostumbrados a vestir sedas carísimas, delicados linos y magníficos brocados, se encontraron con que sus nuevos protectores lo hacían con telas burdas y cueros poco refinados.
Los almogávares vestían unas calzas de fieltro, camisola de lana burda y correajes de cuero; calzaban unas sandalias de cuero duro atadas con cintas hasta la rodilla y se protegían la cabeza con un casquete de láminas de hierro que sujetaban al mentón con una tira de badana. Siempre llevaban a mano sus armas: varios venablos cortos de madera con punta de hierro, un cuchillo de hoja ancha y otro más estrecho. Para parecer todavía más fieros incluso de lo que eran, se dejaban crecer el pelo y la barba tal cual brotaba de la piel, sin el menor recorte o arreglo. Al lado de los refinados cortesanos bizantinos, cargados de sedas, joyas y túnicas con engastes de piedras preciosas, los almogávares parecían una pandilla de réprobos recién expulsados del infierno.
El emperador Andrónico estaba sentado en un sitial de madera recubierta de láminas de oro repujadas y cubierto por un dosel de terciopelo púrpura. Roger de Flor se acercó hacia él acompañado por los embajadores bizantinos y lo saludó con una leve inclinación de cabeza. El
basileu
. alzó la mano derecha, con los dedos plagados de gruesos anillos dorados, y le dio la bienvenida al Imperio de los romanos, que es como se seguían llamando los bizantinos a sí mismos. Uno de los embajadores fue traduciendo las palabras en griego del emperador.
—Sed bienvenidos, amigos, a la capital del Imperio. Estamos felices por teneros entre nosotros y por poder disfrutar de vuestra presencia y amistad. Os acogemos como hijos y por ellos os procuraremos un techo bajo el que vivir. Desde hoy, os consideramos unos más de nuestros súbditos.
—Os agradecemos, majestad, vuestra acogida y vuestras palabras. Sabed que seremos fieles cumplidores de nuestros compromisos y que velaremos porque viváis en paz y en seguridad.
El intérprete tradujo las palabras de respuesta de Roger de Flor, aunque suavizando algunas expresiones.
—Ahora instalaos en nuestra ciudad; tiempo habrá de hablar de nuestros asuntos.
Uno de los cortesanos que rodeaban al
basileu
. dio una orden y de una especie de almacén junto al puerto salieron decenas de jóvenes portando bandejas repletas de pasteles y copas de vino dulce que ofrecieron a los almogávares que habían desembarcado en el Cuerno de Oro. Enseguida unos funcionarios comenzaron a repartirse entre las galeras y el resto de las naves gritando a los almogávares diversas instrucciones.
—Dicen que nos organicemos en grupos de veinte personas para indicarnos dónde tenemos que hospedarnos —dijo Castelnou.
—¿Sabes griego? —le preguntó Rocafort.
—Un poco; lo aprendí mientras estuve al servicio del rey de Armenia. No es el idioma de esa gente, pero la mayoría de los cortesanos hablaban griego además de su extraña lengua propia.
—Vaya, no dejas de sorprenderme. Bueno, mejor que sea así.
Los almogávares dedicaron todo el día a distribuirse en grupos para instalarse en los alojamientos preparados por los bizantinos en el barrio de Blanquernas, aunque la mayoría pasó todavía aquella noche a bordo de sus navíos.
A
la mañana siguiente se celebró en la galera capitana una reunión de jefes almogávares. Roger de Flor había recibido una invitación para entrevistarse con el emperador en el palacio de Blanquernas, ubicado en un extremo de la ciudad, al fondo del estuario del Cuerno de Oro. En esa entrevista se iba a fijar la misión para la que los almogávares habían sido contratados.
Rocafort, que asistió en su condición de capitán de una de las galeras, intervino para señalar que entre sus hombres había un formidable luchador con espada que además sabía griego, y recomendó su presencia en la comitiva. Roger de Flor se interesó por el nuevo almogávar y, tras oír el informe de Rocafort, se dio por satisfecho y autorizó su presencia ante el
basileu
. bizantino.
De regreso a su nave, Rocafort le dijo a Castelnou que estuviera preparado para actuar como escolta, y tal vez como traductor de Roger de Flor en su entrevista con el emperador.
Jaime asintió, pero temió ser reconocido por el caudillo almogávar. Hasta ese momento había pasado inadvertido, y todos los hombres de su galera habían creído su historia, aunque era consciente de que Rocafort recelaba de su versión y que dudaba de la absoluta veracidad sobre su pasado.
Pero hasta entonces sólo había visto de lejos a Roger de Flor, y siempre entre varias personas. ¿Qué ocurriría si se encontraban frente a frente? ¿Reconocería Flor a Jaime y lo identificaría con aquel templario que en el muelle del puerto de Acre le había llamado ladrón y canalla?
Bueno, aunque fuera así, siempre podía alegar que él también había abjurado del Temple y que se había convertido en un proscrito de la Orden. Pero, ¿cómo explicar entonces las mentiras que había contado para ser admitido en la compañía? Podría decir que había ocultado su antigua condición de militancia en el Temple por vergüenza, o por temor a no ser admitido como un almogávar más dados sus precedentes. Al fin decidió entregarse a la suerte y esperar a que llegara el momento de verse cara a cara con Flor.
La comitiva de los almogávares estaba compuesta por veinte personas, entre las que se contaban Rocafort y Castelnou. Ambos fueron al encuentro de Roger de Flor, a quien el emperador le había concedido como residencia un palacete en la zona baja del barrio de Blanquernas.
—Este es Jaime de Ampurias, el soldado del que te he hablado. —Rocafort presentó ante Roger de Flor a Castelnou.
El caudillo almogávar lo miró fijamente y permaneció callado durante unos instantes.
—Yo he visto antes tus ojos —afirmó Flor.
—Claro, hace meses que está entre nosotros; en más de una ocasión te habrás cruzado con ellos —alegó Rocafort.
Jaime intentó mostrar absoluta serenidad ante la mirada metálica y azul de Flor; sus años en el Temple le ayudaron mucho a dominar sus sentimientos. Tenía enfrente, al alcance de su espada, al hombre al que había odiado durante años, al canalla que desprestigió y burló a la Orden del Temple robándole su mejor galera y aprovechándose de ella para hacer una gran fortuna extorsionando a las damas cristianas desesperadas por huir del asedio de los mamelucos en Acre. Por un momento pensó que sería muy fácil desenvainar su espada y ensartar con una certera estocada el corazón del hijo del halconero; así habría vengado la infamia y lavado el buen nombre del Temple, pero sabía que, si lo hacía, caería de inmediato abatido por los demás almogávares que rodeaban a Flor.