—No, yo te he visto antes, hace tiempo. No puedo recordar dónde, pero ya iré haciendo memoria.
—Debes confundirte con alguien parecido a mí, porque yo jamás te había visto hasta que me incorporé a la galera de Rocafort.
—Jaime de Ampurias, ¿así dices llamarte?
—En efecto, ése es mi nombre.
Flor se atusó la barba, rubia como su pelo aunque ya destacaban en ella bastantes canas.
—Tus modales parecen propios de un noble.
—Mi padre era un caballero, y me educaron para que yo también lo fuera; tal vez la guerra en Tierra Santa me haya hecho perder parte de esa educación.
—Bien. Lo importante es que seas leal a la Compañía; tu pasado no cuenta, al menos entre nosotros.
Jaime respiró aliviado. Había pasado la prueba…, ¿o no? Es probable, pensó, que Roger sí lo hubiera reconocido y se hubiera callado para descubrirlo más adelante. Flor sabía que la Orden del Temple hacía años que lo pretendía apresar por lo que hizo en Acre, y aunque los templarios se habían limitado a reclamarlo a sus señores de Aragón y de Sicilia, él nunca había dejado de estar en guardia ante una posible acción directa. Al fin y al cabo, había sido uno de ellos y conocía perfectamente la audacia de que eran capaces los caballeros de Cristo. Fuera como fuese, debería andarse con mucho cuidado.
La comitiva almogávar llegó ante las pesadas puertas de madera chapada con placas de hierro y claveteadas con enormes clavos de bronce del palacio imperial de Blanquernas, uno de los dos que el
basileu
. poseía en Constantinopla. Un ujier los condujo hasta la sala de audiencias, donde poco después de que fueran convenientemente situados apareció el emperador Andrónico.
El
basileu
. vestía una formidable túnica de seda púrpura orlada con una enorme y ancha banda de tela de hilo de oro engastado con piedras preciosas del tamaño de huevos de paloma, que ocupaba de arriba abajo el tercio central de la túnica, desde el pecho hasta los pies. Se cubría la cabeza con un bonete semiesférico, también de seda púrpura, decorado con varias filas de perlas y tres enormes esmeraldas. En su mano derecha portaba un bastón de madera negra rematado con una cruz de oro engastada con rubíes y en la izquierda una bola de plata. A su paso hasta el trono, media docena de pajes vestidos exactamente igual bandeaban sendos incensarios cuyo perfume llenó enseguida de un embriagador aroma toda la sala cubierta de mármoles rojos y verdes.
El ritual de aquel encuentro era como una ceremonia religiosa donde todo estaba minuciosamente previsto. Cada cortesano ocupaba el lugar exacto que le correspondía en rango y dignidad, cada movimiento estaba previsto y cada acción quedaba sometida al protocolo rígido y profuso de la corte imperial. El emperador constituía el centro del universo, y todo debía girar en torno a él, como si fuera su persona el eje de un ingenio en el que cualquier movimiento resultara imposible sin su consentimiento.
El
basileu
. se sentó al fin en el trono y los almogávares fueron invitados a realizar un rito llamado la
prokinesi
.: todo visitante recibido en audiencia por el emperador debía postrarse de rodillas ante su figura en señal de acatamiento de su sagrada majestad. Roger de Flor, tragando sin duda buena parte de su orgullo, así lo hizo, y tras él todos los capitanes de la compañía; al llegarle el turno a Jaime de Castelnou, el templario dudó un instante, pero al contemplar el rostro de Flor, también se arrodilló, algo que no había hecho ni ante el mismísimo ilkán de los mongoles.
Andrónico estaba angustiado ante los movimientos que acababan de realizar los otomanos en la frontera oriental del Imperio. Varios espías imperiales habían informado que los turcos estaban movilizando a sus hombres, tal vez preparando un ataque masivo a Bizancio. No había tiempo que perder y el
basileu
. sorprendió a todos con su intervención.
—Os tenemos aquí como hijos y aliados. Nuestro deseo es que cumpláis el acuerdo con eficacia y prestéis con diligencia el servicio a que os habéis comprometido. Urge la defensa de las fronteras orientales del Imperio, y por ello hemos confiado en vosotros. Es nuestra intención que os encontréis a gusto entre nosotros, y que nuestras relaciones se asienten en la mutua comprensión y se basen en los principios de la sabiduría.
»Hoy mismo daremos la orden para que el secretario del tesoro adelante cuatro meses de paga a cada uno de vosotros, pero además os concedo a vos, Roger de Flor, a nuestra más amada sobrina, la delicada princesa María, de dieciséis años de edad, hija de nuestro aliado el rey de los búlgaros y de nuestra hermana Irene, en matrimonio, para que nuestro acuerdo se selle mediante la unión de nuestros linajes con los lazos indisolubles de la sangre.
»Y para que la dignidad imperial de la princesa María no sienta ningún menoscabo, tenemos a bien nombraros a vos, don Roger de Flor, megaduque del Imperio.
—¿Qué está diciendo? —le preguntó Roger de Flor a Jaime.
—Te vas a sorprender: te ofrece la mano de una de sus sobrinas y un pomposo título imperial, megaduque del Imperio —le tradujo Castelnou.
—Bien; eso era lo pactado.
El que se sorprendió fue Castelnou. Estaba claro que antes de aquella entrevista el emperador y Roger de Flor habían acordado lo que en aquel acto solemne no hacía sino ratificarse. Jaime se sintió como un estúpido.
L
a boda del caudillo almogávar y la princesa búlgara se celebró una semana después en la catedral de Santa Sofía. Los invitados de ambos contrayentes estaban extraídos de dos mundos diferentes. Los bizantinos lucían trajes coloristas, de brillantes sedas y paños magníficos, y se adornaban con diademas de oro engastadas con esmeraldas y rubíes, collares de perlas y anillos con gemas preciosísimas. Las damas de la corte rivalizaban en tocados y peinados refinadísimos, y en velos y tules tan delicados que parecía iban a rasgarse con sólo rozarlos.
Acabada la ceremonia, Castelnou decidió dar un paseo por la zona de Santa Sofía. Los alrededores de la catedral eran tan impresionantes que le pareció estar en el centro del mundo. Al lado de aquella ciudad, Roma parecía un barrio de menesterosos y Jerusalén una posada de pordioseros. Desde un mirador cercano a Santa Sofía contempló el otro lado del Cuerno de Oro, donde por la ladera de una colina se extendía el barrio de los genoveses, en torno a un enorme torreón circular conocido como la torre de Gálata. A la vista de la torre decidió que al día siguiente se acercaría hasta allí para ver si era posible subir a lo alto; imaginó que la panorámica de la ciudad desde la otra orilla del estuario y sobre la azotea de la torre sería formidable.
Muy temprano, cuando los primeros rayos del sol iluminaban el caserío rojo y ocre de Constantinopla, descendió la ladera de la colina de Blanquernas hasta el puerto del Cuerno de Oro y pagó una moneda para cruzar el estuario en una barca que iba y venía sin cesar transportando pasajeros de una orilla a otra. Ya en el barrio de los genoveses, se enteró de que se llamaba Pera y se dirigió por unas empinadas callejuelas hacia la altísima torre circular. El barrio de los genoveses era un conglomerado de casas de madera azules, amarillas y blancas, arracimadas en varias calles que ascendían por la ladera en torno a la torre de Gálata. Los genoveses eran los principales aliados comerciales de los bizantinos, y hacía ya tiempo que disfrutaban de beneficios concedidos por los emperadores, que los habían preferido a sus enemigos los venecianos.
Castelnou se acercó hacia la base de la torre de Gálata, pero fue interrumpido en su camino por dos altivos genoveses.
—Vaya, éste debe de ser uno de esos almogávares que han conseguido el favor del emperador —dijo uno de ellos, vestido como un pavo real en pleno cortejo.
—Sí, fíjate en su aspecto. Si intentara entrar vestido así, lo echarían a patadas de la más apestosa de las posadas de Génova.
—Señores, sólo pretendo ver esta ciudad desde esa torre; si me permitís…
Castelnou hizo ademán de seguir andando, pero los dos genoveses se lo impidieron.
—Parece que no lo has entendido; hueles mal, apestas, y no queremos que pases por aquí. Dejarías tras de ti un olor nauseabundo y no nos gusta que nuestro barrio apeste con el hedor de tipos como tú.
—No quiero líos. Dejadme en paz.
—Pues da media vuelta y aléjate de aquí; seguro que eres uno de esos catalanes de mierda.
—Os pido que me permitáis pasar; no busco pelea.
Al intentar dar un paso, uno de los genoveses desenvainó su espada y le lanzó un tajo a Castelnou, que estaba atento ante esa posibilidad. El templario se hizo a un lado y esquivó con facilidad el torpe ataque del genovés. No pretendía empuñar su arma, pero al ver que el segundo genovés sacaba la suya, no tuvo otra alternativa que hacerlo.
—Dos contra uno, veremos si sois tan rápidos con la espada como con la lengua —dijo Castelnou.
El templario se lanzó a la carga con dos formidables mandobles de su brazo izquierdo que hicieron palidecer a sus adversarios. Protegiendo su espalda contra una pared para no ser sorprendido por detrás, mantuvo a raya a los dos genoveses, que intentaban asestarle una estocada atacándole de manera simultánea por la izquierda y la derecha. Aquellos dos tipos no eran malos espadachines, pero no eran enemigos para medirse con la destreza y la agilidad de Castelnou. En cuanto se lo propuso, despachó a uno de ellos atravesándole el pecho y desarmó al otro con un giro de muñeca y un golpe de espada en el brazo. En unos instantes uno de los genoveses yacía muerto sobre un charco de sangre con el corazón partido y el otro estaba arrodillado a sus pies rogándole que no lo matara.
A los gritos de súplica del genovés acudieron numerosos vecinos del barrio de Pera, que increparon a Castelnou llamándolo asesino. Jaime intentó explicarse, pero las protestas fueron aumentando y la turba amenazaba con lincharlo allí mismo. No le quedó otro remedio que dar media vuelta y descender corriendo por la calle hasta el puerto de Pera. Tras él iban varias decenas de personas acusándolo de criminal y clamando venganza, pero ninguna de ellas se atrevía a acercarse demasiado a la vista de la espada desenvainada y ensangrentada que Jaime portaba en su mano izquierda.
Ya en el puerto, dio un brinco y saltó sobre una de las barcas que se alineaban a decenas en el muelle y conminó al barquero a que remara a toda prisa hacia la otra orilla del Cuerno de Oro. Ante la espada de Jaime y amedrentado por la determinación que mostraban sus ojos, aquel hombre no lo dudó y comenzó a bogar con todas sus fuerzas.
Una vez en la orilla sur del Cuerno de Oro, Jaime se dirigió hacia Blanquernas, donde habían sido ubicados los almogávares, y le explicó lo ocurrido a Rocafort.
—No es el momento de molestar a Roger; ahora estará dando buena cuenta de esa princesita, pero debemos avisar a los demás, pues me temo que los genoveses no se contentarán con unas simples disculpas —dijo Rocafort.
—No hice otra cosa que defenderme —alegó Jaime.
—No lo dudo; y aunque no fuera así, seguro que esos dos genoveses se merecían una buena lección.
Rocafort no se equivocó; la noticia de la muerte del genovés se había extendido deprisa entre la colonia de mercaderes de esa república y la mayoría clamaba venganza. Los genoveses disponían para la defensa de sus comerciantes de una guarnición de soldados dirigidos por un impetuoso capitán que necesitaba muy pocas excusas para montar una gresca descomunal.
Se llamaba Rosso del Finar y era un hombre bregado en decenas de combates en el mar; odiaba a los catalanes desde que una andanada de una de sus galeras le provocara durante una batalla de la guerra de Sicilia una terrible cicatriz que le cruzaba el lado derecho del rostro de arriba abajo.
Varios centenares de soldados genoveses irrumpieron con Rosso del Finar al frente en el barrio de Blanquernas, pero los almogávares los estaban esperando. El enfrentamiento se produjo en el cruce de dos amplias calles, y en el primer envite cayeron varios genoveses; el propio Rosso fue despachado de dos mandobles por Jaime de Castelnou.
Los genoveses sobrevivientes se quedaron paralizados ante la fiereza del contraataque de los almogávares, quienes, desenvainando sus cuchillos de hoja ancha, comenzaron a golpear el suelo a la vez que gritaban su consigna favorita: «¡Desperta ferro!».
Aterrorizados, los genoveses retrocedieron y comenzaron a correr en retirada perseguidos por los almogávares, que con sus cabelleras al viento aullaban como verdaderos lobos. Antes de que lograran embarcar de regreso al barrio de Pera, dos centenares de genoveses yacían muertos en la calles de Constantinopla. Animados por la victoria, los almogávares cruzaron el estuario en varias barcas y cayeron sobre los genoveses de Pera provocando una matanza terrible.
Cuando la noticia de la refriega entre almogávares y genoveses llegó a oídos del emperador, el
basileu
. comprendió que había contratado a gente demasiado peligrosa. Algunos de sus consejeros dijeron que había sido un error traer a la ciudad a una turba de guerreros como aquéllos, que convertían a la ferocidad en su norma habitual de conducta. Otros, por el contrario, sostuvieron la oportunidad de la decisión, señalando que lo que había que conseguir es que semejante fiereza se encauzara contra los turcos.
—Parece que las cosas se han calmado —le comentó Rocafort a Castelnou—. Los genoveses han aprendido la lección y el emperador nos ha dado la razón.
—Me alegro, porque temí lo peor —dijo Castelnou.
—Sí, Jaime, has armado una buena. ¿A quién se le ocurre liarse a golpes con todo el barrio genovés?
—No fue exactamente así; yo sólo pretendía subir a la torre…
—Claro, subir a la torre… ¿No tendrás algún lío con una linda genovesita? Dicen quienes las han probado que son dulces como la malvasía y delicadas como un gorrión. Por cierto, nunca he follado con una genovesa, tal vez sea ahora la ocasión de ir por allá en busca de alguna.
—Yo no lo haría; no es precisamente el momento más oportuno para que un almogávar se deje ver en el barrio de Pera. El emperador ha ordenado que no nos mezclemos con ellos, y Roger de Flor ha asentido.
—Bien, lo dejaré para mejor ocasión, pero no descarto un buen revolcón con una de esas estiradas gatitas genovesas.