El general turco no podía creer lo que estaba viendo, y al advertir la inquietud que se extendía por los batallones de su ejército tuvo miedo. El estandarte del rey de Aragón tremolaba en la primera línea y sus brillantes colores guiaban a los combatientes como un faro de esperanza.
El primer envite fue demoledor para los turcos. Paralizados por el avance almogávar, por sus gritos salvajes y terribles y por su aspecto fiero y animal, apenas tuvieron valor para enfrentarse a ellos y las primeras filas de la formación turca fueron arrasadas como si se tratara de un arbusto podado por un jardinero. Conforme iban cayendo los combatientes de las líneas de la vanguardia, los que estaban por detrás se sintieron poseídos de un pánico incontrolado y dieron media vuelta para intentar huir de la acometida de aquellos demonios. Pero al darse la vuelta se encontraron con las filas de la retaguardia, a las que sus oficiales amenazaban con espadas para que no huyeran.
Y entonces se produjo el caos. Los combatientes turcos se golpeaban unos con otros, apretujados en filas tan compactas que ni siquiera podían extender los brazos para defenderse. Mientras tanto, los almogávares los iban liquidando como a corderos dispuestos para el sacrificio. En aquella barahúnda de aullidos y estridencias, la caballería almogávar causó un destrozo tremendo.
Castelnou dio varias órdenes que los jinetes de su escuadrón obedecieron pese a que el templario no había sido investido de ningún grado en el ejército almogávar; el mismo Rocafort, aunque era su capitán, también le obedeció. Siguiendo las tácticas de la carga de caballería que había aprendido durante su estancia en el Temple, Castelnou dirigió un ataque frontal, formando a su escuadrón en una línea de veinte caballeros en frente por tres en fondo, que irrumpió en el centro del ejército turco desbaratándolo por completo.
El brazo izquierdo de Jaime repartía mandobles con tal contundencia que con cada uno de ellos abatía a un enemigo o lo dejaba inútil para seguir combatiendo. En su brazo derecho no llevaba escudo, sino una maza de hierro con la que causó estragos entre los infantes turcos, cuyas líneas se abrieron por el centro antes de descomponerse por completo.
A mediodía todo había terminado. Varios miles de turcos lograron huir ante la imposibilidad de retenerlos a todos, pero cinco mil cadáveres quedaron sobre el campo de batalla; de ellos apenas doscientos eran almogávares.
Roger de Flor se mostró satisfecho tras el recuento de bajas.
—Esta batalla será recordada en los anales de la Historia; por cada uno de los nuestros que ha caído hemos abatido a veinticinco sarracenos. Jamás se logró una victoria semejante.
Castelnou observó con atención a su caudillo; en verdad era un soldado formidable.
«¿Qué gran templario hubiera podido llegar a ser si no hubiera cometido aquella infamia en Acre?», pensó.
Y de nuevo lo asaltaron las dudas. No podía renegar de su misión, pero ¿qué podía hacer? Roger de Flor estaba en la cumbre de su poder y de su gloria, era megaduque de Bizancio, estaba casado con la sobrina del emperador, incluso, a efectos públicos y protocolarios, había cambiado su nombre por el de Miguel Paleólogo Comneno, y sus soldados lo admiraban, lo respetaban y cualquiera estaba dispuesto a dar la vida por él. Pero no, Jaime era un templario, y Roger un renegado que merecía un justo castigo. Sentimientos contradictorios se amontonaban en su alma. Su cabeza le decía que su deber era entregar a Roger al Temple para que fuera juzgado por traición a la Orden, por robo y por desobediencia, pero su corazón le transmitía sensaciones bien distintas.
¿Se estaba convirtiendo él también en un renegado? No supo qué responderse y supuso que lo mejor sería dejar de pensar en ello por unos días y un poco más adelante decidir si seguir con el plan que le había ordenado el maestre o por el contrario convertirse en un almogávar más hasta que se le presentara la oportunidad de abandonar la Compañía y regresar a Chipre.
* * *
El cerco a Filadelfia fue levantado y los bizantinos colmaron a sus liberadores de regalos. Comoquiera que los turcos huyeron en desbandada, Roger de Flor los persiguió por el sur de Anatolia hasta que ordenó el regreso a Constantinopla; sabía que aquellas victorias lo habían encumbrado y que el destino del Imperio estaba en sus manos.
A fines de verano, los almogávares entraron triunfantes en Constantinopla; la población de la gran ciudad imperial los recibió con un sentimiento mezcla de admiración y envidia. Los ricos ciudadanos sabían que aquellos aguerridos soldados constituían la única garantía de su independencia, pero a la vez no albergaban ninguna duda de que dependían en demasía de ellos.
El emperador Andrónico le había dicho a Roger de Flor que no quería más de seis mil almogávares en su imperio, pero la atracción del hijo del halconero era tal que su compañía estaba integrada por más de ocho mil soldados, muchos de ellos con familia.
En Constantinopla Jaime de Castelnou se enteró de dos noticias terribles: ese mismo año de 1303 una flota mameluca compuesta por veinte barcos había ocupado la isla de Ruad, eliminando a la mayor parte de la guarnición templaria que la custodiaba, de la que sólo unos pocos supervivientes habían logrado alcanzar las costas de Chipre a bordo de una maltrecha galera. Sin duda, muchos de los templarios caídos en Ruad habían sido compañeros de armas de Castelnou. Y además, un ejército mameluco había derrotado a la nueva coalición de armenios y mongoles en una localidad al sur de Damasco. La vieja esperanza de una Tierra Santa en poder de los cristianos se había esfumado definitivamente.
Si los templarios seguían albergando algunas esperanzas de regresar en breve a Jerusalén, aquellas dos derrotas acabaron con ellas. De nuevo estallaron las contradicciones en su corazón. Jaime hubiera deseado estar allí, en Ruad, al lado de sus hermanos, y en Siria, intentando ayudar a sus antiguos aliados en la batalla que acabó con los intereses mongoles y templarios en Tierra Santa. Pero estaba en Constantinopla, contribuyendo con su espada a agrandar la fama, la leyenda y la fortuna del renegado al que se había propuesto poner en manos de la justicia templaria. ¿Qué hacer en esas circunstancias? El Temple parecía abocado al fracaso y en cambio el empuje de los almogávares podía ser la solución al desgaste de los cristianos en Ultramar. ¿Y si el futuro dependiera de los soldados de Roger de Flor? El destino solía ofrecer aquellas ironías.
Con los mongoles derrotados y poco interesados en Tierra Santa, los templarios jamás podrían disponer de la fuerza numérica suficiente como para vencer a los mamelucos. Tal vez los almogávares pudieran ser sus posibles aliados en el futuro, pensó Castelnou. Pero mientras estuviera a su frente Roger de Flor, esa alianza era imposible.
Los bizantinos habían quedado impresionados ante la demostración de valor y de fiereza que los almogávares habían desplegado contra los turcos; eran desde luego los soldados que necesitaba el Imperio para mantener sus ya menguadas fronteras, pero suponían también una carga muy pesada. El dinero que el emperador se había comprometido a destinar a los salarios de los mercenarios era demasiado para ser soportado por las arcas del Estado, de modo que algunos consejeros de la corte plantearon como solución entregarles las tierras que pudieran conquistar a los turcos y vivir de ellas. Pero los almogávares ni eran campesinos, ni estaban dispuestos a serlo. Habían vivido toda su vida como soldados de fortuna, enrolados en compañías de armas bajo la dirección de un general como Roger de Flor. Su vida era la guerra y vivían de la guerra, no les interesaba un trabajo ni en el campo ni en la ciudad, sino seguir luchando para ganarse el pan. Ya no tenían raíces que conservar, ni una tierra que añorar, ni un rey o un señor al que servir. Su patria era el inminente horizonte, su esperanza ver cada día un nuevo amanecer, su ilusión tan sólo la próxima victoria.
Su origen estaba en las rudas y ásperas montañas del reino de Aragón, en las sierras fragosas del condado de Barcelona y en las tierras montaraces del interior del reino de Valencia, y por ello guardaban en la memoria un vago recuerdo de haber sido alguna vez súbditos del rey de Aragón, por ello enarbolaban su estandarte barrado con franjas rojas y amarillas, por eso gritaban «Aragón, Aragón», para estimularse inmediatamente antes de iniciar un combate, y por eso seguían manteniendo en su corazón una cierta sensación de ser miembros de la gran corona del rey de Aragón, a quien la profecía anunciaba como futuro señor de todo el Mediterráneo.
D
e regreso a Constantinopla, los almogávares volvieron a los albergues que el emperador les había concedido en el barrio de Blanquernas.
Una mañana, pocos días después de haber regresado de la campaña en Anatolia, Jaime de Castelnou recibió la visita de Rocafort. Su capitán le dijo que acababa de entrevistarse con Roger de Flor y que el jefe de los almogávares deseaba dar la enhorabuena personalmente al guerrero zurdo del que todos elogiaban su valor y su destreza con la espada. Jaime sintió entonces renacer su alma de templario; al fin podría estar cara a cara con el traidor de Acre y tal vez tuviera una oportunidad para acabar con él, pues pese a todo no había renunciado a ejecutar su venganza.
—¿Qué desea de mí el megaduque? —preguntó Castelnou.
—Conocerte mejor. Algunos de los nuestros, bueno, yo también, le han hablado de ti. Somos varios capitanes los que estimamos que posees dotes para el mando, que no te falta valor y que conoces tácticas de estrategia en la batalla. Creo que Roger quiere proponerte como capitán de uno de nuestros regimientos de caballería.
—Llevo poco tiempo entre vosotros, no sé si merezco…
—Claro que lo mereces; aunque sigo pensando que ocultas algo, hasta ahora has demostrado plena fidelidad a la Compañía. En la batalla de Filadelfia contra los turcos tu comportamiento fue extraordinario. Jamás había visto combatir a nadie con tu destreza y tú…, digamos frialdad. Nosotros luchamos como fieras sanguinarias, nuestros rostros y nuestros ojos parecen emitir por sí mismos un mensaje de muerte; miramos a nuestros enemigos como perros rabiosos y gritamos como si nos hubieran poseído mil demonios, pero tú…, tú eres frío como un carámbano de hielo, te limitas a liquidar a cuantos enemigos se te ponen delante con la misma naturalidad del artesano que trenza un cesto de mimbre tras otro o del tejedor acostumbrado a pasar la lanzadera una y otra vez entre la urdimbre del telar. Creo que en todo este tiempo que te conozco jamás te he visto reír, ni llorar, ni emocionarte por nada ni por nadie. Ni siquiera te he visto desear a una mujer; y eso sólo les ocurre a los maricones, y evidentemente tú no lo eres. No pareces albergar ningún sentimiento en tu corazón, pero sé que hay algo en tu pasado que, aunque no lo manifiestes, te atormenta. Bueno, al menos espero que seas un ser humano.
—Lo soy, no lo dudes.
—Pero basta de cháchara y vayamos a ver a Roger de Flor; te está esperando.
—¿Puedo coger mis armas?
—Claro, un almogávar debe tenerlas siempre a mano.
Castelnou se ajustó el cinturón de cuero del que pendían la vaina y la espada y ocultó entre sus calzas, a la altura de la pantorrilla, un pequeño y afilado cuchillo.
De camino hacia el palacete donde Roger de Flor vivía con su joven esposa, la princesa imperial María Asanina, intentó maquinar un plan. Había llegado a la conclusión de que capturar al caudillo de los almogávares para conducirlo vivo ante un tribunal del Temple para que lo juzgara por sus delitos contra la Orden era imposible, de modo que decidió que él mismo sería el ejecutor. En cuanto tuviera una oportunidad, saltaría sobre el hijo del halconero y lo liquidaría, con su espada o con el cuchillo. Sabía que Roger era un luchador bravísimo y que había sido formado como sargento templario, pero confiaba en que la mezcla de su habilidad con la espada y la sorpresa no darían la menor opción de defenderse al traidor de Acre.
El palacete de Flor estaba protegido por una guardia personal de cuarenta almogávares, que vigilaban cualquier movimiento que se produjera en las inmediaciones. Rocafort y Castelnou llegaron ante la puerta y se identificaron; los guardias los dejaron pasar sin registrarlos siquiera. Atravesaron un patio porticado con finas columnas de mármol verde y alcanzaron una estancia suntuosa decorada con mosaicos de teselas doradas. En el centro de la sala, debatiendo con media docena de capitanes almogávares, estaba Roger de Flor.
Castelnou evaluó enseguida la situación; los seis capitanes, más el propio Rocafort, estaban armados y no dudarían en lanzarse contra él si atisbaban la menor intención de que iba a atentar contra su caudillo. Roger de Flor portaba su espada, pero no tenía sobre su cuerpo ningún equipo de defensa, pues se vestía con una sencilla túnica hasta la rodilla y unas calzas. Jaime pensó que no sería difícil desenvainar con rapidez la espada y acertar con una certera estocada en el corazón del jefe almogávar, pero después tendría que vérselas con siete capitanes, hombres bregados en la pelea, a los cuales podría derrotar uno a uno, pero jamás a los siete a la vez. Sólo tenía dos opciones: matar a Roger de Flor y luego morir, o dejar pasar la ocasión en espera de otra más propicia en la que al menos pudiera disponer de una oportunidad para escapar. Roger de Flor se giró hacia Rocafort y Castelnou, y al verlos acercarse los saludó.
—Bienvenidos, amigos. Vaya, de modo que tú eres ese formidable luchador zurdo del que todos hablan. Sé que te incorporaste a nosotros ya en Grecia, y que eres del condado de Ampurias, buena y hermosa tierra, y que no careces ni de valor ni de dotes para el mando. Necesitamos capitanes que sepan luchar y capaces de dirigir a nuestros hombres. Rocafort te ha recomendado para que seas nombrado capitán. ¿Aceptas?
Roger de Flor se dio entonces media vuelta para coger una copa y una jarra de encima de una mesa con la intención de servírsela a Jaime. Aquella era la oportunidad: el general tenía las dos manos ocupadas con la copa y la jarra, los capitanes estaban confiados saludando al recién llegado Rocafort y nadie se interponía entre ellos dos. Bastaría con desenvainar la espada con rapidez y lanzar una estocada directa al pecho desprotegido de Flor para acabar con ese bastardo.
El caudillo almogávar extendió su brazo ofreciéndole la copa a Jaime, y el templario la aceptó.