E
l emperador Andrónico citó a Roger de Flor y le indicó que ya era tiempo de atacar a los turcos. Unos espías bizantinos acababan de informar que se estaban registrando movimientos de tropas que acudían desde varias regiones hacia las cercanías de Constantinopla. Alguien había comunicado a sus caudillos que los cristianos se habían enfrentado entre sí, y que ante semejantes desavenencias serían más vulnerables.
En efecto, los turcos habían avanzado hacia el estrecho del Bósforo, habían puesto cerco a la ciudad de Filadelfia y amenazaban a las poblaciones costeras del mar de Mármara. Un ejército imperial se había dirigido hacia allí, pero se había retirado sin combatir.
La compañía de Roger de Flor era una contundente maquinaria de guerra; armados con sus cuchillos de hoja ancha, sus hondas y sus lanzas cortas, ligeros de equipaje y de armadura, los almogávares se movían en la batalla y luchaban en el cuerpo a cuerpo como nadie antes lo había hecho. Ágiles como demonios, irrumpían de improviso en el combate, liquidaban con precisión y rapidez a sus adversarios y se replegaban con un sigilo extraordinario.
Pero hasta esos días de 1302 los almogávares jamás habían combatido contra los turcos; sus tácticas de combate habían sido muy exitosas en Sicilia, en Italia y a bordo de sus galeras, pero nadie podía asegurar que fueran a resultar igual de eficaces contra los turcos, a los que se les suponía además una fiereza al menos similar.
Jaime de Castelnou embarcó en Constantinopla en la galera de Rocafort; la armada almogávar puso rumbo sur y desembarcó poco después en la orilla asiática del mar de Mármara.
—En estas playas combatieron los héroes de la Antigüedad —dijo Rocafort al poner el pie sobre las doradas arenas de Anatolia.
—¿También tú te consideras un héroe? —preguntó Castelnou.
—Te lo diré dentro de unos días. Esos turcos deben de estar ahí mismo, detrás de esas colinas. Tal vez nos vigilen ahora, aguardando el momento oportuno para caer sobre nosotros en una emboscada.
—Creía que éramos nosotros los especialistas en eso.
—Y lo somos; pero no olvides que no conocemos el terreno, y es ahí donde esos condenados turcos nos sacan mucha ventaja. Pero no hay que preocuparse demasiado, Roger ya sabrá lo que debemos hacer para derrotarlos.
Jaime calló. A la vista del despliegue de las galeras en la playa, recordó la misión que el maestre del Temple le había encomendado y se sintió extraño. Durante los meses que había ocultado su identidad templaria para convertirse en un almogávar, había actuado, pensado y vivido como ellos, y su actitud era ya más propia de uno de aquellos fieros bravucones desarrapados que de un caballero templario. Pese a que había prometido ejecutar el plan que se le había encomendado en Chipre, no había hecho hasta el momento nada por cumplirlo.
Sentado ante una hoguera, contemplando las llamas que ardían en el campamento, dudó; por primera vez en su vida, dudó. El era un templario, había jurado defender la Orden con su sangre, obedecer al maestre, cumplir la regla… y nada de eso había ocurrido en los últimos meses. Su espada había matado a varios genoveses, su comportamiento había sido impropio de un caballero cristiano, y además aún no había movido un solo dedo para acabar con Roger de Flor. Pese al odio y a los deseos de venganza que durante años había albergado hacia el antiguo sargento, ahora se sentía extraño, incluso atraído por el caudillo que había humillado a su orden, el que había robado la galera
El halcó
. y el que había mancillado el nombre del Temple en Acre. ¡Cuántas veces había soñado con enfrentarse cara a cara con el hijo del halconero y asestarle una estocada que lo dejara listo para el infierno! Pero no, aquellos meses al lado de sus hombres le habían cambiado; ya no sentía odio, sino una extraña mezcla de indiferencia y soledad.
¿En qué se había convertido? Ya no era el mismo, casi no se reconocía. Ni siquiera añoraba el hábito blanco de la Orden, aquella capa cuya sola visión atemorizara durante decenios a los musulmanes de Tierra Santa.
—Pareces ausente; debe de ser muy importante lo que estás pensando —le interrumpió Rocafort, dándole una palmadita en la espalda.
—Estaba intentando quedar en paz conmigo mismo —confesó Castelnou.
—Sé que no eres quien dices, pero no sé quién eres. Y ya sabes que no me importa. Eres un extraordinario luchador y hasta ahora te has comportado como el mejor de los nuestros. Tal vez algún día puedas contarme esos pensamientos que parecen atormentarte.
—Sí, tal vez.
—Ahora será mejor que vayas a descansar un rato; ya he dejado organizada la guardia de noche. Te toca el segundo turno.
En apenas un par de días los almogávares desembarcaron todo el equipo y avanzaron tierra adentro. No conocían el terreno, pero el emperador Andrónico les había proporcionado varios guías que hubieran podido caminar por cada palmo de esa zona de la costa occidental de Anatolia con los ojos vendados. Roger de Flor reunió a los capitanes y les contó que los exploradores habían localizado un campamento turco a unas tres horas de camino. Parecía importante, pues habían contado unas doscientas tiendas, pero a la vez les llamó la atención que apenas estuviera vigilado.
—Esos turcos se han relajado —comentó Rocafort a sus hombres, al regreso de la junta de capitanes—. Vamos a darles una buena sorpresa. Han debido de creer que los bizantinos jamás irían contra ellos, pero no han contado con nosotros. Preparaos para la lucha; caeremos sobre esos sarracenos justo al amanecer. De modo que descansad cuanto sea posible y desentumeced los músculos, al alba nos espera una buena caminata antes de la batalla.
Pese a los consejos de su capitán, Castelnou apenas pudo dormir. Era la primera vez que iba a participar en una verdadera batalla al lado de los almogávares, y ya había podido comprobar en Constantinopla cómo se las gastaban aquellos feroces guerreros. Claro que una cosa era enfrentarse a una turbamulta de arrogantes genoveses y otra muy distinta combatir contra un ejército tan aguerrido y feroz como el turco. En el ejército templario habían servido algunos soldados turcos, y Jaime sabía perfectamente que eran unos formidables soldados.
Era noche cerrada todavía cuando Roger de Flor dio la orden de avanzar hacia el campamento turco. La noche era oscura pero despejada, y en el cielo de Anatolia brillaban centenares de estrellas como reflejos de bruñidas perlas en un espejo de azabache.
Tenían orden de avanzar en completo silencio, sin hacer el menor ruido; pero no hubiera hecho falta dar nuevas instrucciones, cada uno de aquellos hombres sabía muy bien cómo comportarse, cómo moverse, cómo deslizarse en la noche con la agilidad de un gato y el sigilo de una cobra.
Los turcos habían instalado su campamento a orillas de un arroyo, cerca de su desembocadura en un río que no parecía demasiado profundo. Roger de Flor se había soltado su cabello y caminaba al lado de sus hombres, con la espada en la mano. Castelnou parecía un almogávar más, pero chocaba que de su cintura pendiera una vaina con una espada larga, como las de los caballeros, y no el cuchillo corto y ancho que utilizaban la mayoría de sus colegas. Los almogávares se desplegaron con la máxima cautela hasta rodear el campamento otomano. Cuando estuvieron preparados, al tiempo que las primeras luces asomaban plateadas por levante, el mismo Roger de Flor comenzó a golpear su espada contra unas piedras y lanzó al helado cielo el terrible grito de guerra: «¡Desperta ferro!». De inmediato, decenas de espadas, venablos y cuchillos comenzaron a ser golpeados contra el suelo provocando un ruido metálico aterrador. A una orden de su caudillo, los almogávares se lanzaron corriendo ladera abajo hacia el campamento turco. Los sorprendidos otomanos apenas pudieron reaccionar; los escasos vigías que habían sido desplegados alrededor de las tiendas fueron liquidados sin que pudieran siquiera lanzar un grito de aviso, y cuando los demás quisieron responder al ataque de los almogávares ya estaban encima de las tiendas, con sus aceros brillantes hiriendo, cortando, golpeando a los desprevenidos turcos.
Castelnou empuñaba su espada sujeta con firmeza en su mano izquierda, mientras en la derecha portaba un pequeño y ligero escudo circular. Fue uno de los primeros en alcanzar las tiendas del campamento turco, y entre las primeras luces del alba pudo ver los sorprendidos rostros de los otomanos, marcados por un rictus de desesperación y de pavor, porque sabían que iban a morir antes de que el sol los bañara con su aterciopelada luz invernal. Ante las hojas de acero de los almogávares, los turcos caían abatidos a cuchilladas, destrozados por la terrible contundencia de la carga de aquellos diablos calzados con sandalias de cintas de cuero.
Cuando los primeros rayos de un sol amarillo y redondo iluminaron las tiendas de fieltro de los otomanos, varios centenares de soldados yacían en medio de charcos de barro rojo. La sangre de aquellos desgraciados teñía las tiendas desmanteladas sobre el suelo, y las pocas que quedaban en pie aparecían salpicadas por extensas manchas amarronadas y rojizas.
Roger de Flor dio la orden de detener la matanza y Castelnou obedeció. El templario cogió un pedazo de tela y limpió la hoja de acero ensangrentada antes de volver a guardar su espada en la vaina. Sólo entonces se apercibió de que todo su cuerpo estaba empapado con la sangre de los enemigos que había abatido. Un olor acre y húmedo estalló en la aletas de su nariz a la vez que en sus oídos resonaban los gritos de guerra de sus compañeros, que aumentaron de tono cuando alguien izó sobre la que había sido la tienda del general turco una bandera con las barras rojas y amarillas del rey de Aragón.
—¿Conoces la profecía? —preguntó Rocafort a Castelnou de improviso.
—¿A qué profecía te refieres?
—¿A cuál va a ser?, a la que sostiene que un rey de Aragón gobernará alguna vez sobre Jerusalén.
—No, nunca la he oído.
—Pues así es; y mira, por algo se empieza, ahí tienes la señal del rey de Aragón ondeando en este infecto rincón del mundo.
L
os almogávares estaban ebrios de victoria y demandaron de Roger de Flor que les permitiera continuar hacia la ciudad de Filadelfia, donde un ejército turco estaba a punto de entrar en esa ciudad bizantina, que resistía un duro asedio desde hacía varias semanas. Pero Roger de Flor ordenó la retirada a la isla de Quíos, frente a las costas de Anatolia, para preparar desde allí una campaña mucho más contundente.
Castelnou quiso identificar aquel sentimiento de los almogávares con el que había oído expresar a algunos ancianos caballeros templarios que, retirados en las encomiendas de Europa e incapaces ya de sostener un arma, pasaban los últimos años de su vida relatando viejas historias de los tiempos felices en los que la bandera del Temple ondeaba en lo más alto de los formidables castillos de Tierra Santa.
Influido por el sentir general y acuciado por el consejo de capitanes que no sólo reclamaban una nueva victoria sobre los turcos sino también más botín, Roger de Flor ordenó abandonar Quíos y regresar al continente. El emperador le había pedido que acudiera a liberar el cerco que los turcos habían cerrado sobre la ciudad de Filadelfia, tras cuyas murallas resistían los bizantinos. Como ayuda le envió varios escuadrones de caballería de la tribu de los alanos, las tropas mercenarias más afamadas del ejército bizantino.
La noticia de la espantosa matanza ejecutada por los almogávares sobre el campamento turco ya había llegado a oídos del general Alí Schir, que dirigía el ejército otomano que estaba asediando Filadelfia. Este general contaba con un formidable contingente de ocho mil jinetes y doce mil infantes, y al saber que los almogávares apenas eran seis mil combatientes se sintió tranquilo. Ante su superioridad numérica e informado por sus espías de que los almogávares venían directos hacia Filadelfia, imaginó que conseguiría dos triunfos en uno: derrotar a los mercenarios del emperador bizantino y vengar así a sus hombres muertos en el campamento, y conquistar Filadelfia, pues sus defensores no dudarían en rendirse al enterarse de la derrota de quienes venían en su auxilio.
La vanguardia almogávar, encabezada por el mismísimo Roger de Flor, apareció al amanecer de una mañana de mayo sobre la cima de unas colinas cubiertas de arbustos florecidos. Los turcos había formado su ejército en una llanura muy abierta, entre las colinas y la ciudad; su superioridad era manifiesta, pues por cada combatiente almogávar formaban cuatro turcos.
El general otomano sonrió; la desproporción de fuerzas era tal que ni el más loco de los generales se arriesgaría a atacarlo ante la evidente inferioridad almogávar. Se equivocó. Roger de Flor recorrió uno a uno todos los batallones y arengó a sus tropas prometiéndoles la victoria.
Castelnou formaba en una de las alas, montado sobre un caballo que le habían proporcionado al considerar su condición. Tras escuchar la orden de atacar dada por Roger de Flor, miró con serenidad a Rocafort, situado a su derecha.
—¿No te inquieta que vayamos a cargar en campo abierto contra un enemigo muy superior? —le preguntó el capitán.
—No. La victoria suele ser patrimonio de los atrevidos —respondió Castelnou.
—No pareces nervioso —volvió a preguntarle Rocafort.
—Me he visto en situaciones peores que ésta.
—No lo dudo. Alguien que maneja la espada como tú ha tenido que utilizarla en numerosas ocasiones.
En el centro de la línea de combate se alzó de pronto la bandera a franjas rojas y amarillas del rey de Aragón. Seis mil gargantas comenzaron a gritar atronadoras «Aragón, Aragón». Después, Roger de Flor alzó su espada y los almogávares desenvainaron sus cuchillos de hoja ancha y comenzaron a golpearlos provocando un estruendo que se extendió hacia la llanura como si de repente se hubiera desatado un millón de truenos.
Los turcos, que hasta entonces se habían mostrado confiados y firmes en sus posiciones, comenzaron a dudar, y un rumor se extendió entre sus filas: aquellos adversarios no eran hombres, sino espíritus recién llegados del averno.
Roger de Flor bajó despacio su brazo y con su espada apuntó hacia el enemigo otomano. Como impulsados por un mismo resorte, los seis mil almogávares se lanzaron ladera abajo gritando «Desperta ferro» y «Aragón, Aragón», a la vez que aullaban como lobos hambrientos en busca de su presa.