Castelnou dio un sorbo.
—Carezco de méritos para dirigir uno de nuestros regimientos. —Jaime se extrañó al oírse a sí mismo hablando con tanta naturalidad de «nuestros regimientos».
—Los que han combatido a tu lado no opinan así.
—En ese caso, acepto.
—Una cosa más. Quiero que enseñes a nuestros hombres a manejar la espada como sólo tú sabes.
—Esos hombres tienen poco que aprender; jamás he visto a nadie pelear con su bravura y su determinación. No necesitan nada más.
—El valor es importante, pero la técnica en el combate también. Nos esperan tiempos de duras batallas, y para vencer en ellas debemos estar perfectamente preparados, de modo que te harás cargo de la instrucción en esgrima de nuestros hombres.
»Pasaremos el invierno aquí, pero no podemos permanecer ociosos. Hemos de seguir ejercitándonos para que ni nuestros músculos ni nuestros sentidos se resientan por la inactividad. La próxima primavera nos aguardan combates para los que hemos de estar bien dispuestos.
»Y ahora, amigos, permitid que me retire, el emperador Andrónico desea hablar conmigo; imagino que intentará persuadirme para que admita una rebaja de nuestra paga. Los capitanes emitieron casi al unísono un murmullo de reprobación.
—Si no fuera por nosotros, los turcos ya estarían a las puertas de Constantinopla y el trono de ese emperador no valdría un besante —comentó uno de los capitanes, llamado Fernando Ahonés.
—Es probable que así fuera, pero habrá que convencer al emperador de ello.
»No os marchéis, he dejado ordenado que os sirvan más vino y algo de comer.
—Lo haremos a tu salud —dijo Ahonés.
Antes de abandonar la estancia, Roger de Flor se detuvo, giró sobre sus pasos y, como sin darle la menor importancia, le dijo a Jaime:
—Sigo dándole vueltas a la cabeza para recordar dónde he visto antes tus ojos.
Y Roger de Flor salió de la sala con pasos firmes pero ligeros.
—Vaya, se acordaba de mí —dijo Jaime.
—Enhorabuena, capitán —le felicitó Martín de Rocafort.
—Enhorabuena… —reiteró Fernando Ahonés, alargando la palabra.
—… Jaime, Jaime de Ampurias. —Castelnou le dio su nombre falso por el que lo conocían los almogávares.
—Si te parece, yo también asistiré a tus clases de esgrima. He oído contar maravillas de tu manera de manejar la espada —dijo Ahonés.
—Cuestión de práctica —asentó Castelnou.
—¿Dónde aprendiste a luchar? —preguntó Ahonés.
—En la corte del conde de Ampurias. Tuve un maestro extraordinario, el mejor de la cristiandad. Luego mejoré algunas fintas en Tierra Santa, combatiendo al lado de los mongoles y de los armenios, de ellos aprendí ciertos trucos.
—Yo sólo he visto luchar así a unos caballeros: los templarios —enfatizó Ahonés muy serio.
—Los conozco; también luché con ellos en Hims, al lado de los mongoles y los armenios. Son buenos con la espada, pero demasiado previsibles en su envite. Fían todo a la contundencia de su carga de caballería, y no siempre resulta una buena táctica.
Ahonés desenvainó su espada y apuntó con ella hacia Castelnou.
—Veamos si eres tan bueno como se comenta —le retó Ahonés.
—Aguarda, Fernando, estamos en casa de nuestro jefe, y combatimos del mismo lado. ¿Qué pretendes? —intervino Martín de Rocafort.
—Sólo cruzar unas fintas con el nuevo capitán. Quiero comprobar si sabe pelear como todos comentan o si su habilidad es tan sólo una leyenda.
—Yo ni deseo ni pretendo luchar contra uno de los nuestros —dijo Castelnou.
—Vamos, será un mero ejercicio de esgrima —insistió Ahonés.
La situación empezaba a ser demasiado tensa. Castelnou escudriñó los rostros de los capitanes, que observaban impacientes.
—Uno de los dos podría resultar herido —se excusó Jaime.
—Procuraré que no sea así. Vamos, en guardia —exigió Ahonés.
Castelnou desenvainó su espada con desgana. Ambos contendientes se estudiaron erguidos uno frente al otro, tensos como dos panteras dispuestas a lanzarse en un instante sobre su oponente.
—¡Basta, es suficiente! —gritó Rocafort, colocándose entre los dos adversarios.
—Sólo era un juego, amigo Martín, un simple e inocente juego —dijo Ahonés mientras envainaba su espada.
—Pues deja ese juego para nuestros enemigos.
Jaime también envainó la suya. Su rostro, sereno e inexpresivo, contrastaba con la burla irónica que se dibujaba en el de Ahonés.
Ya de regreso a sus casas, Rocafort previno a Castelnou.
—Ten cuidado con Ahonés. Es un hombre valiente y buen luchador, pero le pudre la envidia. Se cree el mejor de todos nosotros y no admite que nadie pueda hacerle sombra ante Roger. Se considera como el almogávar con más méritos para sustituir a nuestro jefe si éste faltara alguna vez. Tiene el título de almirante y está casado con una prima del emperador Andrónico, y disfruta de la plena confianza de nuestro caudillo.
—Me ha parecido un fanfarrón —dijo Jaime.
—Lo es, pero también es peligroso. No te acerques demasiado a él y procurar evitarlo en lo que puedas.
E
l invierno discurrió entre constantes problemas. La onerosa carga económica que los almogávares representaban para el Imperio empezaba a ser insoportable. La paga de los soldados llegaba cada vez con más retraso y Roger de Flor tenía que insistir ante el emperador, quien apenas podía ya conseguir los fondos necesarios para los pagos de la soldada de sus tropas mercenarias, para que cumpliera con sus compromisos. Y por si ya fueran pocos, a los seis mil integrantes de la Compañía que habían llegado a Constantinopla con Roger de Flor se unieron otros dos mil más encabezados por los capitanes Bernart de Rocafort y Berenguer de Entenza.
Los bizantinos comenzaban a estar agobiados con tantos almogávares a los que mantener, y algunos cortesanos hicieron todo lo posible para que entre ellos estallaran conflictos. Para enemistar a los recién llegados con la compañía de Roger de Flor, le ofrecieron a Berenguer de Entenza el título de cesar del Imperio, pero éste declinó y le dijo al emperador que quien realmente lo merecía era Roger. Este cargo era el segundo en importancia tras el de emperador; se sentaba en una silla casi de la misma altura y vestía ropas azules con listas de oro, frente a las carmesíes con listas doradas del
basileus
.
Pero todas aquellas maniobras de protocolo y de nombramientos honoríficos eran meramente dilatorias. El imperio Bizantino se descomponía preso de una larga agonía; hacía siglos, desde que los turcos lo derrotaran en Manzikert, que no se había recuperado, y aunque mantenía la importancia económica y política de su gran capital de Constantinopla, la mayoría de sus antiguas ricas tierras agrícolas estaban en poder de los turcos en el este o de los eslavos en el oeste.
Roger de Flor supo por algunos informadores que mantenía a sueldo como espías en la corte imperial que las dificultades financieras colapsarían el erario imperial en pocos meses y que no habría dinero suficiente en las arcas estatales para pagar a sus hombres. Las alternativas eran escasas; la Compañía de Roger de Flor dependía de los salarios que recibían sus soldados mercenarios, y el mismo Flor debía su fortuna y su poder al hecho de haber logrado mantener siempre sus compromisos cerrados con sus hombres. Pero, ¿qué ocurriría en caso de no poder hacer frente a las soldadas? Los almogávares podían rebelarse, cargar contra los bizantinos y provocar una verdadera masacre. Ni el mismo Roger de Flor era capaz de suponer lo que serían capaces de hacer sus hombres en caso de que se vieran abocados a tener que ganarse la vida al margen del sueldo que les procuraba el emperador.
Jaime de Castelnou y Martín de Rocafort conversaban en una de las moradas del barrio de Blanquernas mientras en el hogar de la cocina un pavo se asaba a fuego lento. El templario había sido ascendido a capitán y se le había encargado el mando de un regimiento de almogávares en el que formaban medio centenar de hombres a los que estaba enseñando el secreto del combate con espada.
—Roger ha decidido dividirnos en tres compañías: una a su mando, otra bajo el de mi pariente Bernart de Rocafort y la tercera dirigida por Berenguer de Entenza. Ha cedido a los deseos del emperador, que le ha pedido que no estemos concentrados todos nosotros en un solo ejército. Creo que se trata de una trampa, o al menos de una treta para debilitarnos. Ahora somos ocho mil soldados, que juntos suponemos un ejército casi invencible pero que segregados en tres grupos perdemos buena parte de nuestro potencial —dijo Martín de Rocafort.
—Nuestro comandante es un soldado muy experto: imagino que habrá valorado esa circunstancia antes de tomar el acuerdo de dividir en tres la Compañía —supuso Castelnou.
—Tal vez, pero yo no me fiaría demasiado; esos bizantinos son maestros consumados en el arte de la mentira y del engaño. Son capaces de pactar una cosa y darle de tal modo la vuelta que parezca que el acuerdo ha sido el contrario. No en vano hay quien asegura que su diplomacia es la mejor del mundo.
—Roger es muy astuto. Fíjate que ni siquiera el Temple ha podido apresarlo todavía.
Ese «todavía» sonó en los labios de Castelnou como una amenaza.
—El Temple está herido de muerte, mi querido amigo; nadie en su sano juicio apostaría un besante por su supervivencia. Si fuera tan poderoso como lo llegó a ser antaño, hace tiempo que Flor estaría preso en sus mazmorras. No, los templarios ya no son lo que fueron; no poseen sus poderosos castillos de Tierra Santa, ni sus encomiendas de Europa son tan ricas y abundantes en rentas. Hace tiempo que sus ejércitos, otrora nutridos con la flor y nata de la nobleza europea, no son sino vagos remedos de lo que llegaron a ser.
»En cambio, el Imperio de Bizancio continúa siendo una extraordinaria potencia; es verdad que han disminuido su influencia y su capital políticos, pero todavía mantiene muchas tierras, y sobre todo esta ciudad, la más rica de la cristiandad.
—Pero nos necesitan —añadió Castelnou.
—Por ahora sí, pero tal vez dentro de unos meses seamos para ellos más un problema que un remedio. Tú no estuviste en Sicilia durante la guerra con los franceses; allí también nos necesitaban…, hasta que sólo fuimos un estorbo. Y entonces se limitaron a darnos una patada en el trasero y mandarnos hacia Oriente. Ese es nuestro sino: buscar un mecenas que contrate nuestros servicios militares, ganar una soldada, hacer nuestra faena y cuando esté acabada marchar a otra parte…; y así una y otra vez. Somos nómadas de la guerra; ésa fue nuestra elección, ésa ha sido la tuya. No sabemos, y tal vez ni queremos ni podemos hacer otra cosa.
Castelnou no supo qué decir. Su vida como almogávar no era demasiado diferente a la de un templario, pero los caballeros de Cristo respondían a un ideal, la defensa de la cristiandad y de los peregrinos cristianos, y los almogávares sólo combatían por ganar su pan día a día.
Pasaron varios meses en los que los almogávares se replegaron a sus bases en Gallípolis, al sur de Constantinopla, donde el emperador les había concedido un asentamiento estable para mantenerlos fuera de la capital.
R
oger de Flor se creía invencible. Al frente de sus fieros almogávares había derrotado en todas las ocasiones en que se había enfrentado con ellos a los turcos, a pesar de haber afrontado las batallas siendo sus tropas siempre inferiores en número.
Pero algunos cortesanos bizantinos estimaron que las cosas habían ido demasiado lejos. El caudillo de los almogávares era muy poderoso y podía ocurrir que en cualquier momento se sintiera con las fuerzas y la ambición necesarias como para proclamarse incluso emperador.
El príncipe Miguel, heredero del trono, tenía celos de Flor. Era un ser taimado y poco dado a actos heroicos, y en su corazón anidaba un odio profundo hacia el caudillo almogávar, de quien envidiaba su valor, su determinación y su espíritu aventurero. No soportaba que su padre el emperador lo comparara siempre con el caudillo almogávar, a quien citaba continuamente como ejemplo de valor y de fuerza, y que le hubiera concedido más títulos y honores que a él mismo. Algunos de sus consejeros, siempre prestos a urdir conjuras y conspiraciones, le propusieron que acabara con Flor. Al principio, el príncipe Miguel dudó; no se atrevía a enfrentarse con el almogávar, pero al fin concluyó que era la única manera de poner remedio a la agobiante presencia del hijo del halconero en el Imperio. Para ello tenía que preparar una trampa lo suficientemente hábil y creíble como para que un soldado tan experto y astuto como Roger acudiera hasta ella y cayera confiado.
Los agentes secretos del príncipe Miguel se pusieron de inmediato a preparar la celada. Miguel ya había sido proclamado heredero al trono de Bizancio, de modo que envió una carta a Roger invitándole a celebrar una reunión para tratar los asuntos de la guerra contra los turcos y para solucionar el pago de los salarios de los almogávares, que una vez más estaban bastante retrasados.
Roger dudó, pero cuando su esposa, la princesa María, le comunicó que estaba embarazada, supuso que ya no tenía nada que temer, pues no sólo había emparentado mediante ese matrimonio con la familia imperial sino que iba a tener un hijo cuyas venas contendrían parte de esa sangre. El hijo del halconero ordenó a su fiel Fernando Ahonés que se dirigiera a Constantinopla con cuatro galeras y que trasladara a la capital imperial a su joven esposa, en tanto él decidió ir al encuentro con el príncipe Miguel.
—Nos vamos a Adrianópolis —anunció Roger de Flor a sus capitanes, entre los que ya se encontraba Jaime de Castelnou—. El príncipe Miguel quiere hablar conmigo, y además asegura que dispone del dinero para pagar los atrasos que se nos deben.
—Yo desconfiaría; puede ser una trampa.
Los capitanes se volvieron atónitos hacia Castelnou, que era quien había pronunciado estas palabras.
Roger de Flor se acercó hasta el templario y le preguntó:
—¿En qué te basas para afirmar eso?
—Los bizantinos son gente taimada. Están arrepentidos por habernos entregado la defensa de su maltrecho Imperio y ahora desean librarse de nosotros. Yo creo que no deberías acudir a esa cita, o en su caso solicitar garantías fiables.
—Yo también dudé, pero estoy casado con la prima del príncipe y pronto seré padre de su sobrino. ¿No te parece suficiente garantía?