De cómo me pagué la universidad (36 page)

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Authors: Marc Acito

Tags: #Humor

BOOK: De cómo me pagué la universidad
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A ver,
Godspell
fue escrita en 1971, por lo que generalmente la producción suele encarnar un lado hippy, de hijos de las flores, con la gente del reparto vestidos como payasos y haciendo las escenas de las parábolas como si fueran cosas salvajes y divertidas. No obstante, el señor Lucas cree que todo eso es demasiado parecido a
Hair
, el musical de los setenta, por lo que lo ha situado en un instituto de escuela secundaria en los años ochenta, lo cual es especialmente bueno para los miembros más flojos del reparto, que no tendrán que hacer tantos esfuerzos para ampliar su registro. Nuestra versión es muy al estilo de
Aquel excitante curso
. Sigue habiendo muchas escenas en las que la gente corre de aquí para allá y hace el loco, pero es más a nuestro estilo: la gente lleva el pelo a lo mohicano, hacen los pasos de Michael Jackson hacia atrás e imitan a E.T., Boy George y Ronald Reagan. Y no importa lo alocado que resulte el espectáculo, porque el señor Lucas se asegura de que Jesús no se pierda en todo el meollo.

Juro que es la única cosa que me mantiene yendo a clase, porque, de otra manera, ¿qué sentido tiene? Desde que ya soy legalmente independiente, puedo escribir mis propios justificantes de ausencias, así que, básicamente, hago lo que me da la gana. El señor Lucas lo llama el PAO, el Plan de Asistencia Opcional. Uno de los pocos placeres que me quedan es cabrear a las secretarias de la oficina de asistencia. Éstas son algunas de mis favoritas:

A quien corresponda:

Por favor, excusen mi ausencia. O no. A mi qué me importa.

Edward.

A quien corresponda:

Por favor, disculpen el retraso de Edward. Esta mañana se encontraba mentalmente indispuesto.

Besos y abrazo.

La gente que vive en la cabeza de Edward.

A quien no corresponda:

Por favor, permítanme irme antes de clase hoy. Me aburro y me gustaría llegar a casa para poder ver el concurso de la tele.

Hasta luego.

E. Z.

El domingo de Pascua, Kathleen, Kelly y yo vamos con Paula y la Tía Glo a la misa del padre Angelo en su parroquia de Hoboken. Kathleen no va a misa desde que su párroco se negó a darle la comunión después de divorciarse, por lo que Kelly y yo disfrutamos viendo a Kathleen cometer desafiantemente una herejía menor al permitir que el Espíritu Santo penetre en su boca anteriormente casada. La Tía Glo tiene razón con lo de la versión de Angelo de la misa: es como un musical. Hay dos coros, una pequeña orquesta y una solista que era la suplente de Betty Buckley en
Cats
. Angelo llega a cantar («Menuda voz tiene Maya Angelou», dice la Tía Glo); debemos contenernos para no aplaudir cuando termina su interpretación de la Sagrada Eucaristía.

Después volvemos a la casa de la Tía Glo, donde un montón de gente de corta estatura y muy ruidosa come y se gritan los unos a los otros de lado a lado de la habitación. Me hace echar de menos a mis parientes Zanni de Hoboken, aunque no pueda verles, ya que Dagmar también ha aislado a Al de todos ellos. Kathleen, en un principio, resulta demasiado parecida a un miembro del Club de Tenis de Wallingford, pero una vez se toma unos vinos sorprende a todo el mundo al cantar toda la letra de
Volare
. Paula y yo hacemos nuestro número a dos voces del
Ave Maria
, como hicimos en la boda de la prima Linda la Chiflada, y todos los tíos con edad comprendida entre los catorce y los cuarenta años me preguntan si salgo con Kelly, y, de no ser así, si podría ayudarles a conseguir una cita.

Si supieran.

Kathleen se pone un tanto demasiado alegre, de todas maneras, por lo que se tambalea hacia la cama cuando llegamos a casa. Acabo de ponerme el pijama a cuadros escoceses y franela cuando veo a Kelly de pie junto a la puerta, con la cara lavada y el pelo recogido en una coleta. Lleva la camiseta grande del equipo de fútbol de Wallingford que Doug le regaló.

—Odio cuando se pone así —dice Kelly.

Le doy una palmadita al espacio que hay en mi cama. Se encarama sobre la cama, estirando la camiseta sobre las rodillas como si fuera una tienda de campaña.

—Simplemente es infeliz —contesto.

—Ya lo sé.

Permanecemos en silencio mientras Kelly hace arabescos con sus dedos finos sobre el edredón. Se estremece.

—¿Quieres meterte bajo las mantas? —le pregunto. Me mira a través del flequillo y asiente.

Aparto la manta y nos introducimos. La cama es demasiado pequeña para dos, así que tengo que rodearle el hombro con el brazo, pero de una manera cómoda y de fiesta infantil.

—Tienes los pies helados —digo—. ¿Qué eres, un cadáver?

—Perdona —contesta—. Espera a que entren en calor —dice, frotándolos contra mis pantorrillas.

—¡Basta, mujer carámbano! —digo revolviéndome—. Me estás matando.

Se ríe y apoya su cabeza en el hueco de mi hombro. Es agradable y no hago segundas lecturas sobre lo que significa.

—¿Te importa si me quedo un rato? —pregunta.

—Quédate todo el tiempo que quieras.

Por favor, Dios mío. No tengo nada. Déjame, al menos, conservar esto.

—¿Apago la luz?

Oigo cómo traga saliva.

—Vale —dice, silenciosamente.

Inhalo con fuerza y puedo oler el champú de Kelly. Herbal Essence. Lo echaba de menos. Ella descansa el brazo sobre mi estómago.

—Estás adelgazando —dice.

—¿En serio?

Gracias, Jesús. Literalmente.

—Sí, aquí —dice, pellizcándome un costado.

—Me haces cosquillas —contesto.

No sé por qué cuando pellizcas a alguien te anuncia que le haces cosquillas, porque te inspira seguir pellizcando para hacerle más cosquillas.

—Venga…, para ya…, tu madre nos oirá. —Kelly se detiene—. No, ya está inconsciente —digo y comienzo a pellizcarla yo.

—No es justo, no es justo —contesta, intentando no reírse demasiado fuerte.

Kelly se sitúa sobre mi muslo y yo dejo de pellizcarla. Se le ha soltado un mechón de la coleta y debo apartárselo de la boca. Está tan hermosa que, bueno, lo siento, no lo puedo evitar: debo besarla. Su boca sabe a menta, está fresca y viva. La acerco hacia mí, como si quisiera inhalarla por entero, mientras ella se frota contra mí y…

¡Felices Pascuas! Jesús no es el único que se ha alzado hoy.

Durante un momento me preocupa que no se mantenga dura, pero después de frotarnos durante unos instantes, me convenzo de que vuelvo a ser un soldadito en pie. De hecho, todo lo que quiero hacer es estar lo más cerca posible de Kelly.

—¿Quieres…? —pregunto.

—¿Te refieres a…?

—Sí.

—Sí —susurra—, pero antes tienes que…

—Ya lo sé, ponerme un condón.

—Sí, claro —contesta—, pero antes tienes que quitarte el pijama de mi hermana.

Hacemos el amor, de manera lenta, suave y silenciosa. Adentrarme en ella es como meterme en un baño caliente y relajante. O en un sueño.

No podría haber pedido una primera vez que fuera mejor.

ϒ

Me quedo con la cabeza apoyada sobre su pecho durante un buen rato cuando terminamos, escuchando el sonido de los latidos de su corazón.

—Gracias —murmuro.

—De nada.

Me acerco y le beso la tripa con las pestañas.

—¿Sigues pensando que eres bisexual? —pregunta.

Me alzo con los codos.

—¿Y tú?

—Yo te lo he preguntado primero.

Nos miramos durante un momento, y nos echamos a reír.

—¡Sí! —decimos al mismo tiempo.

—No es nada personal —dice—, pero creo que sólo una chica puede saber de verdad lo que le gusta a una chica, ¿sabes a lo que me refiero? No es que no me lo pasara bien cuando me practicabas sexo oral, aunque lo hicieras para evitar acostarte conmigo.

Me incorporo.

—¿Lo sabías?

Kelly pone sus ojos desiguales en blanco.

—Soy la hija de una terapeuta —dice—. ¿Tan idiota crees que soy?

—¿Y te daba igual?

—¿Qué? ¿Que prácticamente te desencajaras la mandíbula intentando satisfacerme? Es más de lo que puedo decir de Doug, pongámoslo así.

—¿En serio?

Kelly se estira como un felino.

—Por favor —contesta—. Cree que todo lo que hay que hacer es follar suavemente y tenerla muy grande.

Esta chica jamás deja de sorprenderme. La miro durante largo rato.

—¿Siempre has sido tan estupenda y nunca me di cuenta?

Sus ojos se nublan y asiente.

—Pues sí —susurra.

—Lo siento.

—Gracias. —Baja la cabeza y hace ese gesto de Lady Di que hacen las chicas guapas—. Aunque ya sé cómo puedes compensarme.

—¿Ah, sí?

Me empuja suavemente la cabeza.

—¿Por qué no terminas lo que has empezado?

Contestaría, pero es de mala educación hablar con la boca llena.

¿Sabéis esa escena de
Lo que el viento se llevó
en la que Scarlett se levanta tarareando y susurrando para sí misma la mañana siguiente después de que Rhett la llevara escaleras arriba y le echara el polvo de su vida? Bueno, pues así es como me siento al día siguiente. Con sólo pensar en la noche anterior se me pone dura, incluso en los momentos más inoportunos, como cuando estoy ensayando el papel de El Salvador nuestro Señor Jesucristo. Kelly y yo acordamos no decírselo a nadie, y menos a Ziba. Dado mi nuevo sentido de la ética, no me vuelve loco la idea de hacer nada a espaldas de Ziba o de Kathleen, pero, eh, soy humano. Y tengo dieciocho años.

Cada vez nos es más difícil permanecer en silencio durante el juego de Anna Frank y el anexo secreto. Por supuesto, en las dos semanas siguientes pasamos de hacer el amor, a fornicar ruidosamente, con ruidos agudos de chimpancé incluidos y esa cosa totalmente excitante de decir el nombre del otro durante el acto. Creo que el hecho de que alguien te llame por tu nombre en medio de algo tan placentero es un enorme afrodisiaco, a menos que tengas un nombre poco
sexy
como Agnes o Wendell. Creo que tiene que resultar muy difícil que alguien se excite diciendo: «¡Sí, házmelo, Wendell!».

Por supuesto que me preocupa que lo estemos haciendo de manera demasiado ruidosa, pero soy como un niño con un juguete nuevo, así que Kelly llegue al orgasmo a través del coito se convierte en mi misión personal («¡Mira, mamá! ¡Sin manos!»). Así que una tarde que le estamos dando duro, y yo recito para mí mi papel para no correrme («Bienaventurados los conciliadores porque…»), de repente, los ojos de Kelly se abren de par en par.

—¿Te vas a correr? ¿Te vas a correr? —jadeo—. Por favor, dime que te vas a correr.

—¿Has oído eso? —dice.

—¿Oído el qué?

(Bienaventurados los conciliadores…)

—Ese ruido, abajo.

Paro y escucho.

Pisadas. Subiendo las escaleras.

Kelly y yo saltamos de la cama y hacemos ese baile que hace la gente cuando intenta recuperar su ropa y ponérsela al mismo tiempo, mientras dicen: «¡Mierda, mierda, mierda!». Kelly ha logrado encontrar la camisa y yo tengo los pantalones por las rodillas cuando alguien golpea la puerta e, inmediatamente, como era de esperar porque estábamos destinados a ser castigados, la abre de par en par. Me doy la vuelta y allí la veo, con la boca y los ojos abiertos como platos.

Ziba.

Me mira. Mis calzoncillos parecen una tienda de circo. Acto seguido mira a Kelly, que intenta aparentar naturalidad con la camiseta del revés, y, lo juro, es como si surgiera una fuente de su interior. Las lágrimas brotan de los ojos de Ziba y su cara parece deshacerse en pedazos. Resulta una visión un tanto angustiante, para ser sinceros. Se da la vuelta y corre escaleras abajo, cerrando de un portazo cuando desaparece. Kelly se embute los tejanos y sale corriendo, sin ni siquiera ponerse los zapatos.

¿Quién necesita a Juilliard cuando tengo todo este drama aquí mismo?

Me pongo el resto de la ropa y, en cuanto comienzo a retirarme algo de pintalabios que me queda en el cuello, oigo un grito que proviene del piso de abajo.

Bajo corriendo las escaleras y, en cuanto llego al rellano, veo a una psicoterapeuta en pleno ataque de pánico, agitando una aguja de tejer ante un hombre negro muy alto.

—¿Quien coño eres tú? —grita Kathleen.

El hombre se aparta de ella.

—¡Tranquila, tranquila! —grita mientras levanta las manos para que vea que no lleva armas.

Mira por encima del hombro.

—¡Edward, dile que me conoces!

—¡Le conozco! ¡Le conozco! —digo—. Vamos juntos al instituto. No pasa nada.

Kathleen baja la aguja de tejer.

—Kathleen, éste es TeeJay.

—He venido con Ziba —explica TeeJay—. De verdad.

Kathleen deja ir un suspiro y se apoya contra la pared.

—Lo siento —dice—. Oí un golpe muy fuerte y cuando subí las escaleras te vi…

Un llorón con voz preocupada dice desde el sótano:

—¿Va todo bien?

—Sí, todo va bien —responde Kathleen—. Son los gatos, otra vez. —Se pasa los dedos por el pelo y me fulmina con la mirada—. Edward, cariño, trabajo muy duro para que esta gente del sótano se cure. Por favor, ¿podrías no contribuir a que se vuelvan locos de nuevo?

—Claro. Lo siento.

—Gracias.

Kathleen saluda a TeeJay con la cabeza y desaparece escaleras abajo. Él y yo nos quedamos mirándonos boquiabiertos.

—¿Podemos salir y hablar? —me pregunta, con voz grave y leñosa, como uno imaginaría que suena un roble si hablara.

—Claro —le respondo, para acto seguido dirigirnos al porche.

—Bueno, ¿qué puedo hacer por ti? —pregunto—. Quiero decir…, puedes venir siempre que quieras…, pero no…, eh…

¿Por qué siempre me comporto como un idiota ante alguien negro?

TeeJay cruza sus enormes brazos que parecen dos cañones sobre su pecho y me mira.

—Hace un par de días apareció un tipo en mi casa —dice—. Nos dijo que trabajaba para Frank Sinatra.

—¿Frank Sinatra? ¿Frank Sinatra, Frank Sinatra?

—Dijo que quería información sobre LaChance Jones.

Mi estómago da un vuelco.

—¿LaChance Jones? ¿Quién es LaChance Jones? —digo.

TeeJay me perfora con la mirada.

—Era mi hermana.

Oh, Dios, mío. Me voy a freír en el infierno para siempre, por siempre jamás.

—Este tipo nos preguntó si sabíamos de alguien que hubiera abierto una cuenta bancaria a nombre de mi hermana. Mi madre se puso tan mal que tuvo que salir de la habitación llorando.

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