De cómo me pagué la universidad (35 page)

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Authors: Marc Acito

Tags: #Humor

BOOK: De cómo me pagué la universidad
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—Voy a tener que ponerle una multa.

—Por supuesto —respondo—. Claro que sí. Sí, señor. Hágalo.

—Puede enseñarme su carné y los papeles del coche, ¿por favor?

—Sí, señor —contesto. Meto la mano en mi bolsillo trasero y saco mi cartera—. Aquí está —digo, dándosela a través de la ventanilla.

—¿Y los papeles?

Me giro hacia Paula, que traga saliva audiblemente.

—Están en el maletero —respondo.

—¿En el maletero? ¿Qué están haciendo en el maletero?

Le digo la verdad.

—Necesitábamos espacio para poner el calendario.

Me hago cargo de lo estúpido que suena.

—¿Le importaría salir del coche, señor?

Salgo. Me alumbra la cara con la linterna, supongo que para ver si estoy borracho. Pese a que estoy sobrio, intento parecer un poco más sobrio.

—¿Le importaría caminar lentamente hacia la parte posterior del coche y abrirme el maletero?

El policía me sigue hasta la parte trasera del coche y permanece junto a mí mientras introduzco la llave. Abro la portezuela y el poli da un salto hacia atrás, sacando la pistola.

—¡No dispare, no dispare! —grito.

—¿Qué demonios es eso? —chilla.

—Es un buda.

El poli lo mira con detenimiento. El buda le sonríe como si estuviera disfrutando de su última aventura. El poli se pone las manos en las caderas y agita la cabeza.

—¿Por qué coño tenéis un buda en el maletero? —dice—. Ah…

Desde la parte frontal del coche oigo que Paula grita:

—¡Somos budistas!

—¡Mete la cabeza dentro del coche! —le grita el poli.

Ella se vuelve a esconder en el interior.

—Así es —digo— y… llevar un buda en el maletero es… señal de buena suerte. Es la versión budista de la medalla de san Cristóbal.

El poli coge los papeles y vuelve a su coche para hacer un informe mientras yo permanezco de pie junto al coche sintiendo que llamo la atención y que soy un estúpido.

—Un Lincoln Continental de 1972…, número de registro…, buda en el maletero…, así es, un buda en el maletero…

Al poco tiempo llega un segundo coche de patrulla. De él salen un par de polis y los tres se acercan hacia mí.

Esto no puede ser bueno.

—Alguien ha denunciado el robo de esta estatua —me informa el primer policía—. Necesito que ponga las manos sobre el maletero del coche.

No me lo puedo creer, joder.

Me cachea y me pone las esposas. Sí, me pone las esposas.

El segundo policía se acerca a la ventanilla del conductor y dirige la luz de la linterna hacia el interior.

—De acuerdo, uno a uno, salgan todos del coche. Usted primero…

¿Sabéis cuando estáis conduciendo por la autopista y veis a un poli obligando a la gente a salir del coche y pensáis: «debe de ser una redada por drogas»? Bueno, pues pensad que es otra cosa.

Es como en la tele. El poli nos lee nuestros derechos, nos aguanta la cabeza mientras nos mete en el interior del coche de patrulla. Las chicas van en uno, los chicos van en otro. Natie logra que nos apunten con la pistola cuando intenta dar explicaciones, así que cerramos la boca mientras nos dirigimos a la cárcel local.

La cárcel local. Aquí habría que introducir música de película de vaqueros.

Allí nos toman las huellas, vaciamos los contenidos de nuestros bolsillos y nos mandan a las celdas de hombres y mujeres. Celdas. Con barrotes. Que se cierran.

Casi me cago encima.

Todo en la celda está hecho de cemento: las paredes, los suelos, el banco, el guardia que nos vigila. La única cosa que hay es un retrete solitario en medio de la habitación. Eso sí que es una metáfora del estado de mi vida.

En el banco de cemento hay un tipo durmiendo. Se le marca el cráneo y tiene unos brazos delgados como palos de escoba con marcas.

—Ay, pobre Yorick. Yo le conocí, Horacio —susurra Doug, recordando a Hamlet y al bufón muerto.

—Qué asco —dice Natie en voz muy baja.

Ay Pobre Yorick mira de manera vacía y se parece demasiado a
La noche de los muertos vivientes
como para que nos sintamos seguros, así que los tres nos apartamos tanto como podemos y nos situamos al otro extremo del banco de cemento, en el lado opuesto de la celda.

Doug entierra la cara entre sus manos.

—Mi viejo me va a matar —dice.

—No si este tipo lo hace antes —dice Natie.

No puedo creer que hayamos llegado a esto. Yo crecí en una casa con un camino de entrada circular, por el amor de Dios. ¿Cómo he acabado en la cárcel con Skeletor? Finalmente, para alivio nuestro, Ay Pobre Yorick cierra sus horribles ojos amarillos y se estira boca abajo; su camisa al alzarse revela morados en la espalda.

—Siempre es agradable salir y conocer gente nueva, ¿verdad? —dice Natie.

Uso mi única llamada para contactar con el Departamento de Policía de Camptown, pero como necesito las confirmaciones de Kathleen y su llorona, tardamos más de una hora y media en salir, lo cual es tiempo suficiente para que me imagine mi futuro entero trabajando en la lavandería de la cárcel; defendiéndome de ataques de arma blanca de tipos espantosos con redecillas en la cabeza.

Las chicas están en el aparcamiento junto al Continente Lincoln cuando salimos.

—¿Estáis bien? —pregunto.

Ziba tira el cigarrillo al suelo y lo pisotea.

—Hemos aprendido todo lo relativo a la prostitución gracias a dos putas —dice, como si hablara de otra aburrida clase del instituto a la que ha debido asistir.

—Y enfermedades venéreas —añade Kelly.

—Ha sido absolutamente
fascinante
—dice Paula—. Espero poder acordarme de todo para mi actuación.

Paula.

—Pues habéis tenido suerte —dice Natie—. Nosotros hemos contemplado la manera en la que un adicto a la heroína se ahogaba en su propio vómito —concluye frunciendo el ceño en mi dirección, como si fuera culpa mía.

—Venga —dice Doug, empujando a Natie hacia el coche—. Tenemos que entregar un buda.

La casa está a oscuras y durante un momento me pregunto si ya será demasiado tarde para hacer esto, pero en la cocina hay luz.

—Vosotros quedaos aquí —anuncia Doug—. Yo soy el que lo robó.

—Pero yo me lo quedé —digo.

—Nos lo quedamos los dos. También es mi casa —añade Kelly, que abre la puerta para salir.

—Tiene razón —dice Paula—. Todos nos metimos en esto, tendríamos que salir de esto juntos.

Natie se aclara la garganta.

—¿No creéis que al menos uno de nosotros tendría que quedarse en el interior del coche? —pregunta—. Éste no es el mejor de los barrios.

—Vamos todos —dice Ziba, y le empuja fuera del coche.

Los siete (incluyendo al buda) nos acercamos a un lado de la casa, hasta la puerta de la cocina. Llamamos.

Una mujer de mediana edad con una permanente reseca y las puntas abiertas mira a través de la cortina y acto seguido abre la puerta. Nos contempla como si fuéramos el grupo más detestable de desalmados que ha visto jamás y grita:

—Mamá, ya están aquí.

Tomamos mucha precaución en limpiarnos bien los zapatos, en parte por educación y en parte porque estamos paralizados; después nos deslizamos al interior de la cocina. Uno pensaría que después de todo lo que he pasado no me sorprendería fácilmente, pero lo que veo realmente me quita el aliento.

Budas. Por todas partes.

Quiero decir, por todas partes. Hay una lata de galletas de buda, un temporizador de cocina de buda, manoplas para el horno de buda, una lámpara de buda, un reloj de buda, un salero de buda, un pimentero de buda, allí hay un buda, allí hay otro buda, en todas partes hay budas. Y todos se ríen como en un delirio, con espasmos de alegría, tentándonos con sus sonrisas ladeadas.

Cuando hagan el
casting
para la mujer de los budas en la película sobre mi vida, tendrán que encontrar a la abuela más pequeña, vieja y artrítica que jamás se haya visto. O mucho mejor, imaginaos a la última persona del mundo a la que desearíais hacer daño y elegidla a ella.

La mujer de los budas se dirige a su andador para poder levantarse.

Jesús, María y José, esta mujer necesita un andador. Voy a arder en el infierno por toda la eternidad.

No tengo ni idea de qué decir. Pienso en presentarme, pero de alguna manera no parece adecuado; resulta raro. Todo resulta raro e incómodo.

—Le hemos traído su buda —me oigo decir.

No tenemos conciencia, alma, sentimientos.

—Lo sentimos mucho.

La mujer de los budas nos mira a través de sus gafas trifocales y puedo anticipar que no nos perdona.

—Realmente espero que sea así —dice con una voz de taza de porcelana astillada. Dios nuestro Señor, hasta su voz es frágil—. Vosotros no sabéis el infierno, disculpad mi lenguaje, por el que me habéis hecho pasar. No puedo entender por qué me elegisteis a mí; por qué tocasteis el timbre en medio de la noche, asustándome de esa manera y haciendo que tuviera que mover la estatua una y otra vez.

Intento imaginar a esta mujer apergaminada que es solamente un poco mayor que el buda, intentando levantar una estatua de 22 kilos en su jardín. ¿He mencionado que arderé en el infierno por el resto de la eternidad?

—Y después me la robáis, como si fuera un chiste. Mi marido, que falleció, me dio esa estatua, ¿sabéis?

Por el amor de Dios, y seguramente fue lo último que hizo antes de expirar de un súbito ataque cardiaco, dejándola sin seguro de vida y como único consuelo con su colección de budas para acompañarla durante sus solitarios años venideros.

Como en
Hamlet
: «Oh, soy un delincuente y ordinario esclavo».

¿Sabéis como cuando en
Los Picapiedra
Wilma le está echando la bronca a Pedro y cuanta más vergüenza siente, más diminuto se hace? Bueno, en estos momentos me siento del tamaño del ambientador de buda que hay sobre la pica.

—No sé cómo podemos arreglar las cosas —digo.

—No podéis —contesta—. Ponedlo otra vez en el jardín; allí debe estar. No volváis a molestarme nunca más.

Debo recordar esta vergüenza para mi actuación.

Edward.

Treinta y cinco

U
na vez pasa completamente el trauma de haber sido arrestado, encarcelado y humillado, puedo concentrarme en el otro evento que ha cambiado nuestras vidas: lo de Ziba y Kelly.

Citando al príncipe danés en Elsinore: «Más cosas hay Horacio, en cielo y tierra de las que sueña tu filosofía».

En retrospectiva, supongo que había algunas pistas: el hecho de que Ziba fuera tan sofisticada, pero actuara como una puritana; y con respecto a Kelly…, bueno, supongo que se trata de una mosquita muerta. Doug lanza un par de indirectas nada sutiles sobre querer estar con las dos a la vez, pero Ziba deja muy claro que ya ha tenido suficiente en lo que a hombres se refiere («Y no, tampoco puedes mirar», le dice). Intento aprovecharme de la enorme frustración sexual de Doug, pero parece ser que ya no se traga el discurso de la ramera Aldonza y lo de que un par de brazos es como cualquier otro.

—Lo siento, tío, sabes que te quiero, pero no me excitas —dice, casi como si se estuviera disculpando por no ser más desviado sexualmente—. Te juro que si fueras una chica me acostaría contigo al instante, pero no puedo pasar del tema de que tengas pelo, músculos y esas cosas.

Como mínimo me ha dicho que tengo músculos.

Y lo que es peor, ahora Kelly me excita como nunca. Y me odio por ello, porque sé que es una de esas reacciones de capullo por el hecho de que no la puedo tener, pero lo cierto es que no puedo dejar de pensar en ella. Vivir con ella se ha convertido en un tipo completamente nuevo de tortura.

Así que aquí estoy: sin novia, sin novio, sin padre, sin madre, sin dinero, sin trabajo y sin futuro. Lo único que tengo es a una austríaca psicótica intentando cazarme como si fuera un asesino a sueldo. Me rindo.

Anulo lo del chantaje a Jordan.

Una noche en la cárcel local es todo lo que necesito para darme cuenta de que soy demasiado cobarde como para considerar los crímenes de guante blanco como una opción de vida viable. Me gustaría poder decir que mandarle los negativos a Jordan me ha hecho sentir mejor (después de arrebatárselos de los diminutos puños cerrados de Natie), pero por más que lo pienso, mi imposibilidad de realizar un chantaje sigue pareciéndome de un nivel ético y moral bastante deplorable.

Aun así, la vergüenza se agarra a mí como si se tratara de un hedor; la única paz que soy capaz de conseguir es a través de, increíblemente, largos trayectos de
footing
, que son cada vez más compulsivos en cuanto nos acercamos a la noche de estreno de
Godspell
.

Godspell
.

Sé que esto me va a dar la pinta de uno de esos chicos cristianos (ya sabéis, esos que siempre citan una parte de la Biblia en el anuario, y cuya mayor actividad social consiste en encerrarse en la iglesia, lo cual no es más que un lavado de cerebro durante el cual juegan a balonmano hasta que están demasiado agotados para pensar y aceptan a Jesús como su salvador personal para poder irse a dormir), pero el hecho es que en estos momentos, mi única salvación está en Jesús.

Me refiero a hacer de Jesús en la obra.

He comenzado a ayunar los viernes (de acuerdo, básicamente porque tengo que quitarme la camisa en la escena del bautismo y no quiero tener pinta de estar fofo), y ya me he leído los cuatro evangelios, a modo de investigación, e incluso he intentado hacer algunos de los ejercicios de meditación zen que me enseñó mi madre, a pesar de que tengo el nivel de concentración de un mosquito cocainómano. Todo el mundo piensa que estoy bastante raro («Eras más divertido cuando bebías, tío», dice Doug), pero, no sé, de alguna manera me siento más puro.

Lo cual no quiere decir que mi versión de Jesús sea la de un blandengue. Odio que interpreten a Jesucristo como un ser profundo y aburrido, como si fuera un adicto a la morfina, en vez de estar inspirado por Dios. Personalmente, yo pienso en Jesús como en un rebelde tocapelotas de los fariseos, como un superhéroe cristiano. El señor Lucas está de acuerdo conmigo. Al ser una de sus producciones, este
Godspell
promete ser algo nunca visto. El reparto original de Jesús y los discípulos viene acompañado de un coro de cincuenta personas, lo cual le da un rollo mucho más espectacular, a lo
Jesucristo superstar
.

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