—En estos momentos hay dos hermanas sentadas en una sala de ensayos preguntándose por qué la tercera se ha ido a Moscú sin ellas —murmura.
La Tía Glo intenta cederle el asiento a Angelo («tienes pinta de estar cansado, muñeco») y hace las presentaciones. Me impresiona que pueda recordar los nombres de los polis (oficial Adkinson, oficial Barker, oficial Salazar) hasta que me doy cuenta de que está leyendo sus placas.
—¿Tenéis hambre, chicos? —nos pregunta—. ¿Queréis un donut? Estoy segura de que a estos agradables policías no les importaría.
Tía Glo.
Paula se arrodilla junto a ella, ofreciendo a siete hombres una vista completa de su escote del siglo
XIX
, aunque no era fácil despistarse y no verlo.
—¿Qué está pasando? —pregunta.
—¡Tú! —dice la Tía Glo desdeñosamente.
—Si no hubieras estado practicando sexo prematrimonial con tu novio del pelo largo, lo sabrías.
—¿Estabas practicando sexo prematrimonial? —pregunta Angelo.
—Hemos roto —explica Paula, como si eso respondiera a la pregunta.
Le muestro mi dedo meñique a Doug a modo de explicación.
Paula se gira de nuevo hacia la Tía Glo.
—¿Y qué tiene eso que ver con que te hayan arrestado?
—Bueno —dice la Tía Glo—, desde que te fuiste no ha sido muy fácil eso de encontrar a alguien que me lleve en coche…
Los ojos de Paula se llenan inmediatamente de lágrimas.
—Te dije que te ayudaría con lo que necesitaras —contesta, tomando una de las diminutas manos de su tía entre las suyas.
—No me gusta molestar —le responde su tía mientras saca un pañuelo de su bolso—. Hoy me levanté con buen ánimo, así que me dije: «Gloria, no le haría daño a nadie que sacaras el Lincoln hasta el supermercado para comprar un par de chuletas…».
Angelo parece consternado.
—Mamá, no habrás…
—… y antes de que me diera cuenta tenía a los polis encima de mí, diciendo que tenía que venir a la comisaría.
—No le funcionaban las luces traseras —explica el oficial Adkinson—, y cuando le pedí los papeles del coche todo lo que encontramos en la guantera fue el calendario informativo de 1983.
Ay.
—¿La han detenido por conducir sin documentación? —pregunta Angelo.
—No —dice una voz detrás de nosotros. Nos damos la vuelta y los policías hacen sitio a un hombre alto que lleva una camisa y una corbata, y que tiene el aire de alguien importante—. Soy el detective Bose —dice, estrechando la mano del padre Angelo. Tiene un corte al cepillo de los años 50, un bigote que parece un felpudo y un estilo de poli de película de misterio—. Su madre fue detenida porque identificaron su vehículo. Al parecer es el mismo vehículo que se utilizó para perpetrar varios actos de vandalismo el verano pasado.
—¿Vandalismo?
El detective echa un vistazo a su carpeta.
—Vandalismo relacionado con un buda de cerámica.
Casi se puede oír la música de la película de misterio.
No me lo puedo creer, joder. Durante los últimos ocho meses hemos consumido bebidas alcohólicas siendo menores, hemos conducido temerariamente, hemos consumido drogas ilegales (en propiedad federal), hemos cometido allanamiento de morada, chantaje, fraude, falsificación, malversación de fondos…, y nos van a enchironar por el gran robo del buda.
El detective Bose deposita una caja enorme sobre el escritorio.
—Juntamos todas estas pruebas durante el verano pasado —dice.
Se dedica, sin ningún tipo de ironía, a sacar el velo de comunión de Paula, el suspensorio de Doug, el gorro de baño floreado de la Tía Glo, una botella vacía de Southern Confort, una bandeja para el desayuno y una guirnalda hawaiana. Cada uno de los objetos está catalogado y sellado dentro de una bolsa de plástico transparente.
—Me preguntaba qué era lo que había pasado con el gorro de baño —dice la Tía Glo.
El detective Bose continúa:
—Casi habíamos identificado el coche el verano pasado, pero después los delitos pararon y se espaciaron durante el otoño hasta que el buda desapareció por completo. —Lo dice como si el buda hubiera sido asesinado—. Así que cuando algunos oficiales vieron hoy el vehículo que coincidía con la descripción, tuvieron que traer a la señora D'Angelo para ser interrogada.
Me aclaro la garganta.
—Es culpa mía —digo.
El detective Bose se gira y me mira.
—¿Te lo llevaste tú, hijo?
—Bueno, no exactamente, pero soy la persona que lo tenía y debería haberlo devuelto; lo siento muchísimo, de verdad.
—Sólo lo sientes porque te han pillado —contesta el detective Bose.
—Venga, detective, tenga corazón —dice la Tía Glo—. Se trataba de una broma estúpida. Incluso Maya Angelou sufrió un pequeño incidente con una estatua de san Francisco cuando era niño…
—Mamá…
El detective Bose cierra la carpeta.
—No pasa nada —dice—. La propietaria del buda ya me ha dicho que no presentará cargos, mientras se le devuelva el objeto.
Todos los ojos se posan en mí.
—No se lo van a creer… —digo.
Tengo razón. No se lo creen. Llamo a Kathleen para que confirme que el buda fue robado, pero salta el contestador, lo que quiere decir que está con los llorones. La Tía Glo le pide al detective Bose que nos dé una oportunidad para demostrar nuestra versión y, con una cierta coacción del padre Angelo, accede. Nos dice que tenemos cuatro horas para recuperar el buda. Angelo se lleva a su madre a casa, mientras que Natie, Doug y yo nos apretujamos en el Continente Lincoln con Paula, que nos suelta un sermón que dura todo el trayecto sobre nuestra estupidez y sobre nuestra forma de transgredir los principios básicos del vandalismo creativo. Por suerte no sabe nada del chantaje, el fraude, la falsificación y la malversación de fondos.
El Carromato está en la entrada, lo que quiere decir que Kelly está en casa. Les digo a Paula, a Natie y a Doug que esperen en el coche mientras entro en la casa, abriendo la puerta de entrada tan silenciosamente como puedo para no asustar a los gatos. Mientras camino de puntillas por el primer piso en calcetines, puedo oír el monólogo ahogado del llorón que está en el sótano, que es como una canción triste con el volumen bajado. No veo a Kelly por ningún lado en este piso, así que subo las escaleras sigilosamente para ver si sabe cuál es el horario de Kathleen.
El murmullo terapéutico parece hacerse más fuerte mientras subo las escaleras; durante un segundo creo que debe de haber algún tipo de salida de ventilación que no conozco, hasta que me doy cuenta de que el ruido, en realidad, procede de la habitación de Kelly. Sigo el sonido pasillo abajo hasta su puerta, que está ligeramente abierta. Me paro a escuchar y oigo un gemido. Me imagino que Kélly se ha ido a casa porque está enferma y abro un poco la puerta para ver si se encuentra bien.
No está sola.
Kelly se sienta en la cama y tira de la sábana para cubrirse el torso desnudo.
—¡Cierra la puerta! ¡Cierra la puerta! —grita.
Hago lo que me dicen.
—No, Cabeza de Queso; tú quédate fuera.
Desde el rabillo del ojo puedo ver que la fuente de los gemidos está bajo las sábanas con ella, entre sus piernas para ser más precisos. Sin embargo, debido al pánico, Kelly ha juntado las rodillas, atrapando al pobre tipo que emite gruñidos en voz baja como si se estuviera ahogando.
—¡Vete, joder, vete! —grita Kelly.
Presupongo que se refiere a mí y no a él, así que agarro el pomo antiguo de la puerta y salgo como una flecha, cerrándola de un portazo detrás de mí. Estoy avergonzado, pese a que me muero por saber quién está atrapado entre las piernas de Kelly.
Desde el interior de la habitación oigo que Kelly dice:
—Tú quédate aquí, no se qué, no se qué, no se qué.
Una voz profunda responde:
—Esto es estúpido. Llegados a este punto no se qué, no se qué, no se qué…
La voz me resulta familiar, pero no consigo identificarla.
—No me llames estúpida —dice Kelly.
—No lo hago —responde la voz—. Simplemente digo que no se qué, no se qué, no se qué…
Oigo los pasos de Kelly, así que corro escaleras abajo para escaparme. En cuanto doblo la esquina me encuentro a Kathleen en la entrada, ¿quién si no?
—¿Qué demonios estáis haciendo? —dice—, ¿practicar para el rodeo?
—¡K
ATHLEEN
! —grito como si fuera Fran Nudelman—. ¡S
IENTO TANTO MOLESTARTE
!
Es un impulso adolescente automático: no importa lo que hagan tus amigos, les proteges y luego haces las preguntas.
—Edward, ¿estás bien? ¿qué te pasa?
—Yo…
Parece ser que soy un idiota. No se me ocurre nada que decir.
—Ah…
Kathleen levanta la vista en dirección a las escaleras que hay detrás de mí y dice:
—¿Tenéis alguna idea de qué le pasa?
¿Tenéis? ¿A quién se refiere? Me giro y en el rellano, junto a Kelly, está la persona que hace tan sólo unos segundos se estaba ahogando entre sus piernas.
E
s Ziba.
De alguna manera soy capaz de relatarle todo lo del buda a Kathleen, mientras intento reubicar mi percepción de las orientaciones sexuales de Kelly y Ziba.
—Es muy sencillo —le digo a Kathleen—. Si pudieras venir a la comisaría de policía y explicarles que el buda fue robado, todo se arreglaría.
Kathleen baja la vista hacia el suelo y se muerde el labio.
—¿Qué? —digo—. ¿Qué pasa?
—No te lo vas a creer…
Lo regaló. A uno de sus llorones. No puedo creer la suerte que tengo. Los dioses deben de estar castigándome por mis maldades.
—Siento haberte mentido, cariño —dice Kathleen—, pero esta mujer ha tenido una vida tan dura…, y un día lo elogió y, bueno, sinceramente, era tan horrible…
—Y ahora ¿dónde está? —pregunto.
—En su casa de Battle Brook. Escucha, la llamaré y le diré que necesitas ir a buscarlo. Lo entenderá.
—¿Estás segura?
—Si no, para eso está la terapia —contesta, y se va en busca del teléfono.
Me giro hacia Kelly y Ziba y les lanzo una mirada con los ojos y la boca abierta, la señal internacional de: «Vosotras dos, ¿desde cuándo jugáis para el otro equipo?».
Haciendo una perfecta imitación de Ziba, Kelly hace un gesto con la cabeza como si fuera un anuncio de champú de la tele y murmura:
—Edward, cariño, no te sorprendas tanto. No eres el único de por aquí que es bisexual.
Riéndose como si fuera una ametralladora se gira y sonríe a Ziba con todos los dientes.
Lesbianas adolescentes al poder.
Me van a contar toda la historia, pero entonces vuelve Kathleen.
—No contesta —dice—, pero debería de llegar a casa para cuando lleguéis allí. Te daré la dirección.
Evidentemente nos perdemos y conducimos a través de hileras e hileras de entidades de fianzas carcelarias, locales de cobro de cheques y tabernas en las que se anuncia a bailarinas en
topless
. Todas las tiendas tienen ese tipo de vallas metálicas que las protegen de los robos; todas las paradas de autobús y señales de tráfico están cubiertas de grafitos de bandas. Sobra decir que ninguno de nosotros está demasiado contento de estar en Battle Brook ahora que falta tan poco para que se ponga el sol.
La llorona de Kathleen vive en una calle sin árboles, donde todas las casas están rogando ser pintadas y están muy próximas a las aceras rotas, como si les diera miedo apartarse demasiado de la luz de las farolas. No obstante, es fácil encontrar la casa porque hay un buda en el pequeño jardín frontal. Paula nos obliga a Doug y a mí a ir solos, mientras que ella, Natie y la pareja feliz esperan en el coche. Abro la puerta de la enorme valla encadenada que hay alrededor de la propiedad, percatándome del cartel en el que se lee «C
UIDADO CON EL PERRO
» y me dirijo a la puerta principal. El timbre no parece funcionar, así que golpeo la puerta. Acto seguido se me sale el corazón cuando el perro con el que teníamos que tener cuidado comienza a ladrar al otro lado de la puerta. No contesta nadie.
—¿Qué hora es? —pregunta Doug.
Miro mi tobillo.
—Las siete y media.
—Tenemos que volver a Camptown dentro de media hora. Vamos a tener que llevárnoslo.
Dudo durante unos instantes, pensando que quizá este buda ya ha sido robado demasiadas veces, pero tengo que admitir que tiene razón. Levantamos el buda y abro la valla. Paula sale disparada del coche.
—¿Qué creéis que estáis haciendo? —pregunta.
—No tenemos alternativa. Tenemos que llevárnoslo ahora.
Ella mira alrededor.
—Pero ¿y si alguien nos ve?
—De todas maneras no es suyo —dice Doug—. Venga, abre el maletero.
—No quiero tener nada que ver con esto.
—De acuerdo —digo—, yo me responsabilizo de todo. Dame las malditas llaves.
Metemos el buda en el maletero y me pongo al volante para conducir. Paula se sienta entre Doug y yo, en la parte delantera, para poder criticar. Acabamos de entrar en la calle principal cuando veo que se disparan unas luces rojas en el espejo retrovisor. Todo el mundo empieza a hablar a la vez.
Alguien debe de haber llamado a la poli.
—Te dije que pasaría esto.
—Párate.
—Cállate, calmémonos.
—¿No hay una ley que dice que no se puede arrestar a alguien por el mismo delito dos veces?
Me vuelvo hiperconsciente respecto a la forma en que conduzco, como si parar el coche con propiedad me vaya a dar puntos extra con el poli. Inspiro profundamente por la nariz e intento relajar las manos y los pies como mi madre me enseñó cuando estaba en su fase de yoga.
Miro en el espejo retrovisor y veo que el poli sale del coche. Es joven, tiene pinta de ser poco inteligente, como un perro baset. Bajo la ventanilla.
—Hola, oficial —digo, asumiendo un tipo de expresión que espero él interprete como algo seria pero inocente.
—Buenas noches, señor.
Siempre me avergüenza que la gente mayor que yo me llame señor. Dirige la luz de la linterna al interior del coche.
—¿Se ha dado cuenta de que una de las luces traseras está apagada?
Puedo sentir cómo todos los del interior del Continente Lincoln dejan ir un suspiro de alivio.
—¿En serio? —digo, riéndome tontamente—. ¡Vaya! ¿Qué le parece?