De cómo me pagué la universidad (41 page)

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Authors: Marc Acito

Tags: #Humor

BOOK: De cómo me pagué la universidad
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Ahora es el turno de Paula para mirar fijamente.

Sé que no tengo ni la más mínima oportunidad con Doug, pero eso no me impide disfrutar viéndole desnudo.

—Si pudieras ponerte al otro lado de Dagmar —comienzo—, eso sería genial. Paula, tú deberías… ¿Paula? ¿Paula?

—Eh, lo siento —murmura—. ¿Decías algo?

—Si pudieras acercarte otra vez, gracias.

Miro a través de la lente. A Doug se le está empezando a poner dura.

—Doug, te pierdo —digo—. Te estás saliendo del campo de visión.

—Lo siento, tío, no puedo evitarlo. —A los tipos de Toto Photo les van a encantar las fotos—. De acuerdo, acércate un poco más a Paula. Listo. Una más. Perfecto. De acuerdo, que todo el mundo se relaje. Paula, ya has terminado. Gracias.

Estoy tentado de decir: «No nos llames, ya te llamaremos nosotros», pero tampoco hace falta ser demasiado jocoso.

Ahora es mi turno.

—¿Natie, estás listo?

—¿Para qué? —pregunta.

—Para sacar las últimas fotos.

—Claro, claro —responde, secándose el sudor de la frente.

Le paso la cámara y empiezo a desnudarme.


Venga, Jesús
—me dice Doug en castellano, de una manera demasiado
sexy
como para que yo pueda soportarla.

Natie le dice a Doug que se arrodille detrás de la cabeza de Dagmar y que yo me arrodille a horcajadas delante de ella, entre sus muslos.

—Ahora inclínate —dice—, para que parezca que te la estás follando.

Me acerco, intentando no rozarle el vello púbico, para no tener que ir a terapia durante el resto de mi vida. Bajo la vista para mirar la cara de Dagmar, durmiendo; me imagino que se despierta en este preciso segundo y grita «¡asesinos! ¡asesinos!», así que alzo la vista y me encuentro de bruces con el enorme miembro de Doug colgando ante mi cara.

—Arquea la espalda un poco más —dice Natie.

—Ya está bien, Scavullo —contesto—. Saca la maldita foto.

—Sólo intento…

Le interrumpe el sonido del timbre. Cuatro monjas y dos curas se quedan totalmente paralizados.

—¿Qué hacemos? —murmura Paula.

—Que nadie se mueva —siseo—. A lo mejor se va.

—¿Quién es?

—¿Y cómo coño quieres que lo sepa?

Vuelve a sonar el timbre.

Le hago un gesto a Natie, que está escondido tras el sofá, para que vaya a mirar por la ventana. Ya está de camino cuando se oye un fuerte golpe en la puerta, que le hace dar tal salto que tira al suelo una lámpara.

Desde fuera se oye una voz de mujer que dice:

—¿Hola? ¿Hay alguien ahí?

El picaporte gira.

Si Dios existe, por favor, que haga que esa puerta esté cerrada. Iré a la iglesia, pagaré el diezmo, no haré nada malo nunca más.

La puerta se abre con un chirrido.

¿Dónde coño están mis pantalones? Me tiro al suelo y ruedo por él, pillando mi ropa y corriendo desnudo tras un grupo de monjas frenéticas, hasta que oigo la voz de la mujer, llamando:

—Edward, ¿estás ahí?

Me detengo. Conozco esa voz. La conozco tanto como a la mía. Y cuando estoy a punto de cubrirme, me doy la vuelta para ver el cuerpo que va unido a esa voz, que gira hacia el rincón y se adentra en la habitación. Es una visión morena, etérea, en un vestido de gasa.

—¿Mamá? —digo.

Treinta y nueve

N
os apiñamos en un reservado de una cafetería de Camptown. Mi madre se comporta como una persona muy moderna, con un discurso al estilo de «he visto de todo en la vida, no podéis escandalizarme». Todo el mundo reacciona intentando superar a los demás contando anécdotas de nuestras desventuras y travesuras. No importa lo inadecuadas que sean o el grado de ilegalidad que contengan, Barbara reacciona como si todo se tratara de una tontería adolescente.

—Tu madre es genial —me susurra Doug.

Todo el mundo lo dice siempre.

Barbara es genial, lo que quiere decir que no es como el resto de las madres. Las otras madres no siguen a sus yoguis hasta la India, ni hacen regresiones a sus vidas pasadas en Stonehenge, ni se van a Baja durante un mes entero a hacer retiros silenciosos. («¿Por qué no te puedes quedar en Nueva Jersey y permanecer callada?», preguntó Al.) Las otras madres no caminan sobre carbones encendidos, ni se comunican con guías del mundo espiritual.

Las otras madres se quedan en casa.

Está más delgada, por haber estado recorriéndose toda Sudamérica. Tiene la piel morena y gastada; cuando relaja la cara se pueden ver que en las zonas de las arrugas, el sol no ha llegado a colorearle la piel. El pelo gris le ha crecido y lo lleva atado en una trenza que le corre espalda abajo.

No lleva sujetador.

—Por Dios, Edward —dice, agitando una mano cubierta de turquesas—. Me voy durante cuatro o cinco meses y mira en los líos en que te metes.

—Once meses —contesto, moviendo las patatas fritas por el plato—. Esta vez te has ido durante once meses.

—El tiempo es una noción ilusoria —responde, mirando a todos los que estamos situados alrededor de la mesa, como si se tratara de una lección que merece la pena aprender—. Lo descubrí cuando escalé el Machu Picchu con Shirley.

Los ojos de dibujo animado de Disney de Paula se abren de par en par.

—¿Escalaste el Machu Picchu con Shirley MacLaine?

Barbara le da una palmadita a Paula en la mano.

—Bueno, no al mismo tiempo, querida. Sin embargo, su presencia era tan fuerte que me sirvió de guía. Shirley y yo estamos muy conectadas. Edward, cariño, ¿te vas a comer esas patatas?

Niego con la cabeza.

Barbara se las echa en su plato.

—Si hubierais visto la pobreza que he llegado a contemplar, no dejaríais comida en los platos. Cariño, por favor, pásame el
ketchup
.

Cojo el frasco y lo dejo caer con tal fuerza que los cubiertos saltan. Todo el mundo se sobresalta, hasta la gente de los reservados contiguos.

—¿Podrías decirme por qué estás tan enfadado? —pregunta Barbara en voz baja.

—No estoy enfadado —contesto, tomando un sorbo un tanto vehemente de mi 7Up.

Ella suspira.

—Pensaba que ya lo habíamos superado —dice—. Pensaba que entendías por qué no podía quedarme aquí.

Cierro los ojos, con la esperanza de que eso la haga callar.

Siempre lo hace, esto de ponerse íntima y personal en los lugares públicos. Es raro.

Continúa:

—¿Sabías que en algunas tribus africanas los chicos son obligados a dejar a sus madres cuando alcanzan la pubertad?

Abro los ojos para poder ponerlos en blanco delante de ella.

—Sí, y algunas tribus llevan eso del labio Ubangui. ¿A qué viene esto?

Miro a mi alrededor, buscando algo de apoyo. Todo el mundo mira a su plato, como si hubiera algo fascinante en él.

—No te hagas el listo —dice bruscamente Barbara—. Sigo siendo tu madre.

Siento el calor de mis mejillas, como si ella acabara de amenazarme con bajarme los pantalones y azotarme el culo delante de todos.

Barbara adopta un tono profesional, que resulta irritante.

—Hay otras culturas que entienden que los chicos no se convierten en hombres hasta que se separan de sus madres —dice. Se dirige al resto de la mesa—: Yo hice mi parte. No es culpa mía que Al no cumpliera la suya.

Esos platos son cada vez más fascinantes.

Suspira.

—Esta rabia tuya me resulta muy extraña, Edward. No eras así la última vez que te vi.

—Eso es porque la última vez que me viste mi vida no se había ido a la mierda.

—¿Y por qué no te pusiste en contacto conmigo?

Golpeo la mesa con frustración.

—¿Cómo? —pregunto exaltado—. ¡Nunca estás el tiempo suficiente en un sitio para tener una maldita dirección!

Mi cara arde por todas partes y siento cómo se me llenan los ojos de lágrimas. Un par de graciosos y las mujeres que les quieren se dan la vuelta para mirar. Que miren.

Barbara sonríe como si me comportara como un niño caprichoso.

—Me refería en un nivel psíquico —contesta.

«Ah, claro, ¿cómo no se me ocurrió?»

—Eres suficientemente intuitivo para no tener que depender de algo tan mundano como el servicio de correos.

No se puede hablar con esta mujer.

—Ven aquí —me dice, abriendo los brazos. Me envuelve con su chal y me aparta el pelo de la cara. Tiene los dedos secos y ásperos—. Lo que quieres en realidad es que te mime mamá, ¿verdad?

Dice todo eso como si fuera algo de lo que me debiera avergonzar, como si hubiera algo malo en el hecho de que no sea lo suficientemente maduro y adulto, como esos púberes africanos. Bueno, pues me da igual. Me haré con todos los mimos que pueda, aunque signifique hacer el ridículo en público. Apoyo mi cabeza sobre su hombro y respiro su aroma de crema Noxzema, un aroma familiar de Barbara desde mi infancia. Me corren las lágrimas por las mejillas y mi nariz empieza a moquear, pero me da igual. Yo lo único que quiero es acurrucarme en su regazo.

Barbara cierra los ojos y me pone una mano en la cabeza, sonriendo de esa manera beatífica y extraña tan típica de los místicos de la
new age
, de los cristianos vueltos a nacer y de los que están completamente locos.

—Es hora de ir en busca de una visión —dice, de esa manera profunda que asume que yo entiendo de qué coño está hablando.

De hecho, es hora de pagar la cuenta, que una camarera que masca chicle y no tiene cejas le deja sin miramientos sobre la mesa. Barbara abre su bolso.

—Ay —dice—. Edward, ¿tienes algo de cambio? Todo lo que tengo son nuevos soles peruanos.

Saco mi cartera y me echo a reír. No puedo evitarlo.

Me sonríe.

—¿Qué te parece gracioso?

—Una visión, ¿eh?

—Sí —dice, de manera resolutiva y defensiva a la vez—. Creo que te iría muy bien ir a una cabaña india, a sudar.

Le paso la cuenta a Natie para calcular cuánto tiene que pagar cada uno.

—Bueno, está bien saber que tendré algo que hacer en vez de ir a la universidad.

Barbara parece confusa.

—¿De qué estás hablando? ¿Por qué no vas a ir a la universidad?

Mis amigos y yo nos miramos de reojo, lo cual consiste en la señal internacional para decir: «si esta mujer se puede comunicar con los espíritus, ¿por qué no se puede comunicar con nosotros?».

—¿Es que no has escuchado nada de lo que hemos estado diciendo? —le pregunto.

—La verdad es que no —dice, arremetiendo contra las patatas fritas—. Vuestras energías están tan dispersas que me resulta difícil seguir en equilibrio.

—Bueno, escucha atentamente —digo, moviendo los dedos como si le hablara a alguien sordo—: Al… se niega… a pagar.

Me mira como si acabara de darle una bofetada.

—¿De qué estás hablando? Eso es ridículo.

—No piensa pagarme la licenciatura de arte dramático.

—No puede hacer eso.

—Pues lo ha hecho.

—No —aclara—. Me refiero a que
no puede
. Es una violación del acuerdo de divorcio.

De repente me siento como si la estuviera mirando desde el lado equivocado de un telescopio. Todo lo que hay a mi alrededor desaparece (los platos ruidosos, la pequeña máquina de discos en la que suena Frank Sinatra, mis amigos…) y sólo puedo ver y escuchar a mi madre.

—¿Qué has dicho?

—Tu padre está violando el acuerdo de divorcio. Lo dice muy claramente: «Albert Zanni se compromete a proporcionar educación a los hijos, tanto secundaria como universitaria, en la universidad que ellos elijan». Yo insistí en ese punto.

¿Sabéis esa escena al final de
El mago de Oz
en el que el hada Glinda le dice a Dorothy que siempre ha tenido el poder para poder volver a casa? ¿Que solamente tenía que golpear los zapatos de rubíes tres veces y decir: «No hay ningún lugar como el hogar»? Siempre me ha sorprendido que Dorothy se tomara tan bien la noticia. De haber sido yo, me habría sacado uno de esos zapatos y le hubiera dado con él en la cabeza coronada con esa diadema rosa.

—¿Y qué tengo que hacer? —pregunto.

—Es fácil —dice Natie, devolviéndome la cuenta—. Tienes que demandar a tu padre.

Cuarenta

P
ermanezco en la entrada de Mamma's, bizqueando, mirando a ambos lados de la calle, mientras el sol que se pone me da de lleno en los ojos. Ha sido uno de esos días de junio perfectos, en los que todo parece limpio, liso y nuevo, y yo también me siento así. Tengo la piel tersa y hormigueante, por haberme sentado al sol todo el día, y el pelo mojado por la ducha rápida.

No hay señal de Al. Meto un ejemplar de bolsillo de
Ven y dilo en la montaña
, de James Baldwin en la parte posterior de mis pantalones y entro. También me estoy leyendo algo que me pasó Kathleen llamado
El síndrome de Peter Pan
.

En el interior, un tipo con ese horrible corte de pelo que se hacen los calvos para taparse la coronilla, chasquea los dedos ante mí y me dice:

—Camarero, ¿nos traes más pan?

—Por supuesto, señor —contesto—. Aunque si tienen hambre, ¿por qué no prueban nuestros entremeses variados? Les puedo traer un par de platos muy rápidamente.

—Sí, suena bien —dice, mientras le lleno el vaso de vino a su mujer.

No voy a dejar que el tipo del pelo horrible y su mujer del Club de Tenis de Wallingford se llenen el estómago con pan gratis. La gente de aquí trabaja, depende de las propinas (yo dependo de las propinas), y estos dos se pueden permitir un par de entremeses, si tienen hambre. Y tampoco voy a dejar que hagan esa chorrada de compartir postre.

Al se desliza por la puerta y saluda sin demasiado ánimo a Ernesto, el
maître
, que charla con él un momento y le lleva a un reservado que hay en la esquina. Lleno dos vasos de agua y los traigo.

Parece estar más delgado y tiene bolsas debajo de los ojos.

—¿Qué le ha pasado a tu barbilla? —pregunto.

—Me tiró una maldita taza de café en la cabeza —murmura, con los dientes apretados.

—¿Que hizo qué?

Tiene la mandíbula cosida.

—Son los esteroides de los medicamentos contra la alergia. La vuelven loca.

Así que eso lo explica todo.

—He tenido que pedir una orden de alejamiento contra ella —dice.

—Oh, papá, lo siento.

Es verdad.

—Eh, podría haber sido peor —dice—. La taza podría haber estado llena.

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