Dominick Ferretti se acerca.
—Eh, señor Z. —dice.
Al saluda con la cabeza.
Dominick se dirige a mí:
—¿Quieres que cubra tu turno? —pregunta.
La verdad es que cuando le conoces es un buen tipo.
—Gracias —contesto.
—No hay problema. ¿Queréis algo, chicos?
Al niega con la cabeza; yo tomo nota mental de recordarle a Dominick más tarde que si quiere llegar a alguna parte en la vida tiene que dejar de hablar como un personaje de una película de Scorsese.
Me deslizo dentro del reservado.
—¿Qué pasó? —pregunto.
Al suspira, como si contármelo le supusiera un verdadero esfuerzo.
—Me di cuenta de que algo iba mal cuando comencé a preparar los papeles de la renta —murmura—. Se ve que esa zorra me robó más de doce mil dólares.
Dejo caer la mandíbula.
—¡No! —digo.
No es una actuación sutil, pero es convincente.
—¿Puedes creerte que además ha tenido los cojones de demandarme para pedirme la pensión alimenticia? Pese a que sabe que he visto esas… —Se detiene.
—¿Esas…?
—No importa —contesta.
Le concedo algo de dignidad. Ningún padre debería tener que contarle a su hijo que su esposa estuvo en una orgía con una monja y dos encargados.
Permanecemos sentados en silencio. Al no deja de mover los cubiertos. Miro a mi alrededor.
—La casa resulta vacía ahora —dice.
—Deberías venderla.
—¿Tú crees?
—Es una casa triste. Y sacarás una buena tajada.
—No sé, me matarán con el impuesto de la plusvalía —contesta.
Le pregunto qué quiere decir y, por un momento, mientras Al explica qué son las desgravaciones, es como en los viejos tiempos. Por primera vez durante la conversación, se anima. Los ojos se le iluminan y puede mover la boca un poco más. Esto de los negocios realmente le va. Supongo que lo que para mí es el teatro, para Al son las finanzas.
Se aclara la garganta.
—Eh… no has pensado en volver, ¿verdad? —dice, mirando su servilleta.
—No lo sé —contesto—. Paula y yo hemos conseguido trabajo de camareros que cantan en un sitio en la playa, y luego…
Me encojo de hombros. Ninguno de los dos quiere hablar de lo que pasará después.
—¿Has sabido algo de tu madre y tu hermana? —pregunta Al.
—Desde que se fueron, nada.
—¿Qué es lo que iban a hacer?
—Se iban a uno de esos refugios indios a sudar —contesto.
Espero que Karen no esté tomando peyote.
Al gruñe y sacude la cabeza. Pobre tipo. Dos esposas, y las dos están como una chota.
Alguien abre la puerta y se cuela una porción del sol poniente por la pared. Un tipo de camisa y corbata, no mucho mayor que yo, le dice algo a Ernesto, que señala nuestra mesa. El chico cruza el restaurante.
Siento cómo se me seca la boca.
—¿Es usted Al Zanni? —dice el chico.
—Sí…
El chico le da un sobre.
—Para usted, señor.
Al frunce el ceño y sacude la cabeza. Se palmea el pecho, en busca de las gafas.
—Prueba en la chaqueta —le indico.
El chico desaparece. Frunzo los dedos de los pies.
Al rasga el sobre, despliega el documento y recorre con la vista la primera página. Levanta la vista y me mira.
—¿Quieres explicarme qué es esto? —dice, sigilosamente. Demasiado sigilosamente.
Me encantaría, pero no se me ocurre nada que decir. Nada en absoluto. Abro la boca, esperando que las palabras surjan solas, pero me quedo así, con la boca abierta, como cuando Dominick Ferretti intenta entender la caja registradora.
Al tira el acuerdo sobre la mesa y me apunta directamente en la cara con un dedo peludo.
—No hay nada en ese acuerdo de divorcio que diga que tengo que pagar —ladra.
—Cuidado, papá, te saltarán los puntos.
—¡Nada, en serio! —grita, pegándole un manotazo al papel, tirándolo de la mesa.
Lo levanto del suelo y aliso las páginas.
—De hecho, papá, sí lo hay…
Voy hasta el párrafo en el que dice que acuerda pagar la matrícula de la universidad que yo elija y se lo enseño.
Al lee la página lentamente, masajeando la vena que tiene en la sien, se saca las gafas y se frota los ojos.
—Hijo de puta —dice.
Es solamente una manera de hablar.
Al pone el papel sobre la mesa, me mira y… sonríe. Bueno, sonríe todo lo que puede sonreír un hombre al que le han cosido la mandíbula.
—No entiendo en qué coño estaba pensando cuando firmé esta estupidez —dice.
—Sin embargo, lo firmaste.
Se encoge de hombros.
—Sí, lo sé.
—¿Entonces?
Al hace restallar sus nudillos peludos.
—¿Entonces? —dice—. Supongo que es tu decisión.
—¿En serio?
Al asiente con tristeza. Parafraseando
El rey Lear
: «Un hijo ingrato es más punzante que un diente de serpiente».
Inspiro profundamente.
—Entonces elijo Juilliard.
Al dobla el documento.
—Pues será Juilliard —dice, con los ojos vidriosos como espejos.
He estado esperando ese momento todo el año, toda mi vida. He imaginado qué contento me sentiría cuando este sueño finalmente se hiciera realidad. Sin embargo, ahora, cuando se ha materializado, lo único que siento es que estoy exhausto. Ésta no era una batalla que quería haber librado.
Al da vueltas a uno de sus anillos de oro.
—Sabes, hijo —dice—, yo lo único que quiero es lo mejor para ti.
—Lo sé, papá.
—Cuando tengas hijos lo entenderás —dice con una media sonrisa—, y espero que tengas diez como tú.
Yo también me echo a reír.
—Lo que quiero decir es que cuando ves a tus hijos dirigiéndose hacia un precipicio, quieres agarrarles y detenerles, ¿sabes? Como en…, cómo se llama…,
El guardián entre el centeno
.
—¿Has leído
El guardián entre el centeno
?
—¿Qué te crees, que soy tonto? Yo también fui adolescente, sabes.
Puede parecer una tontería, pero nunca se me había ocurrido que Al haya sido nunca un adolescente. Siempre me imaginé que había salido de la mente de Zeus, completamente equipado con su maletín y una úlcera.
—¿Estás seguro de que no quieres estudiar empresariales? —pregunta Al.
La esperanza es lo último que se pierde, supongo. Me pongo a pensar en el verano pasado, hace una vida entera, cuando Al trajo a Dagmar a este mismo restaurante. ¿Cómo fui tan inocente? ¿Cómo pude imaginar que Al pagaría la matrícula de la escuela de teatro? ¿Todas esas cenas de negocios y jamás se me ocurrió que querría que me licenciara en empresariales? ¿En qué estaba pensando? Él y yo vivimos como extraños en esa casa, cruzándonos frente a la nevera, o en el pasillo, sin darnos cuenta de lo que el otro hacía o decía. Debe de haberse sentido muy solo.
Yo me sentía muy solo.
Pongo mi mano sobre la suya. El vello de sus nudillos rasca la piel suave de la palma de mi mano.
—Papá, hay muchas cosas de las que no estoy seguro, pero hay una que sí sé: no quiero estudiar empresariales.
Se encoge de hombros, siguiendo la señal internacional de: «Bueno, yo lo he intentado».
Tomo su mano con la mía.
—Además —le digo—, no necesito una licenciatura en empresariales. Te tengo a ti para que me enseñes.
Al me agarra la mano durante un momento y después me la suelta para acomodar su mantel.
—Bueno —dice, guiñando los ojos y sorbiendo por la nariz—. ¿Qué quieres saber, chaval?
La Tía Glo tenía razón. En lo que a los italianos se refiere, no eres un hombre hasta que no puedes apalizar a tu padre.
M
e paso la mano por la cabeza. No me acostumbro a llevar el pelo corto. Todo el mundo me dice que me queda mucho mejor, que parezco mayor, pero lo cierto es que la única razón por la que me lo he cortado es para que Laurel Watkins no me reconozca cuando empiece en Juilliard este otoño. Además, Paula dice que vamos a estar corriendo de un lado al otro, con eso de ser camareros cantantes en la playa, y no habrá aire acondicionado. Creedme, bajo todos esos rizos se pasa mucho calor. Vuelvo a ponerme el birrete en la cabeza y espero la señal.
El cielo es de un color azul celeste y el sol de la mañana es brillante, como cuando te piden en las fotografías que te des la vuelta para no estropear la instantánea. A mi alrededor, todo es parloteo lleno de excitación, pero yo permanezco quieto, en silencio, esperando a que sea mi turno. Siempre había asumido que al tener un nombre que empieza con zeta, tendría que esperar al final de mi graduación y que iría junto a Roger Young y Debbie Zimmerman, pero como empiezo la ceremonia cantando el himno nacional, me toca liderar a la clase hasta el lugar. Es un momento digno de Artful; siento un cosquilleo en la nuca cuando la orquesta comienza a tocar la música para la graduación.
Cuando entramos en el campo, surgen los gritos de alegría de la multitud. Sé, evidentemente, que no gritan por mí, pero no puedo dejar de sonreír, en parte porque se trata de un aplauso que llega como oleadas tranquilizadoras, y en parte por la deliciosa ironía de ser la persona que dirige a la gente por el campo de fútbol: yo, el tipo que jamás aprendió las reglas del juego y que se escaqueó de gimnasia falseando un parte médico. Saludo a la multitud (no puedo evitarlo), subo las escaleras hasta el estrado, para unirme al director Farley, el Gilipollas Universal, que quiere aparentar solemnidad y profundidad. Me dice que me quite las gafas de sol.
Me detengo y miro cómo entra el resto de la promoción del 84. Hay más de quinientos estudiantes que se gradúan hoy pero aunque me dé el sol en los ojos soy capaz de divisar a mis amigos. Está Doug, coqueteando con la chica que tiene al lado. Paula y él dicen que tienen una relación formal, pero la formalidad consiste en practicar todo el sexo que pueden («Es un compromiso muy serio», dice Paula). Doug se queda en la ciudad este verano, haciendo de Sky Masterson en la producción de verano de
Guys and dolls
, antes de empezar una diplomatura en una universidad local en el otoño. También ha convencido a TeeJay y a otros miembros de Los Maestros del Suelo para que participen en la obra. La Asquerosa Renée está encantada de que finalmente haya algunos chicos en el coro que sepan bailar.
Ziba también resulta fácil de divisar, claro está. ¿Cómo se puede no ver a una lesbiana persa de metro noventa con un birrete ladeado con mucho estilo sobre un ojo? Se inclina sobre la silla plegable que tiene delante, exhausta por los últimos retoques que realizó la noche anterior. Se está tomando muy en serio todo eso del Instituto Tecnológico de la Moda, es el único miembro de la promoción del 84 cuya toga está cortada al bies. Ella y su madre de manos arregladas (que sigue saludándome como si me conociera, aunque no es así) se van la semana que viene durante un mes al sur de Francia. Ziba puede llevar a un amigo, así que Kelly va con ella. Las acompañé a comprarse unos biquinis, e hicimos un pequeño trío en el probador de Saks. No se lo digáis a Doug.
Ya no sé qué decir con respecto al sexo. Kelly y yo hemos vuelto a hacerlo un par de veces (no se lo digáis a Ziba), pero como Kelly se va a Bennington en otoño, los dos sabemos que no conduce a ninguna parte. Somos amigos, amigos que follan de vez en cuando, pero, sobre todo, somos amigos. Todavía me cuesta acostumbrarme a su nueva personalidad provocativa. Realmente es como Sandy al final de
Grease
, salvo que ella tiene el buen gusto de no usar rímel negro a la luz del día. Cuando vio que me habían votado en el anuario como el «Probable futuro éxito», lo tachó y puso «Probable futuro chupapollas».
En lo que a mí respecta, conseguí otro trabajo como solista en la iglesia del padre Angelo, en Hoboken. La Tía Glo dice que es mi penitencia, pero a cincuenta pavos la actuación, yo creo que más bien se trata de un regalo divino.
Para mí, lo de la misa es como las operetas de Gilbert y Sullivan: mucho más divertido participar que ir como espectador. Ser parte del servicio religioso, que tiene tanta importancia como el vino y el Espíritu Santo, es una experiencia tan alentadora y una lección de humildad; cada semana salgo de allí renovado y con fuerzas. Además, parece que he congeniado con el organista, que también es estudiante en Juilliard y que de vez en cuando toca en Algo para los Chicos.
¿Qué puedo decir? Me pierden los tíos con un buen órgano.
Ah, me olvidaba de contaros algo sobre Natie. Generalmente es fácil de encontrar gracias a su pelo afro naranja, pero desde que TeeJay le enseñó cómo usar el alisador de pelo, apenas se le reconoce. Casi resulta atractivo, aunque sin la altura extra que proporciona el pelo, mide casi siete centímetros menos. De todas maneras, como clara señal de que se aproxima el Apocalipsis, Natie tuvo su primera cita en la historia. TeeJay le arregló un encuentro con su prima Margaret, la pequeña regordeta que se parece a una de las muñecas repollo. Parece ser que a Margaret también le apetecía marcarse un tanto, porque le hizo una discreta paja mientras veían la adaptación teatral de
Cómo triunfar en los negocios sin esforzarse
. Natie se va inmediatamente para realizar una estadía de verano como becario en la oficina del senador Jordan Craig. No sé cómo la ha conseguido y no se lo pregunto.
Así que todos emprendemos distintos caminos. Ya no habrá más vandalismo creativo, no habrá más noches de verano, no habrá más días en la piscina de la Tía Glo (bueno, no podría haberlas de todas maneras, ya que Angelo finalmente ha convencido a la Tía Glo de que venda su casa en Camptown y compre un apartamento en Hoboken, para estar más cerca de él). Incluso si nos juntamos al final del verano para despedirnos, ya será oficialmente un reencuentro. No puedo creerme que ya seamos mayores como para tener un realgo.
El presidente de la clase preside la jura de la bandera; acto seguido me subo al podio a cantar el himno nacional. Se oye un repique de tambores. Se supone que comienzo a cantar
a capella
. Durante semanas hemos bromeado diciendo que podría cantar lo que quisiera, llegados este punto (
Come fly with me
, de Sinatra, o el tema de la serie de televisión
Green Acres
), y nadie podría detenerme, pero me tomo mi responsabilidad cívica en serio, pese a que no soy precisamente un buen ejemplo a la hora de representar nuestro preciado estilo de vida americano. Además, si se ha cantado en un estadio se sabe lo difícil que es, porque en cuanto comienzas a cantar la tercera línea, oyes tu propio eco cantando la primera, lo que te obliga, invariablemente, a ir más despacio e intentar que tu propio eco te alcance. No obstante, a pesar de que me concentro en no mantener un dúo conmigo mismo, no puedo evitar ver a Al y Kathleen, juntos, en la zona de las fotos. Ultimamente, Al ha estado viendo a Kathleen. Como llorón. Ha decidido que no le vendría mal algo de ayuda para tratar sus problemas en las relaciones, como, por ejemplo, por qué le atraen las mujeres con desequilibrios mentales. Como Kathleen está un poco desequilibrada, puede aportar una perspectiva única a todo el asunto. Al aparta a codazos a alguien para poder sacar una foto, mientras Kathleen hace callar a otros que intentan cantar conmigo para poder oírme mejor. Ver cómo mi padre se pega con alguien por mí me hace sentir amado, así que aguanto la nota hasta que mi eco me alcanza: