Subo al escenario y me enfrento al enorme gigante negro que es el público.
—Soy Edward Zanni —comienzo. El señor Lucas me indicó que dijera «soy» en vez de «me llamo» porque suena más confiado y enérgico—. Éste es el monólogo de Hemón de la obra
Antígona
, de Sófocles.
De momento, vamos bien. Cierro los ojos para concentrarme y los abro de nuevo para comenzar.
No me acuerdo de una puta palabra.
—Lo siento, ¿puedo volver a empezar? —pregunto.
—¡No! —aúlla el señor Lucas; su voz retumba en la oscuridad como si fuera la voz de Dios—. Imagínate que ésta es la audición de verdad.
—Lo siento —vuelvo a decir—, supongo que estoy un poco nervioso.
—Continúa.
¿Qué coño está pasando? Me sé este monólogo de memoria. Lo debo haber recitado en la vagina de Kelly al menos un millón de veces. Cierro los ojos de nuevo para concentrarme. La primera línea es: «Padre, no te habitúes a pensar de una manera única, absoluta, que lo que tú dices es lo cierto». Lo tengo. Abro los ojos.
—Padre, no te habitúes a pensar de una manera única, absoluta, que lo que tú dices es lo cierto. Los que creen que ellos son… —Oh, Dios mío—. ¿Línea? —pregunto.
—… los únicos que piensan o que tienen un modo de hablar… —contesta Ziba.
—O que tienen un modo de hablar…, eh…
Esto no me puede estar pasando a mí.
—¿Línea?
—… o un espíritu como nadie, éstos aparecen vacíos de vanidad, al ser descubiertos.
—Para un hombre, al menos si es prudente —continúa Ziba.
—Lo sé, no me lo digas —interrumpo—. Al menos si es prudente, si es prudente…, no es nada vergonzoso…, ni aprender mucho ni no mostrarse en exceso intransigente… —Tengo que parar—. Lo siento, parece ser que no puedo —digo.
Todo mi cuerpo está empapado de sudor de fracasado. Miro a Kelly y a Natie, que están en la primera fila, con cara de dolor.
—Claro que puedes —contesta el señor Lucas—. Vas bien, no te preocupes.
Mierda. Si el señor Lucas está siendo amable, lo debo estar haciendo fatal.
—Deme un segundo —digo. Vale, Edward, concéntrate. Concéntrate. Concéntrate—. No tengo ni idea de lo que viene ahora.
—Ziba, por favor, léele el resto del párrafo a Edward.
Ziba lee: «En invierno, a la orilla de los torrentes acrecentados por la lluvia invernal, ¿cuántos árboles ceden, para salvar su ramaje?; en cambio, el que se opone sin ceder, acaba descuajado. Y así, el que, seguro de sí mismo, la escota de su nave tensa, sin darle juego, hace el resto de su travesía con la bancada al revés. Padre, a pesar de mi juventud, debes atenerte a razones. Por favor, no me extremes tu rigor y admite el cambio».
—A lo mejor deberías de ser tú la que hicieras la audición para Juilliard, en mi lugar —digo, intentando reír.
—Termina —exige el señor Lucas.
Carraspeo e intento relajar el cuello con movimientos circulares.
—De acuerdo —digo—, … en invierno, a la orilla de los torrentes acrecentados por la lluvia infernal…, y, ah, no, me he equivocado…
—¡Continúa! —aúlla el profesor.
—¿Cuántos árboles salvan, para ceder su rodaje? —chillo yo a mi vez.
La clase entera se ríe; me empieza a arder la cara.
Voy a trabajar en El Pollo Feliz durante el resto de mi vida.
Después, Ziba sugiere que vayamos con Kelly y Natie al cine, para que me olvide de mis problemas (lo cual, por lo que a mí respecta, es solamente otra manera de decir que lo hice fatal). Vamos a ver
Yentl
.
Ahora voy a asumir que la gente que esté leyendo esto tiene un conocimiento general de la obra de Barbra Streisand, pero en caso de que no sea así, dejadme que os ponga al día.
Yentl
va de una joven chica judía que vive en Europa del Este alrededor de finales del siglo diecinueve y que se disfraza de chico para poder ir a la yeshiva y estudiar. Allí se enamora de otro estudiante que, claro está, no se da cuenta de que es una chica. Es una mezcla de
Tootsie
y
El violinista en el tejado
.
Mientras permanezco sentado en la oscuridad de la sala de cine, me doy cuenta de que soy como Yentl: a los dos nos prohíben que vayamos a la escuela de nuestros sueños, los dos nos ponemos a cantar en lugares públicos y los dos estamos enamorados de nuestro mejor amigo. Casi me provoca dolor físico.
Es cierto. Pese a mis problemas de erección con Kelly, basta con mirar una vez a Doug y se me pone dura como el hierro.
No comparto mis pensamientos con nadie, claro está, pero sí escucho a Ziba analizar la película mientras volvemos al coche. Ziba se toma lo del cine muy en serio, lo cual se deduce del hecho de que siempre hace que nos quedemos hasta el final de los títulos de crédito y compara todo lo que vemos con las obras de Kurosawa.
—La dirección de la obra está sorprendentemente trabajada —anuncia— y la cinematografía es impresionante, pero sigo pensando que la historia hubiera estado mejor contada en yídish y con subtítulos.
Y esto lo dice la chica musulmana.
—Creo que Barbra Streisand se tendría que haber acostado con Amy Irving —dice Kelly.
Todos nos detenemos.
—¿Qué miráis? —pregunta.
Aunque aceptó formar parte de un trío y me pidió que le dijera cosas guarras a su vagina, todavía me sorprendo cuando Kelly dice cosas como ésa.
—Interesante —dice Ziba, rumiando las palabras de Kelly—, pero ¿cómo se las iba a arreglar, sin tener un pene?
Kelly piensa durante un momento.
—Podría hacerle un cunnilingus.
No me gusta el lugar al que se dirige esta conversación, por lo que cambio de tema.
—¿Alguien se ha dado cuenta de que Yentl llevaba las mismas gafas que el padre Guay? —pregunto.
—Sí —contesta Natie—. Tal vez sería mejor que te fueras a vivir a una yeshiva.
—No creo que dejen entrar a los católicos.
—Bueno, pues a un monasterio.
—A lo mejor tendré que hacerlo si no encuentro pronto un sitio en el que vivir —contesto.
—¿Y por qué no te vienes a mi casa? —pregunta Kelly.
—¿Qué? —digo.
—Podrías vivir en casa.
—¿De qué estás hablando? Tu madre jamás nos dejaría.
—Sí que lo haría si pensara que eres gay.
—Pero no lo soy —digo, y mi voz protesta de manera más alta de lo que pretendía.
—Claro que no, tonto —responde Kelly—. Solamente tienes que pretender serlo, ya sabes, como hace Yentl, que pretende ser un chico.
Natie afirma con la cabeza, con pinta de estar impresionado.
—Sabes, no es mala idea.
Los ojos de Kelly se iluminan ante la posibilidad.
—¡Sería genial! —continúa—. Le diré a mi madre que hemos roto y, claro, querrá psicoanalizarme, así que le diré que me rompiste el corazón, pero que yo lo entiendo porque eres homosexual, y que no estoy segura de poder volver a confiar en los hombres y blablablá…
Natie y Ziba siguen a Kelly en esa idea descabellada, elaborando hipótesis con las diversas maneras en las que ella podría haber descubierto mi homosexualidad latente. Mientras se divierten con la supuesta hilarante noción de que Doug y yo somos amantes en secreto, Kelly se me acerca y susurra en mi oído:
—Y lo mejor —dice— es que ahora podremos hacerlo siempre que queramos.
Como dicen en la yeshiva,
Oy vey
.
N
o me voy a casa después de dejar a todo el mundo, en vez de eso doy vueltas en coche intentando pensar en la propuesta de Kelly. Si le digo a Kathleen que soy gay, sería como decirle la verdad, pero entonces le estaría mintiendo a Kelly, que piensa que soy totalmente heterosexual. Por otro lado, si Kelly y yo hacemos el tonto, le estaría mintiendo completamente a Kathleen. Pero, aun así, ¿qué tipo de amenaza puedo suponer para su hija si no tengo una erección? Todo este asunto hace que me duela la cabeza.
Para completarlo, me vienen sin cesar imágenes de Doug al subconsciente. Sé que tiene un aspecto demasiado parecido al de un anuncio de botas de montaña y camisa de leñador para que él sienta por mí jamás lo que yo siento por él, pero, de alguna manera, esa sensación de prohibición desventurada lo convierte en algo tremendamente apetecible. Nos veo como un caso moderno de Romeo y Julieta, o, más bien, de Romeo y Julio. Nos imagino creciendo y casándonos (con mujeres, claro está), pero aun así teniendo citas clandestinas anuales a la manera de
El próximo año, a la misma hora
. Nos veo alquilando una cabaña con nuestras respectivas, inocentes, mujeres y desapareciendo en el bosque para follar como los tipos aventureros y rudos que realmente somos.
No lo soporto más. Solamente pensar en él es una tortura, pero del tipo exquisito, como la agonía trascendental que se ve en los cuadros de los santos mártires. Debo de estar perdiendo la cabeza.
Voy en coche hasta su casa.
Es demasiado tarde para llamar al timbre, así que merodeo por el porche que cruje y espío por la ventana. Alguien está sentado en la butaca del señor Grabowski mirando la película porno codificada en la tele, pero no estoy seguro de quién es porque está de espaldas. Estoy casi convencido de que se trata de Doug, ya que veo los mechones de pelo alocados que se disparan desde detrás del respaldo, pero no quiero arriesgarme y que sea su padre aterrador. Finalmente, la figura se levanta y se despereza, y compruebo gracias a los calzoncillos y al jersey del equipo de fútbol que se trata de Doug. Golpeo suavemente la ventana. Ahueca las manos junto a sus ojos frente al cristal para ver de quién se trata y acto seguido me indica por señas que me abrirá la puerta principal.
—¿Qué pasa? —susurra.
—Tenemos que hablar —digo, entrando y pasando frente a él.
La habitación parece ser tremendamente pequeña, teniendo en cuenta la enormidad de lo que le tengo que decir; me paseo por la alfombra roñosa como si fuera un animal enjaulado. Doug parece preocupado.
—¿Qué pasa, tío? —vuelve a preguntar.
—No sé cómo decir esto, así que lo mejor será que lo suelte de golpe.
—¿Qué has hecho, has matado a alguien?
—Va en serio.
—Vale, pues dilo.
Estoy convencido de que mis pulmones se han paralizado y de que no hay manera de que pueda conseguir el suficiente aire para poder hablar, pero debo de tenerlo, porque me oigo soltar:
—Estoy enamorado de ti.
Es así, como si las palabras se hubieran caído de mi boca y hubieran aterrizado en el suelo. Entonces siento que es como si ya no pudiera permanecer callado.
—Lo siento, tenía que decírtelo. No podía callármelo más. Estoy completamente, totalmente enamorado de ti. Pienso en ti millones de veces al día, y más por las noches. Ya no sé qué hacer. Tengo que usar toda la disciplina de la que soy capaz para no saltar a través de una habitación y abalanzarme sobre ti cuando te veo.
Eso es lo que quiero hacer ahora mismo. Quiero abalanzarme sobre él y besarle durante el resto de mi vida, pero no me atrevo. Me imagino que es más posible que Doug deje que se la chupe antes que tener que someterse a algo tan íntimo como un beso.
Doug no dice una palabra, pero sus ojos del color de los témpanos de hielo se comienzan a derretir. No estoy muy seguro de que él se dé cuenta, porque su cara permanece impertérrita mientras las lágrimas comienzan a caerle por las mejillas, como si fuera una piedra por la que se ha desbordado un río. No alcanzo a comprender qué significa su reacción.
—Lo siento muchísimo —susurra—, pero… no puedo.
Conduzco por las calles oscuras y soñolientas de Wallingford, sintiéndome desinflado y cansado. Soy un imbécil. Tenía esta amistad genial, intensa, física, llena de acción homoerótica y como dice Frank: «voy y lo estropeo todo diciendo algo estúpido como: "te quiero"». Probablemente, Doug no volverá a dirigirme la palabra. Y lo que es peor, no tengo un sitio en el que vivir, no puedo recordar las palabras del jodido monólogo de Hemón, mi padre no me quiere, mi madrastra me odia, mi madre probablemente ha sido secuestrada por alguna guerrilla sudamericana y me he comido tantas piezas de pollo frito del trabajo que no me entran los pantalones. Y para rematarlo todo, tengo que ir a jugar a baloncesto con un grupo de tipos de segundo que parecen sacados de
El señor de las moscas
. Algo tiene que cambiar.
Ha llegado el momento de usar el martillo.
Me meto en nuestra cocina oscura y abro el cajón de los trastos, en busca de un martillo con el que romperme un dedo, pero en vez de encontrarme con la habitual montaña de clips, pedazos de goma y otras chucherías, me sorprende ver la cara morena y difuminada de mi hermana que me observa plácidamente, sin darse cuenta de que está en el cajón de los trastos en vez de en la pared, como corresponde. Saco la foto de Karen y me hallo debajo de ella, con cara sonriente y feliz, con mi corbatita. Me giro en redondo para mirar la pared en la que nuestros retratos han estado colgados durante al menos los últimos diez años y veo que hemos sido reemplazados por una de las fotografías de Dagmar, una naturaleza muerta de un frutero.
Tal vez, y digo sólo que tal vez, si nos hubiera reemplazado por algo de igual valor sentimental, como su ancestral hogar austríaco, o un retrato de su preciado padre nazi colaboracionista, quizá no me enfadaría tanto; pero ser reemplazado por un maldito frutero, eso lo logra.
Exploto. Como si fuera una bomba de relojería a la que se le ha acabado el tiempo.
Al entra en la cocina con sus
slips
, con pinta de ser el primer hombre que caminó con los dos pies en la escala evolutiva.
—¿Podrías explicarme qué significa esto? —pregunto, señalando la fotografía.
—¿Te gusta? —dice Al, rascándose la barriga peluda y abriendo el frigorífico—. Dagmar ganó un premio con ella el fin de semana pasado.
—Vaya, pues muchas felicidades, joder —contesto.
Al me mira por encima del hombro.
—Eh, vigila tu jodido lenguaje.
—No te das cuenta, ¿verdad que no? —digo, alzando la voz. Saco nuestras fotografías del cajón de los trastos—. ¿No te das cuenta de lo que está haciendo? Nos ha metido en el cajón de los trastos. A tus propios hijos. ¿Acaso eso no te dice nada?
—No seas tan susceptible —contesta Al.
Hay algunas cosas que no soporto oír, y «No seas tan susceptible» está a la cabeza, junto con «¿Podrías bajar el volumen?» y «No se permiten llamadas personales». Siento que me invade la rabia y que comienza a circular por mi cuerpo.