De cómo me pagué la universidad (7 page)

Read De cómo me pagué la universidad Online

Authors: Marc Acito

Tags: #Humor

BOOK: De cómo me pagué la universidad
11.35Mb size Format: txt, pdf, ePub

Este va a ser el mejor verano de nuestras vidas.

Seis

E
l día después de haber ido a la ciudad, me siento y elaboro un programa. Sea o no un misionero de la magia y travesuras, tengo trabajo serio que hacer.

Primero, mi cuerpo. Sencillamente, este verano me tengo que poner en forma. No tanto por una cuestión de vanidad, sino porque el cuerpo de un actor es su instrumento de trabajo, y el mío está bastante desafinado. Blando. Leí en alguna parte que si te levantas una hora antes todos los días puedes llegar a ganar hasta quince días al año, así que he decidido salir a correr por las mañanas (en cualquier caso, duermo demasiado) y hacer unas cuantas flexiones y abdominales, antes de ir hacia el taller para preparar la coreografía del espectáculo infantil, que, lo crea Paula o no, es un trabajo de verdad porque me pagan por hacerlo. (Simplemente está celosa porque yo estoy consiguiendo credibilidad profesional, y ella no.) Después de un almuerzo ligero y saludable me iré a la casa de la Tía Glo, a pasar la tarde junto a la piscina leyendo el volumen de las obras completas de Shakespeare; haré pausas de vez en cuando para nadar unos largos y adquirir así un torso triangular de nadador.

Me asombra ver lo simple que es una vez lo he planeado. Quedan nueve semanas de verano y treinta y siete obras de Shakespeare, lo que quiere decir que debo leer unas cuatro obras a la semana, o una cada dos días, lo cual es totalmente factible. De hecho, si pudiera leer una al día, me podría dedicar a algo un poco más ligero, como Chejov o Ibsen.

Este verano es mi gran oportunidad para mejorar, y he decidido dejar el azúcar, la cafeína, el alcohol, la carne roja, la harina blanca y los fritos, además de aprender finalmente a meditar y evolucionar espiritualmente hasta ser la persona que realmente sé que soy en mi interior. Al fin y al cabo, soy hijo de mi madre.

Una semana más tarde me siento débil y ansio sin cesar una hamburguesa con patatas fritas, lo cual probablemente significa que tienen un aceite esencial al que mi cuerpo se ha acostumbrado y ahora necesita. Es más, me he pasado tres horas viendo
Fanny y Alexander
, la película de Ingmar Bergman, recomendada por Ziba, por lo que creo que todos nos beneficiaríamos de un poco de comida basura, para equilibrar la balanza.

Paula para el coche cerca de la ventanilla con precaución. No resulta fácil maniobrar con el Lincoln Continental de la Tía Glo, un vehículo tan enorme que nosotros lo hemos bautizado como: Continente Lincoln. Parece estar intentando atracar el Queen Mary. Acto seguido, realiza el pedido y solicita seis coronas del Burger King.

—Todo el mundo tiene que tener una corona —dice—. Simplemente,
tiene
que ser así.

Solamente Paula diría una cosa así. Después nos anuncia que tenemos que decidir qué rey seremos.

Hay tantos entre los que elegir. Está el rey Arturo, el rey Ludovico, el rey Enrique VIII, el rey Enrique IV, primera y segunda parte… Está el rey de bastos, el rey Melchor, el rey Gaspar y el rey Baltasar. También está el Rey de Reyes. Y nunca faltan todos esos Eduardos, Carlos, Jorges y Luises.

Natie impresiona a todo el mundo al nombrar en orden a todos los monarcas ingleses desde Guillermo el Conquistador, y comprobamos que lo ha hecho correctamente gracias a que Paula siempre lleva un calendario informativo en la guantera. Ha logrado espacio suficiente para guardarlo allí al poner el manual y la licencia del coche en el maletero.

—Es mucho más factible que quiera conocer el segundo artículo de la Constitución que saber cómo se cambia una rueda —insiste.

La Tía Glo no conduce demasiado desde su última apoplejía, por lo que Paula lo ha decorado de acuerdo a sus necesidades, como por ejemplo, colocando fundas en los asientos que ha rehecho a partir de su viejo vestuario de
¡Hello, Dolly!

Así que aquí estamos, conduciendo sin rumbo, aburridos, como de costumbre. Cuando se es adolescente, no parece que haya mucho que hacer, y no simplemente porque vivamos en Wallingford. Conozco a chicos de Manhattan que dicen lo mismo, y viven en la mejor ciudad del mundo, por el amor de Dios. Como no tenemos nada mejor que hacer, sugiero que vayamos a la parte pobre de la ciudad a la que nos mudamos con mi familia desde Hoboken, cuando no sabíamos que hubiera nada mejor, y vayamos a ver mi antigua casa.

Como Paula es de esa zona, es muy quisquillosa en lo que respecta a su barrio, y se queja de que nosotros, los que ella llama los «wallies», somos unos esnobs, pero a mi parecer, ser acusado de esnobismo simplemente confirma que hay algo de lo que vanagloriarse. En cualquier caso, nos dirigimos a la casa porque es el tipo de cosa que se hace cuando se está aburrido en una noche calurosa de verano.

La casa es de dos niveles, parecida a la de la Tía Glo. En realidad, es más un garaje con una casa adosada. No obstante, lo que nos llama inmediatamente la atención es lo que hay delante. Ahí, en medio de un lecho de pensamientos medio anémicos, se encuentra lo que posiblemente sea el peor adorno de jardín que jamás haya visto. No estoy hablando de un gnomo diminuto de esos que la gente coloca en el exterior de sus casas, sino de un espantoso buda de cerámica verde de un metro y medio de altura, con los brazos regordetes alzándose a modo de saludo alegre, los pechos hombrunos descuidadamente colgando sobre una enorme barriga tensa y una sonrisa desdentada que se contrae en forma de mueca de alegría espantosa y un tanto perturbadora.

Joder, no me lo puedo creer. Hay un buda acampando sobre mis recuerdos.

En un momento de brillante lucidez, pego un salto desde el coche y comienzo a saltar y a agacharme en el jardín, como si estuviera evitando a unos francotiradores. Oigo los gritos desconcertados de mis amigos por detrás de mí, pero sólo hacen que alentarme más, mientras zigzagueo a través del jardín hasta el buda, y acabo por ponerle la corona de Burger King, ladeada, sobre la cabeza, en un ángulo desenfadado.

Lo juro, es como si estuviera hecha para él. Parece que sonría de esa manera porque sabe que está superelegante. En ese momento, nace el Manifiesto para el Verano de Magia y Travesuras.

Lo denominamos «vandalismo creativo».

Tenemos el compromiso de traer a los aburridos suburbios de Nueva Jersey algo de la vitalidad y el encanto de Bobby de
A chorus line
, pero con la condición (puesta por Paula) de que no hagamos ningún daño a la propiedad ajena, ni nos involucremos en ningún tipo de actividad ilegal. Son condiciones muy propias de Paula.

Así que cuando hagan una película de mi vida, el verano de 1983 tendrá que ser uno de esos montajes de escenas llenas de locuras divertidas de adolescente, y no la mierda absurda que se ve en la mayoría de las películas, como esos que fingen cantar usando el secador de pelo como micrófono o que se rocían con la manguera mientras lavan un coche. No, aquí se verá vandalismo creativo del de verdad: poner a los maniquís de los centros comerciales en posiciones comprometedoras o meternos en la parte de los supermercados en la que están los congeladores y fingir que somos Walt Disney después de ser criogénicamente congelado.

A eso lo llamamos Disney con hielo.

Se nos verá pasar esas noches de verano recorriendo las calles en el Continente Lincoln (Paula es la conductora oficial y el resto somos los borrachos oficiales), tirando detergente en la fuente del centro hasta que las burbujas rebosen, o colocando el enorme sujetador de Paula en el poste de la bandera del instituto, o dibujando un
hulahop
alrededor del hombre de la señal de tráfico que indica el paso de peatones, o, por supuesto, visitando al buda.

Se me verá una y otra vez cruzando alborotadamente el jardín para disfrazarlo: primero con el velo de la comunión de Paula, después con el suspensorio de Doug y, más adelante, con el floreado gorro de baño de la Tía Glo. En toda ocasión, el buda tendrá la misma sonrisa de felicidad total, casi estrafalaria, por estar tan bien ataviado. Se nos verá a Doug y a mí arrastrando el buda hasta la puerta principal y disponiendo en sus manos extendidas una bandeja para el desayuno, compuesta por zumo de naranja, tostadas y medio pomelo, al mejor estilo de un buda con servicio de habitaciones. Y se nos verá llamando al timbre en mitad de la noche, para que los dueños encuentren al buda en los escalones de la entrada, con una guirnalda hawaiana de flores alrededor del cuello y una botella vacía de whisky junto a él, como si se hubiera desmayado después de pasar una noche de borrachera salvaje en un bar marchoso de budas.

Mientras tanto, Al y Dagmar están pasando su propio verano de magia y travesuras. Pese a que, en teoría, la idea de que Dagmar pase la noche en casa está bien, en la práctica resulta un tanto asqueroso. Lo siento, pero me resulta humillante tener que taparme la cabeza con una almohada para amortiguar los ruidos de sexo animal que produce mi propio padre en la habitación de al lado. El simple hecho de pensar en Al, encaramándose sobre Dagmar mientras ella le agarra de la ancha espalda peluda me da ganas de gritar. Al intenta justificar que duermen juntos dándome una de esas charlas de padre a hijo tan estúpidas.

—Chaval, tienes que entender que en lo que al sexo se refiere, soy un ser monótono.

Eh, lo ha dicho él, no yo.

En cualquier caso, me alegra que haya alguien más en esta casa que me entiende, alguien que es un artista. Francamente, no sé qué es lo que ve en Al, pero ¿a quién le importa? Gasta el dinero como si le quemara e incluso nos lleva a Dagmar, a Kelly y a mí a ver a Sinatra en los Meadowlands. A unos asientos de palco.

Ver al presidente de la Junta en persona es lo más cercano a una experiencia religiosa que Al y yo jamás hayamos compartido. Incluso con peluquín, barriga y un temblor en su vibrato del tamaño del Continente Lincoln, Frank suena como si estuviera cantando cada canción con un cóctel en una mano y un sombrero de fieltro colocado despreocupadamente sobre un ojo.

Antes de que pueda darme cuenta es la última noche de
Grease
. Tengo que decir, a pesar de todas las críticas que haya vertido sobre la Asquerosa Renée, que ha organizado unas espléndidas salidas a escena. Kelly y Doug realizan su entrada con el coche del número de Greased lightning, como en la película, lo que ayuda a enmascarar el hecho de que ninguno de los dos es realmente muy bueno. Entonces, cuando el reparto realiza un saludo general, yo entro colgando de una cuerda, en mi papel de Ángel Adolescente, como en la versión original de Broadway. (De acuerdo, la idea fue mía, pero la Asquerosa Renée tuvo el sentido común de aceptar mi sugerencia.) Voy vestido enteramente de blanco, con un par de alas que yo mismo confeccioné y un halo dorado que se menea sobre mi cabeza y que causa un gran efecto cómico. Como era predecible, ya había logrado un gran efecto con mi número durante la obra, pero esto de la cuerda les vuelve locos, como cuando Peter Pan comienza a volar por primera vez. Conseguir esa respuesta del público es como una droga, y está claro que yo ya soy definitivamente un adicto. Y lo que es más, no tengo que hacer la coreografía estúpida de la Asquerosa Renée, en la que parece que uno esté dirigiendo el tráfico.

Al y Dagmar vienen esa noche (Al jamás vendría a todas las funciones, como hace la Tía Glo). Dagmar me dice que soy «fueno», de esa manera despreocupada en que hablan los críticos que ya lo han visto todo, por lo que lo tomo como un cumplido excepcional. Solamente las masas poco informadas parlotean sobre lo maravilloso que uno es. La gente que sabe de lo que habla, generalmente, dice: «Has estado bien» o «Me ha gustado tu trabajo».

Mientras tomo la, extrañamente, áspera mano de Dagmar entre las mías y hago eso europeo de los dos besos en las mejillas, noto que hay algo extraño en uno de sus dedos nudosos: un diamante del tamaño aproximado de un Volkswagen.

—Vaya, ¿qué es esto? —pregunto.

—Felicítanos —responde ella—. Tu padrre y yo nos vamos a casar.

Siete

E
s raro. Es jodidamente extraño. Una mañana me levanto, me pongo gotas en los ojos, paso a buscar a mi hermana y vamos en coche hasta el Ayuntamiento de Wallingford a ver cómo se casa mi padre. Es tan romántico como solicitar una licencia para pescar.

Lo que realmente mola, en realidad, es la elegancia minimalista que Dagmar trae a nuestra enorme casa poco refinada. En cada rincón nos enfrentamos a sus severas fotos en blanco y negro sobre extraños espacios abandonados: solares abandonados, baños sucios y una larga serie de camas deshechas de moteles. No entiendo muy bien qué es lo que estoy contemplando, pero como también se trata de una artista, respeto su visión. De hecho, coopero alegremente cuando Dagmar me pide si podría mudarme a la habitación de invitados para que ella pueda usar mi habitación como estudio. La luz del norte es «muy imporrrtante parra el trafajo».

También se deshace de todas las moquetas. Como fotógrafa, Dagmar tiene una aversión casi patológica hacia el polvo, y, aparentemente, también es alérgica a los ácaros del polvo, algo que yo ni siquiera sabía que existía hasta que ella me enseña un folleto lleno de primeros planos de fotos que hacen que esos microscópicos insectos parezcan unos espantosos reptiles gigantes.

—Los copos de pfiel muerrta quedan atrrapfados en la alfombrra y no los puedes sacarr nunca —dice en tono alarmante.

Supongo que a los artistas se les permiten ciertas excentricidades.

Dagmar decide arreglar los suelos mientras ella y Al se van de luna de miel.

—Al fin y al cabo, no habrrá nadie en la casa —le dice a Al.

—Yo estaré aquí —digo.

—Oh, clarro —responde—. Puedes abrrirle la puerrta a los ofrrerros.

Estoy dispuesto a dejar de lado este ligero desprecio porque sé que mi tiempo en esta casa es limitado, con o sin los ácaros que se comieron Detroit. De hecho, una de las últimas cosas que me dijo mi madre antes de irse fue que intentara llevarme bien con quien mi padre se casara, porque en algún momento yo me marcharía y él necesitaría estar con alguien. Además, los suelos de parqué van a ser mucho más sofisticados que la moqueta.

Así que tengo la casa para mí solo durante dos semanas enteras. (Bueno, para mí solo y «los offrrerros».) Sé que estáis pensando: «¡F
IESTA
!», pero tengo claro que voy a utilizar mi tiempo de soledad para un buen fin. Está bien, he dejado que el entusiasmo de Paula me arrastrara en lo que al verano de magia y travesuras se refiere, pero Ziba está en el sur de Francia con su madre de manos sofisticadas, Kelly está en el Cabo Cod, y Natie está en el campamento de informática de verano (algo propio de Cabeza de Queso). Por lo tanto, puedo ponerme a trabajar y centrarme en leer las obras completas de Shakespeare. Con todas estas distracciones solamente he logrado leer
Sueño de una noche de verano
y la mitad de
La comedia de las equivocaciones
, además de ver la versión cinematográfica de
La fierecilla domada
, con Elizabeth Taylor y Richard Burton. Sin embargo, todavía quedan un par de semanas antes de que empiecen las clases, y decido que puedo pasar de las obras históricas. (En realidad, ¿a quién coño le importa todo lo referente a los Ricardos y los Enriques?) Así que leyendo dos obras al día, puedo terminar las veinticuatro restantes antes de empezar el instituto.

Other books

Blueeyedboy by Joanne Harris
Rose Gold by Walter Mosley
Winterbirth by Brian Ruckley
Glory by Vladimir Nabokov
Under Siege by Keith Douglass
Hunger by Michael Grant
01 Summoned-Summoned by Kaye, Rainy
Little Kiosk By The Sea by Bohnet, Jennifer