De cómo me pagué la universidad (4 page)

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Authors: Marc Acito

Tags: #Humor

BOOK: De cómo me pagué la universidad
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—Recuerda: contactos —dice—, de eso va el mundo del espectáculo, todo son contactos.

Se da la vuelta para mirarnos a Karen y a mí, como si hubiera dicho algo que mereciera la pena anotar. Solamente porque todo el mundo mire a los actores en la televisión y en el cine no quiere decir que eso haga que todo el mundo sea un experto en el mundo del espectáculo. Resulta muy molesto.

—¿Podemos entrar, papá? —pregunto.

—En realidad, hoy comeremos en el restaurante.

Mamma's tiene un restaurante elegante junto a la pizzería, que, para la consternación de Paula, solamente contrata a hombres como camareros.

—¿Qué se celebra? —pregunta Paula.

—Tengo una pequeña sorpresa —dice Al.

Mierda. La última vez que dijo eso tuvimos que leer su carpeta de
stocks
. Parece que voy a tener que volver a fingir indigestión.

—Bueno,
buon appetito
—dice Paula, abriendo sus ojos Disney de par en par en mi dirección: es la señal internacional para decir: «ven a hablar conmigo en cuanto puedas y no dejes de mencionar absolutamente nada».

Acostumbrarse a la luz del interior del Ristorante Mamma's —o, más bien, a la falta de ella— me lleva un momento. Evidentemente, los dueños del restaurante decidieron que quien lo hubiera decorado en 1956 hizo un buen trabajo, así que ¿para qué cambiar algo que funciona? Está claro que el patrón de su diseño no se extendió mucho más del hecho de hacer que todo fuera rojo: los reservados, las pantallas de las lámparas, las paredes, el techo. Es como si lo hubieran pintado todo con las sobras de la salsa de los espaguetis.

Nos sentamos, pero para eso debemos esperar a que Al fanfarronee con el
maître
sobre todos sus conocimientos de italiano, que consisten en unas nueve palabras intercaladas con muchas señales de asentimiento, golpes en la espalda y risas falsas ante nada en particular. Me siento aliviado cuando pide una botella de vino y cuatro vasos.

Estoy a punto de preguntar para quién es el cuarto vaso, cuando la respuesta aparece entrando por la puerta.

Cuando hagan una película de mi vida, éste será el momento en el que todo irá a cámara lenta y pondrán la versión de Sinatra de
The lady is a tramp
(
La dama es una golfa
), o, mucho mejor,
Witchcraft
(
Brujería
).

Debe de tener unos cuarenta y cinco años, pero parece más joven. Es difícil decirlo con exactitud, porque lleva ese tipo de peinado alborotado al estilo «acabo de echar un polvo» tan típico de las estrellas maduras cuando quieren disimular arrugas o cicatrices de cirugía plástica. Se desliza por la habitación embutida en un par de pantalones de cuero que parecen recién sacados del departamento de Jóvenes Zorras de Fiorucci. No se puede negar que está buena (a la manera de Angie Dickinson en
Police woman
, con la blusa ceñida y los pezones erectos); Al hace sonar las monedas en su bolsillo mientras se acerca a ella. Entonces le sostiene el rostro entre sus manos peludas y se dedica a meterle la lengua hasta la garganta en medio del restaurante.

Doble agh.

A la mujer no parece importarle, igual que parece no darle importancia al hecho de que la zarpa regordeta de Al se pose sobre su trasero. Al tiene razón en una cosa: es una verdadera sorpresa. La mujer se lame los labios y se ahueca la melena despeinada mientras nos echa un buen vistazo. Su pelo está tan decolorado que parece ser de seis colores diferentes, como si no estuviera seguro de apostar por un solo tono.

—Dagmar —dice Al—, éstos son mis hijos, Karen y Edward. Chicos, ésta es Dagmar.

—Jola —dice, y me tiende la mano, con la palma hacia el suelo, como si tuviera que besarla, o algo así. Se la cojo de manera extraña y me sorprende comprobar que su piel es más áspera de lo que parece—. No esperrafa que tus hijos serrían tan guaposs —susurra con un acento alemán tan fuerte que parece estar goteando
chucrut
. Me sonríe—. Te parreses a tu padrre.

Siento que mi cara sonríe como si tuviera vida propia. Dagmar tiene un aire a Elke Sommer, o a Ursula Andress; te la podrías imaginar perfectamente en una película haciendo de chica Bond, o de enfermera pechugona en una comedia disparatada, por lo que si ella dice que soy guapo, en fin, me siento muy guapo.

Dagmar acaricia a Al debajo de la barbilla y le lanza una de esas miradas vidriosas de adoración que Nancy Reagan usa cuando Ronnie da un discurso; entonces me doy cuenta: están enamorados. Están jodidamente enamorados el uno del otro. Y por la manera en que Al la está sobando, juraría que les encanta hacerlo todo el rato. ¿Cómo ha pasado esto sin que yo me diera cuenta?

Nos sentamos. Ni Karen ni yo nos molestamos en preguntar quién es esta mujer ni qué hace aquí, y, a decir verdad, a mí me da igual. Por primera vez desde que mamá se fue tenemos un ápice de sofisticación en nuestras vidas, y estoy resuelto a disfrutarlo. Los camareros se deslizan silenciosamente y dejan unos entremeses, aunque no hemos pedido nada. Evidentemente, Al lo tenía todo planeado. Muy bien por él. Me resulta romántico.

—Así que tú eres europea, ¿verdad? —pregunta Karen.

Me alegra comprobar que las drogas no han menoscabado su inmensa capacidad de observación.

Dagmar asiente.

—Austríaca.

Respondo con lo que espero quede como una mirada de entendimiento, pese a que todo lo que sé de Austria se resume en haber visto
Sonrisas y lágrimas
demasiadas veces, más de las que me gustaría admitir.

Karen se abalanza sobre los entremeses como si fuera una cavernícola.

—¿Has estado en Ámsterdam? —pregunta.

—Por supuesto —contesta Dagmar, con acento entrecortado por la precisión teutónica.

—He oído que se pueden comprar drogas muy fácilmente —dice mi hermana.

Dagmar eleva las cejas mirando a Al, haciendo la señal internacional de «Bueno, cambiemos de tema…».

—Bueno…, Karen trabaja en una farmacia —dice Al—. Está muy interesada en los fármacos.

Quiere decir que Karen se habría licenciado si hubieran ofertado títulos de alucinógenos.

—Oh, yo tampfién —contesta Dagmar—. Tengo unas alerrgias terrivbles. Y aquí ffaltan muchos de los medicamentos que nesessito.

—Tú dime cuáles son y yo te los consigo —anuncia Karen con un pimiento colgándole de la boca, como si fuera una segunda lengua.

Tomando nota de lo acusado que es su acento, le pregunto a Dagmar cuánto tiempo lleva en el país, y me sorprende que sean casi veinte años. Lo explica diciendo que vuelve a Europa siempre que puede. No la culpo. Yo también lo haría.

—Dagmar es fotógrafa —explica Al—. Nos conocimos en una exposición que hizo en esa galería, ya sabéis, esa que llevan los dos maricas…

Un momento. ¿Al fue a una exposición? ¿En una galería? ¿Regentada por homosexuales? Tengo que admitir que esta nueva sofisticación me impresiona, e inmediatamente comienzo a visualizar la vida de
jet set
que vamos a comenzar a llevar todos juntos.

—Me encantaría ver tu trabajo —le digo. Para que Dagmar vea que soy un alma cercana, me acerco a ella, le palmeo la palma de la mano extrañamente áspera y le susurro—: Soy actor.

—Estoy segurra de que erres muy bfueno —contesta; los artistas siempre se dan cuenta.

Al empieza a pontificar sobre la parte financiera del arte, un tema del que él no sabe nada, pero ¿cuándo le ha detenido la falta de información a Al para dar una opinión? Desciende sobre nosotros el manto del aburrimiento.

Al hace crujir sus velludos nudillos.

—Yo siempre les digo a estos dos que si quieren triunfar en la vida van a tener que saber de negocios.

«Camarero ¿podría tirarme un cubo de agua helada por encima de la cabeza? No importa, alguien acaba de hacerlo.»

—Ay, yo soy totalmente negada parra los negocios —dice Dagmar.

—Eso es lo que dice siempre éste —contesta Al, señalándome con un palito de pan—. Sin embargo, estoy seguro de que tienes más cabeza para los números de lo que te imaginas. Yo te lo demostraré.

—¿Lo harrías? —dice, con ojos brillantes—. Me encantarría.

Finalmente ha aparecido alguien con quien Al puede compartir sus gráficos de barras y quesitos. Es como haber obtenido un indulto del gobernador.

Al se acerca y le susurra algo a Dagmar en el oído; ella se echa a reír, dándole una pequeña bofetada con la servilleta. Y entonces —juro que no me lo invento— él le lanza un gruñido.

Agh al cuadrado.

Es mi señal para salir. Me dirijo a la cocina y un gilipollas de otra mesa chasquea los dedos frente a mi rostro cuando paso.

—¿Nos traes más palillos a la mesa? —pregunta.

No sé por qué, pero cada vez que salgo a comer fuera me confunden con el camarero. En este caso supongo que se debe a que voy vestido como Artful Dodger, el malo de Oliver Twist, con un esmoquin destrozado, una pajarita y una camiseta. Así es como imagino que será mi vida en el futuro: seré una figura desenfadada, con los brazos en jarras, mientras me deslizo por los rincones urbanos, mientras multitudes de granjeros en un delirio feliz caen detrás de mí mientras cantamos
Consider yourself
. Aunque la verdad es que podría estar vestido como Daisy Duke y seguro que habría algún imbécil que me preguntaría cuáles son los platos del día. Supongo que debo de tener mirada de camarero.

—No trabajo aquí —contesto.

Me adentro en la cocina, saludo con un gesto a Dominick Ferretti, que está haciendo gestos obscenos con un calabacín. Sus padres deben de estar tan orgullosos…

Paula está en el lado de la pizzería, deleitando a los clientes de una mesa con una sarta de mentiras muy elaboradas. Se percata de mi presencia y atraviesa la sala, bamboleándose. El padre de Dominick casi deja caer una pizza por seguir sus pechos oscilantes.

Me toma de las dos manos.

—¿Y? —chilla—. ¿Has hablado con Doug y Kelly?

—Sí, está todo listo.


Espléndido
—dice, saltando arriba y abajo. Y el jurado de Italia le otorga un 9,6 por ese bamboleo de tetas.

—Escucha, hermanita… —comienzo—, hay algo que…

—Edward, mira esto. Lo escribí durante mi descanso —anuncia.

Paula mete la mano en la profundidad de su escote mientras el señor Ferretti se descoyunta intentando ver algo, el maldito pervertido. Saca un papelucho sobre el que ha garabateado lo siguiente:

Plan para un verano de magia y travesuras; por Paula Angela Amicadora.

Paso 1. Pasar veladas íntimas junto a la piscina llenas de conversaciones ingeniosas.

Paso 2. Tener aventuras deliciosas y alocadas.

Paso 3. Perder la virginidad.

Paso 4. Comprar zapatos.

—¿A que es
maravilloso
? —pregunta—. Este sábado es el inicio oficial del que va a ser con toda seguridad el mejor verano de nuestras vidas. El
mejor
.

—Sí, a propósito de eso… —digo, mirando al suelo— verdad que…, que no te importa que Natie venga con nosotros, ¿a que no?

En un lapso de cuatro segundos, Paula pasa por los cinco estados de dolor de Kübler-Ross.

—Edward…, ¿cómo has podido hacerlo? —aúlla.

—Me oyó comentarlo durante un ensayo y se coló de alguna manera. No sé cómo lo logra. Es como la KGB.

Estoy convencido de que cuando los hombres de las cavernas inventaron la rueda, había un Nathan Nudelman inventando una tercera rueda. Cada grupo de adolescentes tiene uno: alguien demasiado bajito o demasiado alto, demasiado gordo o demasiado delgado, demasiado tonto o demasiado listo, no importa. Chico o chica, siempre hay un amigo que simplemente es incapaz de follar antes de la graduación.

Natie es de la versión demasiado bajita, lo que significa que suele obtener los papeles de hermano menor, de niño, en las obras de teatro. Tiene cara de masa de pan sin cocer, de ese tipo que las tías y abuelas no pueden dejar de pellizcar, con pequeños ojitos como botones que siempre parecen tener legañas en los extremos. Se parece a un
hobbit
, salvo que tiene, además, una enorme mata judía de pelo afro, que para mayor desgracia es pelirroja. Durante los años de primaria, su madre tomó la desafortunada decisión de intentar recortarle el pelo para que no pareciera un crisantemo, pero acabó pareciendo que tenía un bloque de queso sobre la cabeza, lo que le ganó el sobrenombre de Cabeza de Queso, que no ha podido quitarse de encima desde entonces. Con los años, el sobrenombre ha acabado penetrando definitivamente en el vocabulario de los estudiantes de Wallingford como sinónimo de perdedor, de la siguiente manera: «Dame tu dinero del almuerzo, Cabeza de Queso». Como vive en la casa que hay frente a la mía, pasamos tiempo juntos desde siempre, pero debo admitir que resulta un tanto embarazoso estar con él.

—Bueno —dice Paula—. Vas a tener que explicarle que cinco es una cifra completamente inapropiada para una velada sofisticada en la ciudad —prosigue, dándome con el papelito en el pecho para resultar más contundente—. Simplemente vas a
tener
que hacerlo.

Asiento. Después uso mi cena con la Amazona Austríaca como coartada para escaparme del inevitable sermón.

Cuando vuelvo, descubro que Karen está sola en la mesa. Está construyendo una casa con paquetes de sacarina y azúcar, con la concentración obsesiva de los fumados satisfechos. Cojo un cuchillo y doy golpecitos a una de las copas.

—¿Dónde han ido? —pregunto.

—Ni idea —balbucea—. Al nos ha dejado dinero y dijo que no volvieras a casa en un par de horas.

Alzo dos billetes nuevos de 100 dólares de la mesa.

—¿Qué te parece? —pregunta Karen— ¿Crees que será nuestra nueva mamá?

Siento el tacto de los billetes afilados entre los dedos.

—Eso espero —contesto.

Cuatro

M
ientras aparco el coche, puedo ver a Paula a través del aparcamiento que hay junto a la estación de tren, con las manos en sus caderas del siglo diecinueve, lo cual no es una buena señal. Tamborilea con sus dedos sobre la pantalla de su reloj de pulsera, a la manera que nos tienen reservados la gente puntual y responsable a los que somos desorganizados e impuntuales. Sin embargo, como lleva el reloj de pulsera alrededor del tobillo, es difícil tomársela en serio.

Si el mundo entero es un escenario, entonces Paula realmente conoce la importancia de llevar el vestuario adecuado. Y lo hace utilizando elementos que no han sido vistos durante siglos, como faldas con aros, mantillas o sobrefaldas. Se trata de un manifiesto ideológico personal. Hoy lleva puesto el vestido que confeccionó con los pantalones anchos blancos de su padre, lo cual resulta una opción favorecedora, ya que él mide unos dos metros y pesa alrededor de ciento cincuenta kilos, y en comparación, obtiene el deseado efecto de hacerla parecer más diminuta. El
look
se completa con un sombrero negro de fieltro que parece un bonete, un chaleco multicolor guatemalteco con espejitos incrustados y un par de zapatos, uno rojo y el otro dorado.

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