Ah, sí, y ponerme en forma.
Está claro que tengo que ayudar a Paula con algunas de sus últimas compras para la universidad (tantos zapatos, tan poco tiempo) y pasar tiempo con ella antes de que se vaya a Juilliard. Planeamos una última tarde junto a la piscina, con Doug, para su última noche, y una sesión de vandalismo creativo (rebautizado como VC) en la que visitaremos al buda.
Me presento con un pastel de cumpleaños. A Paula le encantan los pasteles de cumpleaños, porque cree que hay algo mágico en ellos, ya que están hechos para formular deseos.
Y como cada día es el cumpleaños de alguien, no hay razón para que uno no pueda comerse un pastel de cumpleaños cada vez que uno quiera. Consulto el calendario que tengo en mi guantera, y hago que en la pastelería pongan en la tarta «Feliz cumpleaños, Coco», en honor a Coco Chanel. El único problema es que Doug no se presenta. Llamo a su casa y su extraña madre extranjera me dice que ha salido «con unos tíos del equipo».
Nos ha dejado plantados. Joder, no me lo puedo creer.
Paula y yo nos sentamos en medio de la oscuridad, pegándoles manotazos a los mosquitos, mientras yo enciendo las velas del pastel de Coco. Este es el momento mágico de los pasteles de cumpleaños, el instante que Paula y yo adoramos. Es el momento en el que apagan las luces y todo el mundo empieza a sonreír y tu madre aparece en el dintel de la puerta y la única luz que hay en la habitación es ese extraño fulgor de las velas del pastel que se reflejan en el rostro de tu madre. Y ésta sonríe orgullosamente con esa sonrisa que dice «soy tu mamá», y tú sonríes con esa sonrisa avergonzada de «hoy es mi día especial». Y cierras los ojos y pides un deseo, el deseo que más quieres, porque es tu día especial. Y soplas las velas y todo el mundo aplaude y viene lo mejor de todo: comerse el pastel.
Como la madre de Paula murió hace mucho tiempo y la mía se fue hace mucho tiempo, los dos anhelamos esa sensación constantemente.
Paula sopla las velas, no con su habitual estilo de «formula un deseo», sino más bien queriendo decir «dame un pedazo del maldito pastel».
—Se suponía que éste iba a ser mi verano mágico —dice con suavidad.
—Tú eres mágica, hermanita —le respondo.
Como si fuera la señal para que hicieran su entrada, aparecen unas luciérnagas. Ella deja caer el cuchillo.
—Pues si soy tan mágica, ¿cómo es que no puedo lograr que nadie me quiera? —dice mientras se le llenan los ojos de lágrimas.
Yo la rodeo con mi brazo.
—Yo te quiero.
—Pero como amigo —suspira—. Siempre es como amigo. Por una vez, ¿no podría ser algo más para alguien?
Paula y yo nos comemos dos porciones del pastel cada uno, acordamos partirnos una tercera y después decidimos que más vale que nos lo comamos todo, porque no tiene sentido que se eche a perder.
—¡Ah, casi me olvido! —exclama Paula—. Tengo un regalo de despedida para ti.
Ella es la que se va, pero me da un regalo de despedida. Típico de Paula. Rebusca en su bolso hecho a partir de un tapiz y saca una caja.
—Yo misma confeccioné el papel de regalo —dice.
Reparo en las imágenes de monjas y budas dibujadas a mano y abro la caja lentamente.
Es un alzacuello de cura.
—¿No es
espléndido
? —dice Paula, sonriendo—. Se lo mangué a la Tía Glo.
—Eh, ¿gracias?
—Es para que compres cerveza, tonto.
Paula me ajusta el alzacuello y me miro en el espejo de su polvera. La combinación de mis tirabuzones largos y el alzacuello clerical me dan el aspecto de un joven jesuíta moderno, e inmediatamente empiezo a fabular la biografía de un cura rebelde, que fuma marihuana y toca la guitarra. El padre Guay.
Empezamos a no tener mucho más que decirnos, lo cual no nos había pasado jamás, pero la idea de iniciar una conversación cuando falta tan poco antes de despedirnos no me parece bien, como cuando estás sentado en el banco de un aeropuerto esperando a que se vaya alguien, o cuando tu madre se va a encontrarse a sí misma y no sabes cuándo la volverás a ver. Paula dice que iremos a visitar al buda para el día de Acción de Gracias, o en Navidad, pero los dos sabemos que no será lo mismo. Mañana se irá rumbo a Manhattan y su vida cambiará y la mía no. Yo tengo que quedarme en el jodido Wallingford otro maldito año.
—Debería pasar algo de tiempo con la Tía Glo antes de irme —dice, aunque yo sé que la Tía Glo se ha quedado profundamente dormida delante de la tele viendo
Vacaciones en el mar
.
Paula me acompaña a la verja de entrada y me abraza con fuerza, por lo que sus senos blandos, mullidos como almohadas, se aprietan contra mi pecho. Tengo ganas de llorar, pero no puedo, claro está, por lo que me abrazo a ella durante un rato y dejo que ella llore por los dos. Finalmente, le doy una palmadita en la espalda, el signo internacional que indica que el abrazo ha terminado, y nos separamos.
—Esto es
absurdo
—dice, apretándose los párpados con el dedo índice, para que no se le corra el rímel—. La ciudad está a tan sólo una hora. Irás a verme
constantemente
. —Me ajusta el alzacuello de cura—. Te veré muy, muy, muy pronto.
Paula lanza un beso al aire que hay ante mí, se da la vuelta y camina en dirección a la casa.
—Sé espléndida —digo.
Ella hace un saludo con su mano diminuta sin darse la vuelta, como Liza Minelli hace al final de
Cabaret
.
Paula.
El rugido del motor de Elvimma está acorde con mi estado de ánimo. ¿Cómo nos ha podido hacer esto Doug? ¿Cómo ha podido ser tan insensible? ¿Acaso no se da cuenta de lo que siente Paula? Cuando la avenida Wallingford se transforma en la calle Washington detengo el coche e intento decidir hacia dónde ir. Es demasiado tarde para ir a casa de Doug, pero ¿por qué debería ser educado? Él no lo ha sido. A la mierda. Me dirijo a la zona sur.
Wallingford está separado en dos zonas, la norte y la sur, por las vías del tren. En la mayor parte de la localidad no hay demasiadas diferencias entre ambas zonas, pero el barrio de Doug es uno de esos en los que deben hacerse distinciones. Es uno de esos barrios en los que hay más coches que habitantes en las casas, porque casi siempre hay algún familiar maltratador al que hay que mandar a dormir al coche. En este barrio no hay muros de piedra ni vallas de madera. Aquí directamente hay alambradas.
Cuando toco el timbre, la luz del porche se ilumina y tengo que espantar a las polillas. En ese momento, la extraña madre extranjera de Doug abre la puerta. Tiene los mismos rasgos afilados que él, pero los suyos se curvan al final, como si sus huesos tuvieran forma de interrogante. Parlotea desde detrás de la puerta con alguien, sin dirigirse a mí, y llama a Doug.
—¿Quién es? —ladra el padre de Doug desde la otra habitación.
La señora Grabowski corretea hacia él y yo me inclino para poder verle mejor. El señor Grabowski está sentado en una butaca que le constriñe los hombros, de lo enorme que es su cuerpo. Agarra los brazos de la butaca con tanta fuerza que parece que esté a punto de arrancarlos y comérselos de un bocado.
—He preguntado que quién es —gruñe, sin apartar su cabeza cuadrada del televisor. Solamente le faltan los tornillos junto al cuello.
—Es el Ángel Adolescente —sisea la señora Grabowski—. Y lleva un alzacuello de cura.
Ay. Me había olvidado.
Doug baja a trompicones las escaleras en calzoncillos y camiseta, y parece sorprendido de verme. Sale fuera de la casa.
—¿Qué pasa? —pregunta.
—Eso digo yo, qué pasa —contesto abruptamente, y sueno más a Bette Davis de lo que me hubiera gustado.
—¿De qué hablas, tío?
Pongo los ojos en blanco.
—¿La última noche de Paula? ¿El buda? ¿Te suena?
Odio el modo en que me estoy comportando, pero no parece que pueda detenerme.
—Ah, tío, lo siento, pero unos tíos del equipo pasaron por aquí, y se me olvidó llamar por teléfono.
Durante un momento no digo nada, simplemente le miro mientras arrastra los pies descalzos por el porche desconchado. El sonido de las cigarras llena el silencio.
—¿Eso es todo? —pregunto enojado—. ¿Eso es todo lo que vas a decir? ¿Decepcionas a Paula en su última noche antes de irse a la universidad y ésa es tu mejor respuesta? ¿Unos tíos del equipo pasaron por aquí?
—Ya he dicho que lo siento, ¿qué más quieres que haga?
No tengo ni idea. Me entran arcadas, de repente, y durante un instante me parece que debe de ser por todo el pastel que me he comido, pero súbitamente me entran picores por todo el cuerpo, como si estuviera a punto de salirme de mi piel debido a que mi cuerpo no fuera capaz de contener el volcán que está a punto de estallar en mí, y me doy cuenta de que si no me voy inmediatamente, van a brotar llamas de mi cuerpo, o me voy a mear encima. Empiezo a respirar con fuerza, como una mujer a punto de dar a luz. Si pudiera llorar, quizá me sentiría mejor, pero es lo último que quiero que Doug me vea hacer.
Salgo corriendo del porche y me dirijo hacia Elvimma, pero la puerta está atrancada, y la frustración hace que me ponga a darle patadas, hasta que escondo mi rostro con la esperanza de que me disuelva dentro del coche. Siento la mano de Doug en mi hombro.
—¿Estás bien, tío?
Me da vergüenza pensar en lo blando que es mi cuerpo en su mano.
—¿Así van a ser las cosas? —pregunto—. Para ti está bien pasar el verano con Los de Teatro, pero ahora que empiezan las clases otra vez, ¿nos vas a dejar tirados para irte con unos tíos del equipo?
—Yo no he dicho eso…
Mi cara está ardiendo y no puedo hacer que mi barbilla deje de temblar.
—Bueno, y ¿qué se supone que tenía que pensar yo cuando nos dejaste tirados? ¿Eh? ¿Eh? ¿Eh? —Me da escalofríos pensar cómo debe de sonar lo que digo, pero no puedo parar—. Es como si de verdad fueras Danny en
Grease
, como si yo, yo…
«No lo digas, Edward, Cierra el pico y métete en el coche.»
—… y yo fuera Sandy y no fuera lo suficientemente guay para ti.
«No puedo creer que haya dicho eso. No soy Sandy. Soy un gilipollas.»
—Yo nunca dije que no fueras guay —murmura Doug.
—Oh, no es necesario —contesto con desdén—. Ya sé que la gente piensa que somos bichos raros porque nos vestimos de manera extraña y cantamos canciones de musicales por los pasillos. De acuerdo, somos bichos raros. Somos Los de Teatro. Y si te da demasiada vergüenza que te vean con nosotros, pues, que te jodan, porque yo creo que somos…
—Espléndidos —dice Doug, agarrándome de los hombros—. Sois espléndidos.
Sus ojos son de un azul brillante, pero tienen pequeñas motitas de blanco en el iris, como el mundo visto desde el espacio exterior.
—Lo siento —dice—. Soy un imbécil.
—No, no lo eres —contesto—. Son tus amigos. Lo entiendo —digo y le doy un puñetazo en el brazo, como creo que hacen los tíos de verdad.
Sonríe.
—¿Por qué no vienes con nosotros la próxima vez?
¿Que vaya «con unos tíos del equipo»? ¿Unos tíos que en quinto curso le prendieron fuego a mi perfecto diorama de Heidi en los Alpes suizos? ¿Y que después se mearon encima para apagar el fuego? ¿Esos tíos? ¿Se ha vuelto loco?
—Sí, claro —contesto.
Cobardica.
B
ueno, cuando hagan una película de este libro, habrá que asegurarse de que la fiesta de despedida del verano en mi casa no se relate de la misma manera salvaje que en todas las películas de adolescentes. Me refiero a que soy demasiado listo para dejar que todos los estudiantes del instituto se presenten en mi casa y la destrocen. Vale, de acuerdo, alguien le ha prendido fuego a un sofá, y Unos Tíos del Equipo (o UTE, para abreviar) juegan con uno de esos pufs rellenos de poliestireno que hay en el salón, hasta que éste se rompe y las cuentas de poliestireno saltan por todas partes y la habitación queda totalmente nevada; sin embargo, hay algo más importante.
Ahora que todos estamos en el último curso, ya no hay nadie a quien admirar, por lo que no hay que rechazarse los unos a los otros para ascender en el rango social. Somos lo mejor que hay. La fiesta casi adquiere un aire de cumbre política (vale, una cumbre un tanto escandalosa), mientras nos relacionamos con gente con la que ni nos atrevíamos a hablar.
Gente como Amber Wright, que llega con una pandilla de
barbies
que llevan colgando del brazo un puñado de latas de cerveza a modo de bolso. Para intentar mantener un aire sofisticado a lo Rat Pack, les abro la puerta vestido con un batín de seda y una de esas pipas de las que salen burbujas de jabón, pero pasan junto a mí como si tuviera suerte de haber asistido a mi propia fiesta.
También hay gente como Thelonius
TeeJay
Jones, que, por lo que yo sé, es la primera persona negra que no entra en mi casa a limpiarla. TeeJay aparece con unos tíos negros del equipo (o UTNE, para abreviar), y me desvivo por hacer que se sientan cómodos.
En el instituto de Wallingford hay mil quinientos estudiantes, y de éstos, menos de cien son negros. A excepción de los atletas como TeeJay, todos suelen permanecer juntos, y una sorprendente cantidad de ellos parecen estar emparentados. Cuando no están practicando algún deporte, suelen compartir el espacio del fondo de la pirámide social con otras minorías incomprendidas, como el grupo de audiovisuales (presidente: Nathan Nudelman), el club de latín (presidente: Nathan Nudelman) y el club de ajedrez (presidente: Nathan Nudelman). En ese fondo también se incluyen otros atletas de los deportes individuales, como la natación y el atletismo, los atletas de los deportes no considerados deportivos, como el golf o los bolos, las atletas femeninas de todos los deportes y, por supuesto, la banda de música del instituto, que todo el mundo odia.
TeeJay entra con una caja llena de cervezas, que sostiene con sus enormes brazos, que parecen cañones.
—Tío, TeeJay, ¿qué pasa? —digo, levantando mi mano para que choque esos cinco.
TeeJay me mira como si yo fuera idiota (lo que, evidentemente, es cierto) y me ignora, así que cierro la mano, y con el puño alzado, hago la señal de solidaridad con el movimiento Black Power. Él sacude la cabeza y gime como el gigante de la Familia Addams. Estoy convencido de que ser una minoría discriminada tiene que ser un coñazo, pero no debe de estar mal eso de que la gente piense, automáticamente, que molas. Además está el mito de estar bien dotado.