—No es que quieran tener más hijos, aunque a veces eso pasa —explica Kathleen, mientras se sirve otro vaso de vino—, más bien, sucede que al elegir una nueva mujer, más joven, el hombre tiene otro hijo, pero uno con el que se puede acostar.
—Sin embargo, Dagmar no es joven —protesto—. Tiene tu edad.
Eso no suena como yo pretendía.
—No importa —dice Kathleen, agitando su vaso—. Es como un niño, porque necesita de su dinero.
Kathleen nunca dejaría que algo tan insustancial como los hechos se interpusieran en sus teorías.
—Entonces, ¿qué hago? —pregunto.
De acuerdo, me quejo demasiado, pero tengo derecho. Se podría decir que Dagmar tiró de la alfombra que había debajo de mis pies, si no fuera porque ya se había deshecho de todas las alfombras.
Kathleen se levanta.
—Tienes que demostrarle que eres un hombre —dice—. Se ha acabado la época en la que te relacionabas con él como un ser dependiente. Demuéstrale que no necesitas su ayuda, que eres perfectamente capaz de pagarte los estudios.
—Ya, pero no soy perfectamente capaz de pagarme los estudios.
Kathleen se inclina por encima de la mesa y la luz moteada de la lámpara de cristal reluce en su rostro terso y pecoso.
—Edward, no dejes que jamás vuelva a oír salir de tu boca algo así, ¿me entiendes? Eres perfectamente capaz de pagarte los estudios tú solo, y lo harás. Tienes que hacerlo. —Coge una silla y toma mi mano entre las suyas—. Cariño, escucha. Sé que todo se presenta de una manera sombría y que te sientes traicionado y asustado, pero la única manera de sobreponerse a una situación como ésta es enfrentándose a ella. —Me acaricia la cara suavemente con un dedo—. En medio pueden pasar muchas cosas, pero hay algo que yo sé: tienes virtudes de las que todavía no eres consciente, y cuando todo esto termine estarás sorprendido de todo lo que eres capaz de hacer. Yo creo en ti, no solamente en tu talento, sino en ti como persona. Te prometo que hay muchas más cosas en ti de las que eres capaz de ver.
Hay momentos en la vida en los que uno es capaz de verse a través de los ojos de otra persona, cuando tu única esperanza de poder hacer algo se basa en que alguien más cree que puedes hacerlo.
Éste es uno de esos momentos.
—Tengo que quitarme esta ropa húmeda —dice—. Volveremos a hablar, ¿de acuerdo? —Se levanta para irse, pero se da la vuelta y vuelve a mirarme—. Acuérdate de lo que te he dicho, Edward. Estoy de tu parte.
Kathleen.
Pongo el vaso de Kathleen en el fregadero y me sobresalto cuando una voz detrás de mí dice:
—Agh, herpes. Qué asco.
Me doy la vuelta.
—Natie, ¿no tienes ningún tipo de respeto por la intimidad ajena?
—No especialmente —contesta—. Además, eso es algo bueno, porque vas a necesitar mi ayuda.
Kelly vuelve a la cocina y se acurruca junto a mí.
—¿Estás bien? —pregunta.
—No le distraigas —dice Natie—. Tenemos trabajo. Lo tengo todo resumido —apunta Natie, al tiempo que desliza un pedazo de papel arrancado de una libreta a través de la mesa de la cocina—. Échale un vistazo.
En el papel pone:
Maneras para que Edward pague la universidad:
1. Trabajo
2. Becas
3. Robo
4. Asesinato
—¿Asesinato? —pregunto—. ¿Es una opción viable?
—No te adelantes a los acontecimientos. Lo único que hago es examinar tus posibilidades. —Se pone las gafas—. Empecemos por la primera: trabajo.
Con sólo oír la palabra me pongo tenso.
—No me parece bien que alguien con mi talento tenga que ponerse a trabajar.
—Tú trabajas —dice Kelly—. Nos pagan por coreografiar
Anything goes
.
—Eso es cierto, nos pagan.
—Estupendo —dice Natie, sacando su bolígrafo—. ¿Cuánto te dan?
—Quinientos dólares.
Natie escribe «500 $».
—No, no, no —aclaro—. Quinientos por los dos.
Natie tacha «500 $» y escribe «250 $».
—Quizá sería mejor que usara un lápiz —dice, sacando uno del estuche portátil que lleva en el bolsillo. Escribe «250 $», sacando la lengua—. De acuerdo,
Anything goes
. Eso te impide trabajar entre semana.
—Y después de clase tenemos ensayo —añade Kelly.
Natie frunce su cara de masa de pan.
—Eso no deja demasiado tiempo libre para trabajar.
—Los dos espectáculos acaban el día de Acción de Gracias —informo—. Podría buscarme un trabajo para las vacaciones.
—¡Claro que sí! —dice Kelly—. Podrías envolver regalos o repartir folletos, o algo así. Lo harías bien.
—Sí, ¿cuánto dinero ganaría haciendo algo así?
—Bueno —empieza Natie—, si consiguieras un trabajo de cara al público que pudieras mantener durante el resto del año, al ritmo de veinte horas semanales…
—¿Veinte horas? ¿Realmente tengo que trabajar tanto?
—¿Cuánto cuesta Juilliard?
—Diez mil dólares al año.
Me lanza una mirada del tipo: «venga ya».
—De acuerdo, ya veo por dónde vas —digo—. ¿Cuánto ganaría trabajando veinte horas semanales?
—Veinte horas a la semana, comenzando en diciembre y hasta junio sería…, siete meses…, veintiocho semanas… Veintiocho por veinte horas a la semana son 560 horas, cobrando el salario mínimo de 3,35 dólares por hora son… 1.876 dólares.
—¿Sólo?
—Cálmate, ¿vale? Todavía no he terminado —dice Natie—. Si trabajas a jornada completa durante las vacaciones y todo el verano que viene, podrías ganar unos quinientos pavos más, lo cual da un resultado de 3.376 dólares.
—Más los 250 dólares de
Anything goes
—añade Kelly.
—Tres mil seiscientos veintiséis dólares. ¡Eso es más de un tercio del total! —Natie sonríe con su sonrisa que es todo labios y nada de dientes. Natie tiene unos dientes diminutos, parecidos a pastillitas para el aliento, por lo que se ha acostumbrado a sonreír de esa manera bobalicona. Le echa un vistazo a la lista—. Número dos: becas.
Dejo caer la cabeza.
—Al gana demasiado dinero para poder optar a una beca.
—No seas tan negativo —dice Natie—. Seguro que consigues un par de becas al talento. Seamos prudentes, y digamos que sean unos mil dólares. Eso nos deja con 4.626 dólares. Casi la mitad de camino. ¿Ves qué fácil?
—Eso teniendo en cuenta que no gaste nada de dinero desde ahora hasta…
—Número tres: robo.
—No estás sugiriendo que robe, ¿verdad?
Natie se saca las gafas y levanta la vista, como si estuviera sopesando las ramificaciones cósmicas del robo.
—Robar es una palabra tan fría y fea, ¿no crees? —dice—. Piensa en ello como en pedir prestado dinero que no piensas devolver. Como un desfalco.
—¿Eso es tan malo como el robo? —pregunta Kelly.
—Es mejor —contesta Natie, con los ojos brillantes—. Es como robarle a las empresas. Es un crimen sin víctimas. O el fraude. El fraude está muy bien.
—¿Qué tipo de fraude podría cometer? —pregunto.
—Ah, no sé. Mandarles facturas falsas a los viejos sobre cosas que no han comprado…
—Eso no es muy agradable —dice Kelly.
—Sólo hago una
brainstorming
—se defiende Natie—. ¿Qué hay de estafarle a una institución, a una universidad o a una escuela? Cuando piensas en la cantidad que subvencionan estudios que apoyan el plan de defensa de misiles de Reagan, el fraude se convierte más en un acto de desobediencia civil que en un crimen.
—No creo que Juilliard esté investigando la defensa con misiles.
—Tienes razón. Sigamos con lo del desfalco. ¿Crees que Al puede tener cuentas bancarias de las que pudieras extraer dinero sin que él se dé cuenta?
—¿Me tomas el pelo? Al sabe dónde pone cada centavo que ha ganado en su vida.
—Tiene que haber alguna manera de conseguir ese dinero —dice Natie. Se levanta de la mesa y pasea, dándose golpecitos en la cabeza a la manera que hacen los dibujos animados cuando quieren mostrar que están pensando—. ¡Ah! ¿Qué hay del chantaje? El chantaje es una gran fuente de ingresos.
Hay algo en la manera en que lo dice que me hace sentir mal. ¿Será la voz de la experiencia, quizá?
—No me mires así —dice—. Añádelo a la lista.
Kelly saca el lápiz de Natie y escribe «chantaje»; sobre el punto de la «j» dibuja una carita sonriente.
—El chantaje es un intercambio completamente justo de dinero a cambio de servicios —continúa Natie—; en este caso, hablamos del dinero de Al, a cambio de nuestro silencio. Es puro capitalismo. Criticarlo es prácticamente antiamericano. Así que empieza a pensar, Edward. Debes de saber algo suculento sobre tu padre.
¿Además de cómo miente en la cola de la panadería haciendo ver que es su turno cuando nadie más reclama el número?
—No —contesto.
—Bueno, a lo mejor podrías lograr que tu madre te contara algo —dice Natie.
Kelly le fulmina con la mirada, e inmediatamente me doy cuenta de que entiende que no tendría que haber mencionado a mi madre. Solamente con hablar de ella, me pongo triste. Claro, mamá me podría contar algo si supiera dónde está. Le dije que no se fuera a Sudamérica. Le dije que está lleno de nazis y capos de la droga y dictadores, pero no, ella tenía que escalar el Machu Picchu y reencontrarse con sus vidas pasadas. Alejo mi silla de la mesa y camino hacia el frigorífico.
—Asesinar a Al comienza a sonar como una idea mejor —murmuro.
Kathleen vuelve, con la cara limpia y reluciente; el pelo rubio oscurecido a causa del agua.
—Entonces mejor pensemos en matar también a Dagmar —dice Natie—, por si ha cambiado el testamento.
Kathleen pone agua a hervir para hacer té.
—Eso no sería muy difícil —continúo—. Estoy convencido de que mi hermana podría conseguirnos algo de la farmacia para envenenarlos.
Natie se rasca la cabeza rizada.
—Entonces lo único que tendríamos que hacer es quemar tu casa y fingir que murieron en un incendio.
Imagino los fascistoides suelos pulidos de Dagmar retorciéndose, mientras sus asquerosas fotografías se derriten en las paredes y se desintegran. Sonrío mientras pienso en su cuerpo sin vida deshaciéndose como el de la Bruja Mala del Oeste. Aunque entonces pienso en perder a mi padre. Ahora mismo, para mí, vale más muerto que vivo, pero sigue siendo mi padre.
Me vuelvo hacia Kathleen.
—Lo del asesinato no va en serio —le aclaro.
Kathleen mete una mano en el armario de la cocina y saca una taza en la que reza la leyenda: «L
A VIDA ES CORTA
. C
ÓMETE EL POSTRE
».
—Ah, los pensamientos homicidas no me dan miedo —dice—. Son los suicidas los que me preocupan. —Me sonríe y su preocupación me fortalece.
A lo mejor tiene razón. A lo mejor soy capaz de hacer cosas que todavía ni imagino.
Me giro hacia Natie.
—Supongamos que trabajo el doble —digo—. Supongamos que trabajo cuarenta horas a la semana, en vez de veinte, o encuentro un trabajo en el que me pagan más, o comienzo a trabajar ahora mismo. Podría llegar a juntar los diez mil dólares, ¿a que sí?
—Es posible —dice Natie.
Kathleen coge un frasco de miel.
—Entonces eso es lo que haré —digo—. Voy a unirme a la clase trabajadora.
Kelly me aprieta el hombro.
—Bien por ti —dice.
—Al fin y al cabo —continúo—, ¿cúan difícil puede ser un trabajo de verdad?
M
e levanto a la mañana siguiente sintiéndome como Frank cuando canta
My way
, listo para encarar lo que venga. Hay algo de escarcha matinal y el frío del aire me hace sentir centrado y frágil, como me parece que se deben de sentir los niños bien de New Hampshire. Ni siquiera me deprime la idea de volver a pasar por ese mal necesario al que te obliga la ley: la clase de educación física. De hecho, por primera vez en mi vida escolar, estoy a la expectativa de la clase de gimnasia. Y esto se debe a que los del último curso de Wallingford High podemos elegir el deporte que queramos hacer, así que, evidentemente, todo el mundo elige los menos importantes, como tiro con arco, golf o bádminton, esos deportes en los que nadie es bueno, y, si lo eres, a nadie le importa.
Así que después de cambiarme y ponerme mi irreverente uniforme de gimnasia (camiseta teñida por zonas y bermudas con estampado de flores), me dirijo al gimnasio en busca de la señorita Burro, la profesora de gimnasia, y mi archinémesis.
Teresa Burro tiene pinta de estrella de cine. Desgraciadamente para ella, la estrella de cine a la que se parece es a Ernst Borgnine. Al haber sido timada por el destino o las leyes de la genética, esta mujer con pinta de camión de mercancías está decidida a hacer la vida imposible a cuanta más gente mejor. La tragedia es que se trata de una arpía fea y estúpida.
Cuando aparezco, está aparcada en el medio del gimnasio.
—Me alegro de que finalmente hayas decidido acompañarnos, Zanni —dice despectivamente.
—Ya me siento mejor, gracias —le contesto—. ¿Que hacemos hoy? ¿Baile de cuadrilla?
Se trata de una provocación por mi parte. Burro y yo nunca nos llevamos bien desde que en décimo curso protesté porque los chicos quedábamos excluidos de los bailes de cuadrilla; alegué que se trataba de un trato discriminatorio.
—Déjame ver… —dice al tiempo que se mete el boli en la boca y consulta su libreta. Me fijo en el vello de su labio superior, que se ha teñido sin mejorar el resultado. Tiene que ser una mierda, eso de ser feo.
—Tienes fútbol y baloncesto.
—¿Qué? ¿Y qué hay de tiro con arco?
—Te perdiste la inscripción.
—Pero tenía el justificante médico.
—Lo siento. Deberías haber venido de todas formas.
Miro cómo el resto de los del último curso escogen sus arcos y flechas, y cómo cruzan lánguidamente el patio del gimnasio, haciendo ruido con sus zapatillas, riendo y comentando cosas como si fueran miembros del mismo club de campo. Mientras tanto, algunos entusiastas miembros de los otros cursos luchan por la pelota de fútbol y se la pasan los unos a los otros por toda la sala.
—No es justo —me quejo.
—La vida es dura —responde.
Mala. Mala. Mala. Cruzaría su jardín en coche a toda marcha si no fuera porque probablemente vive en una cueva.
Troto hacia el campo y me mortifica comprobar que soy el único del último curso en un grupo de tipos con cerebros como guisantes, de esos a los que le gusta la clase de gimnasia, probablemente porque es en la única asignatura en la que les va bien. A través del campo veo cómo otros del último curso me observan, como si fuera un renegado al que se le ha obligado a quedarse atrás; me siento como el que tiene que ir al colegio en el autobús escolar de los niños.