El día empeora, porque debo hacer lo inimaginable: dejar la obra de teatro. Nunca he dejado una obra en mi vida (¿para qué?), pero el señor Lucas entiende completamente que mi situación es muy jodida.
—Lo importante, Edward —dice—, es que entres en Juilliard. No me extrañaría que al conseguirlo tu padre cambiara de opinión, cuando llegue el momento. —Habla en voz baja, de manera sincera, y me hace sentir como una mierda que mi vida sea tan desastrosa que hasta él tenga que ser agradable conmigo—. No le des más vueltas a
El milagro de Anna Sullivan
. Se trata de una obra a prueba de actores malos. Podrías darle a Sylvester Stallone el papel de Hellen Keller y la gente seguiría llorando a moco tendido.
Buscando la oportunidad de interpretar un papel que haya pasado por la pubertad, Natie convence al señor Lucas para que le dé mi papel. ¿A quién le importa que Natie tenga la misma altura que la chica que interpreta a su hija de seis años? En el mejor estilo Lucas, ese impedimento acaba siendo parte del concepto.
—La diminuta estatura del señor Nudelman pone de relieve la idea de que el padre es un hombre insignificante y cerrado —concluye.
Le digo a Natie que piense en Al Zanni.
Así que una vez más me veo forzado a abrir la enciclopedia por la letra F, e intentar memorizar las reglas arbritrarias del fútbol americano. Pese a tener una considerable habilidad para memorizar páginas enteras de pentámetro yámbico, todavía no logro comprender qué es una maniobra
down
, así que le pido a Doug que venga a echarme un cable. La idea de pasarnos la pelota en el jardín de mi casa me resulta muy masculina y otoñal, por lo que incluso me voy a comprar un jersey de fútbol americano a una tienda de deportes, para meterme en el personaje. Y lo que es más importante, me alegra ver que mi talento como bailarín puede trasladarse al lenguaje deportivo.
—¿Qué tal lo hago? —grito mientras hago un paso
jeté
por el espacio, intentando atrapar la pelota.
—Cuando lo haces tú parece más bien fútbol amariconado —contesta.
Al oírle decir eso me estremezco, pero Doug se limita a sonreír con su sonrisa de sátiro y pienso que quizá el mundo no vaya tan mal. Cargo sobre él como si fuera un
fullback
que acaba de obtener la pelota (¿veis todo lo que he aprendido?) y logro tumbarle. Me siento a horcajadas sobre su cintura, pero él es demasiado fuerte, por lo que logra tumbarme y sentarse sobre mí, lo cual es exactamente lo que esperaba que hiciera.
—¡Conducta antideportiva! —grito— ¡Quince yardas! ¡Quince yardas!
Doug se ríe. Me encanta hacerle reír.
Nos interrumpe el sonido de la puerta trasera, que se abre de par en par.
—¡Ya sta bfién! —grita Dagmar—. ¡No pfuedo trabfajarr con tanto rruido! ¡Fuerra! ¡Fuerra, chicos!
La obsesión de Dagmar por el silencio está acabando con lo que queda de mi paciencia. Se ha aferrado a la idea de que la música la irrita, y eso implica que he dejado de tararear, silbar y cantar en mi propia casa. Es como la hermana gemela diabólica de Julie Andrews.
—De todas maneras, ya nos íbamos —digo, y después hago como que le voy a tirar la pelota. Zorra.
Dejo de ir a la ciudad a mis clases de baile, pero sigo haciendo la coreografía de
Anything goes
porque a Kelly y a mí nos pagan. Nuestro método de trabajo generalmente consiste en que yo me encargo de decirle a la gente adónde ir, y Kelly es responsable de los pasos en sí, pero como yo estoy completamente distraído, Kelly prácticamente lo hace todo sola. Me alivia comprobar que es muy buena, mucho más innovadora y competente de lo que yo creía, y al reparto les encanta. Es paciente y comprensiva, incluso después de que a alguien se le salga volando un zapato de claqué y le dé directamente en el culo. Le irá bien en el programa de baile de Bennington.
Yo tengo otras cosas de las que ocuparme.
Mi primer trabajo es el de aparcacoches en un restaurante italiano caro y hortera, regentado por la mafia, en la parte chabacana de Camptown. Es un trabajo fácil, me dan propinas y me dejan conducir algunos coches muy bonitos, lo que le va mucho a mi imagen. No obstante, un día me dejo las llaves dentro de un Jaguar con el motor en marcha y el dueño insiste en que me echen inmediatamente. Se me ocurre que alguien que se puede permitir un Jaguar, también podría permitirse ser un poco más generoso de espíritu.
No me importa mucho haber perdido ese trabajo porque inmediatamente consigo otro como repartidor de una floristería local, Petals Plus. Es algo estupendo. Primero, estoy rodeado de flores todo el día, y ¿a quién no le gusta eso? Y segundo, cuando repartes flores, todo el mundo te quiere, a menos que las entregues en un funeral. O a menos que choques la furgoneta de reparto contra un BMW, lo cual sucede en mi tercer y último día de trabajo.
Kathleen dice que, inconscientemente, estoy agrediendo a mi padre saboteando coches de lujo, y simplemente para demostrar que se equivoca acepto otro trabajo como repartidor de pizzas. Una vez más, ésta es otra situación en la que todo el mundo se alegra de verme. Quiero decir que a nadie se le va a ocurrir decir: «¡Mierda!, ha llegado el repartidor de pizzas, rápido, apaga las luces, a ver si desaparece». Esta vez, el accidente es con un Honda Civic, por lo que la teoría de Kathleen se va al garete.
Mientras tanto, el señor Lucas y yo buscamos el monólogo clásico perfecto para mi audición. Intentamos la escena de muerte de Mercucio, de
Romeo y Julieta
, básicamente como un ejercicio para conectar con el dolor, porque el señor Lucas dice que soy demasiado histriónico.
—¡No, no, no! —aúlla antes de que termine—. Mercucio tiene una herida mortal, Edward, no gastritis. Inténtalo de nuevo, pero esta vez usa tu memoria sensorial, busca una herida que hayas sufrido.
Al haber evitado durante toda mi vida la actividad física que me podría haber provocado dolor, me concentro en la única herida que he sufrido jamás: la caída del padre Guay de la Crisis de Mediana Edad de Al. Me tambaleo, haciendo muecas mientras me agarro la rabadilla, como si Mercucio hubiera sido apuñalado en el culo. Sé que debo parecer extraño, pero intento compensarlo expresándome como Charlton Heston, murmurando entre dientes.
—Perfecto —dice el señor Lucas cuando termino—. Ahora, si tocaras una campana, podrías hacer el papel de Cuasimodo.
Mercucio abandona el escenario.
Tengo el atrevimiento suficiente de sugerir uno de los soliloquios de
Hamlet
, para ser más específico, el de «Ah, si esta carne demasiado sólida se fundiese». De acuerdo, se trata del mayor papel de la ortodoxia teatral de todos los tiempos, pero yo soy tan parecido a Hamlet… Tal y como yo lo veo, se trata de otro adolescente malhumorado con unos padres de mierda. Quiero decir que éste es un monólogo en el que yo realmente me puedo sentir identificado con el dolor, si sustituyo a la madre de Hamlet por mi Malvada Madrastra Monstruosa. Se lo muestro una tarde al señor Lucas, y debo decir que me congratula sentir cómo tiembla mi voz cuando entono la última línea que habla sobre el corazón roto.
—¿Qué tal si busca en las «Notas de ayuda a los actores» que escribió Shakesperare para
Hamlet
? —sugiere el señor Lucas.
—¿Cree que el monólogo mejoraría? —pregunto.
—No, pero podría mejorar tu actuación —contesta.
Hamlet abandona el escenario.
El señor Lucas sugiere que intente el papel de Edmund de
El rey Lear
, porque, como yo, él también está furioso con su padre. No obstante, últimamente parece que lo único que sé demostrar es rabia; el soliloquio se convierte en algo monótono. El señor Lucas me ofrece un montón de ejercicios para encontrar otro tipo de tonalidades: «Hazlo como si estuvieras esperando el autobús», «Hazlo como si acabaras de descubrir la penicilina», ese tipo de cosas. Aun así, francamente, cuanto más lo trabajo, peor sale. Cuando veo que se saca las gafas y se frota los ojos, me doy cuenta de que algo anda mal.
—Ya es suficiente, Edward —me dice—. Tu manera de actuar me está haciendo daño.
Edmund abandona el escenario.
Nos estamos quedando sin tiempo.
Mi siguiente trabajo consiste en ser ayudante de camarero en un restaurante con parrilla, pese a que yo me considero más bien un asistente principal. Lamentablemente, cuando «asisto» incorrectamente unas costillitas de cordero sobre el regazo de una pobre mujer, me encuentro nuevamente buscando trabajo. Sinceramente, la gente se pone tremendamente quisquillosa con los errores más diminutos. Una simple heridita a un perro pequinés es suficiente para que a uno le echen de su trabajo de paseador de perros, y eso que tapé la cicatriz artísticamente con pelo, y ni se notaba. Y cuando empiezo como repartidor de periódicos, los clientes se ponen como locos porque alguna vez reparto los periódicos por la tarde en vez de por la mañana. Estoy seguro de que si esa gente durmiera de vez en cuando, no estarían todos tan irascibles.
Está claro que me da rabia perder todos esos empleos, pero yo prefiero contemplar mi ineptitud en el mundo laboral como una clara señal de que estoy más capacitado para una vida en el mundo de las artes.
Mientras tanto, de vuelta en la Casa de los Suelos Encerados, Al y yo ya no parecemos poder ponernos de acuerdo en nada. En el momento en el que uno de los dos saca el tema de la universidad, todo se convierte en otra batalla en la que se elevan amenazadoramente los dedos índice, se cierran las puertas de golpe y se aúlla a grito pelado. En casa ya no puedo casi ni respirar. Me siento como Antígona: condenado por un tirano injusto a ser emparedado vivo dentro de una tumba. Con suelos de parqué.
Dios mío, cómo echo de menos a mi madre.
Sin embargo, al pensar en Antígona, finalmente me inspiro y encuentro el monólogo adecuado: el discurso de Hemón hacia su padre. No puedo creer que no haya pensado antes en esto. Me parezco tanto a Hemón. Los dos somos almas sensibles e incomprendidas, con padres déspotas y mezquinos. Finalmente hallo un monólogo dramático en el que puedo entender el dolor y conectar con él. Dice todo lo que yo le quiero decir a Al, así que lo practico en voz muy alta por la casa, simplemente para cabrear a Dagmar y para que quizá haya una remota posibilidad de que algo de esto le llegue a mi padre, que cada día está más distante, como si estuviera en una isla más y más lejana.
Padre, no te habitúes a pensar de una manera única, absoluta, que lo que tú dices es lo cierto.
(Exacto, Al. Cabrón hijo de puta.)
Los que creen que ellos son los únicos que piensan o que tienen un modo de hablar o un espíritu como nadie, éstos aparecen vacíos de vanidad, al ser descubiertos.
(Sí, y ya verás; te arrepentirás cuando no te mencione en mi discurso de aceptación del Óscar.)
Para un hombre, al menos si es prudente, no es nada vergonzoso ni aprender mucho ni no mostrarse en exceso intransigente.
(¿Hay alguien ahí?)
En invierno, a la orilla de los torrentes acrecentados por la lluvia invernal, ¿cuántos árboles ceden, para salvar su ramaje?; en cambio, el que se opone sin ceder acaba descuajado. Y así, el que, seguro de sí mismo, la escota de su nave tensa, sin darle juego, ¿hace el resto de su travesía con la bancada al revés?
(Esto son metáforas. ¿Lo pillas?)
Padre, a pesar de mi juventud, debes atenerte a razones. Por favor, no me extremes tu rigor y admite el cambio.
(Por favor, por favor, por favor, por favor, por favor.)
Aun así, el tormento que significa asistir a la clase de educación física sigue haciendo mella en mí, y finalmente pierdo los papeles durante un ejercicio de fúbtol con banderolas, donde, tras cometer el simple error de arrancarle la banderola a alguien de mi equipo, soy públicamente amonestado por Darren O'Boyle, el hermano pequeño de Duncan, un claro futuro maltratador de mujeres. Darren tiene los mismos desagradables rasgos ratoniles de su hermano Duncan, y se puede ver inmediatamente que es un ser malo, como esos chicos de tercer curso que te roban el almuerzo. Durante un mes ha estado aguardando el placer sádico que supone demostrar lo duro que es humillando públicamente a alguien del último curso. Estoy harto y, lo que es peor, dentro de poco cambiaremos de deporte y empezaremos con el baloncesto, que es otra de esas actividades que no entiendo para nada y en la que nos someterán a otra humillación mayor: unos jugarán con camiseta y otros sin. Comento la situación con Ziba a la hora del almuerzo en su restaurante favorito, La Provençal. De momento, nadie en la oficina de admisiones del instituto parece haberse dado cuenta de que los dos evitamos las mismas horas de clase bajo falsas citas médicas, durante las cuales disfrutamos de una ociosa y larga comida a la manera europea.
—¿Por qué no coges un martillo y te rompes algo? —sugiere, usando su vaso de agua como aguamanil—. Algo que no necesites, como un dedo de la mano o del pie.
—No sé —contesto—. No estoy seguro de tener suficientes agallas.
—Oh, ya lo haré yo por ti, cariño —dice a su vez, como si se ofreciera a venir a darle de comer al gato o algo por el estilo.
—¿Lo harías?
—Por supuesto. Eres como un oasis en este desierto cultural. Nathan y tú sois los únicos verdaderos caballeros de este instituto. El resto son matones llenos de testosterona cuya idea del romanticismo consiste en meterte en una habitación oscura y follarte como si fueran perros. Lo menos que puedo hacer por ti es romperte un dedo.
—Eh, ¿gracias?
—No hay problema.
En vez de recurrir a la automutilación, acudo a Natie en busca de ayuda, quien, a pesar de sus cualidades más irritantes, en estas circunstancias puede crear tanta dependencia como un coche japonés, y ser el doble de eficiente. Su solución es, como suele ser propio de él, simple e insensata.
—Entraremos ilegalmente al instituto y cambiaremos tu ficha de inscripción —dice.
—¿Y cómo piensas hacer eso? —pregunto.
—Es fácil. Tacharemos tu nombre de la lista de baloncesto y lo añadiremos a uno de esos deportes de mentira. Le puedes decir a Burro que uno de tus amigos te matriculó.
—No —contesto—. Me refiero a que ¿cómo crees que haremos para entrar en el instituto?
Natie hace tintinear sus llaves, que mantiene colgadas de su cinturón, en su mejor estilo de Cabeza de Queso.
—Tener las llaves del instituto es uno de los privilegios y responsabilidades de dirigir al equipo de tramoyistas.