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Authors: Marc Acito

Tags: #Humor

De cómo me pagué la universidad (17 page)

BOOK: De cómo me pagué la universidad
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—Bueno, solamente hay una cosa que puedes hacer.

—¿Parricidio?

—No —contesta—. Debes declararte económicamente independiente.

—¿Económicamente independiente? ¿Y eso qué es?

—Quiere decir que te emancipas. Sé de alguna gente que lo ha hecho. Tienes que irte de la casa de Al y rechazar el dinero que él te ofrezca, para que no pueda declarar a Hacienda que dependes de él económicamente. Así, la universidad sólo contemplará tu balance económico, no el de Al, y podrás solicitar becas y ayudas.

Las nubes tormentosas de mi cabeza comienzan a despejarse.

—¿Puedo hacer eso de verdad? —pregunto.

—Por supuesto.

—¡Es genial!

—Evidentemente, deberás demostrar tres años de independencia económica en tus declaraciones de la renta antes de que puedas ser candidato para entrar en la universidad.

—¿Tres años? Bueno…, para entonces ya casi tendré veintiún años. Seré un vejestorio.

—Cierto —contesta Paula—, pero al menos podrás optar a una beca para tu último año, por lo que solamente tenemos que encontrar una manera de que pagues los tres primeros. O podrías aplazar un año el comienzo de tu carrera, ganar algo de dinero y que te paguen los dos últimos. Ya verás cómo encontramos una solución. No te preocupes.

—Sí… Y ¿qué hay del jodido sir John Gielgud?

—Ah,
eso
—dice Paula—. Estoy segura de que todo lo que dicen, eso de que es un profesor brillante es solamente palabrería. Yo tomaré muchos apuntes para ti, te lo prometo. Lo más importante es que te preocupes por ti. ¿Por qué debería Al declararte como deducción fiscal si se niega a mantenerte? Tienes que salir de esa casa en cuanto tengas dieciocho años, Edward, ¡simplemente
debes
hacerlo!

—Pero para mi cumpleaños sólo faltan cinco semanas —digo.

—Pues entonces te sugiero que empieces a hacer las maletas.

Para cuando hemos terminado de cenar, Kathleen ya está totalmente fuera de combate por el chardonnay, y se va dando tumbos a la cama. En ese momento, Kelly empieza a arrancarme la ropa como si yo fuera un regalo de cumpleaños que quiere desenvolver. No puedo evitar sentir que su estado de excitación tiene algo que ver con haber visto hoy a Doug, rudo y fuerte en el campo, pero me imagino que una buena sesión de morreos es lo que necesito para sacarme las preocupaciones de la cabeza, por lo que bajamos al sótano.

Bien, si habéis estado leyendo con atención, os daréis cuenta de que bajar al sótano implica que nos dirigimos a la oficina de Kathleen, allí atiende a sus llorones. No obstante, si estáis pensando que no me percato de las implicaciones simbólicas de enrollarme con mi novia en el diván de un psicoterapeuta, bien, tenéis razón. Ni siquiera se me pasa por la cabeza.

Nos precipitamos sobre el diván, unidos por nuestras lenguas, mientras nuestras ropas vuelan. Agarro los pechos de Kelly como si mi vida dependiera de ello. Ella suelta un respingo.

—Perdona —susurro.

—No pasa nada. Me gusta —dice, clavándome las uñas en la espalda.

Pensaréis que ya debería estar acostumbrado al apetito sexual de Kelly, pero su aspecto de vecinita de al lado siempre me confunde. Le doy un beso vigoroso, de esos en que la lengua llega hasta las amígdalas y ella baja la mano hacia mi bragueta. En ese momento me doy cuenta.

No la tengo dura.

Esto jamás me ha ocurrido con anterioridad. Generalmente, estoy duro como un mástil. Siento una pequeña oleada de pánico, pero me digo a mí mismo que se debe de tratar de algo momentáneo; agarro la mano de Kelly y le lamo los dedos, para ganar algo de tiempo. Entonces comienzo a magrearla de manera agresiva, como si estuviera realizando un masaje cardiaco.

Nada. Nada en absoluto.

¿Qué demonios me pasa? «Torre de control llamando a pene: ¿estás ahí?» Kelly mueve sus caderas contra las mías y yo me contoneo y me muevo intentando que pase algo, pero no sucede nada: simplemente, mi polla no está lista para actuar.

La idea de que Kelly baje hasta mis calzoncillos esperando un perrito caliente y se encuentre con un cacahuete es demasiado dolorosa, especialmente después de haber tenido entre sus manos la salchicha polaca de Doug. Por lo tanto, hago lo que cualquier persona racional haría en esas circunstancias: le practico sexo oral.

Nunca lo he hecho y supongo que mis tiempos no son los adecuados, porque cuando solamente he comenzado, Kelly gime y dice:

—Sí, háblame.

Como si no tuviera suficientes cosas en las que pensar, además ahora debo proveer comentarios simultáneos. Sabía que no tenía que haberle comprado esa suscripción a
Cosmopolitan
.

—¿Qué quieres que…?

—No pares —dice, chafándome la cara contra su entrepierna.


N cro q pda hblr d st mnra
—le digo a su pelvis. Sueno como la voz amortiguada de la profesora de los dibujos animados de Snoopy.

—Ah, sí, así —ronronea.


N pdo rsprar
.

Se estremece y su piel sonrosada se pone de gallina. Me alegra comprobar que uno de los dos se lo está pasando bien.


N lo ntinds
.

—Más —dice.

No tengo ni idea de qué hablar, nunca he mantenido una conversación con una vagina con anterioridad, así que suelto lo primero que me viene a la cabeza: «Oh my darling Clementine».

No estoy seguro de que esto sea en lo que estuviera pensando la señora Sudgen cuando nos hizo aprendernos esta canción en cuarto curso, pero os aseguro que usándolo con una lengua ágil, sirve para cuando no te funciona muy bien por ahí abajo (también aprendo que es de gran utilidad lo de «Tres tristes tigres…»). Lo más importante es que contenta a Kelly, que es lo que me preocupa. En un momento, ella intenta curvar su cuerpo, como si tuviera que corresponderme con lo mismo, pero la detengo elevando mi cabeza y diciendo con mi mejor voz sensible,
new age
, feminista y al estilo de Alan Alda:

—Centrémonos solamente en ti, ¿de acuerdo?

Kelly se estira, aliviada de no tener que preocuparse y estira los brazos como si fuera un gato que quisiera que le rascaran la barriga, supongo. Deposito su culo firme entre mis manos para entrar más profundamente en su vagina y comienzo a recitar todos los monólogos de Shakespeare que he memorizado. Ella da respingos y mueve las caderas como si quisiera tragarme entero, lo cual, para ser sinceros, me parecería bien. Estoy tan aterrorizado por no tenerla dura, que nada me iría mejor que pelar las capas más secretas de su interior y arrastrarme dentro de ella, sintiendo a cada paso las paredes oscuras y húmedas de su vagina, hasta que hubiera desaparecido completamente, dejando tras de mí el mundo y mi polla flácida. Así podría acurrucarme como un bebé dentro de su útero, tranquilo, calentito y lleno de paz.

La buena noticia es que mi estrategia funciona: para aquellos que aspiráis a ser
cunnilingüistas
, tenéis que saber que el pentámetro yámbico, recitado muy deprisa, hace que mi novia se vuelva tan loca que casi me arranca las orejas de cuajo con los muslos cuando se corre.

La mala noticia es que ahora quiere hacerlo a todas horas.

Diecisiete

H
acen falta solamente un par de sesiones para que Kelly comience a sospechar ante mi actitud de «solamente me preocupa tu orgasmo, cariño». Soy un tío de diecisiete años, por el amor de Dios, no es natural que sea tan considerado. No obstante, no importa lo que haga, mi polla permanece tan flácida como un vegetal hervido. Me está volviendo loco.

En lo que a trabajo se refiere, las cosas tampoco marchan bien. Como estoy desesperado por encontrar trabajo, respondo a un anuncio en el que piden mucamas de hotel, para uno de los moteles de la autopista. La encargada, una vieja mujer asiática, no lo entiende.

—¿Por qué quieres ser mucama? —pregunta—. Tú, chico.

—Es que necesito trabajar, y pensé que como soy muy limpio…

—Pero tú, chico.

—¿Eso importa?

—No quiero problemas.

—No estoy buscando…

—Tú, chico. Ve a buscar trabajo de chico. No quiero problemas.

Seguimos por este camino hasta que me doy cuenta de que, realmente, o estoy ante un gran abismo cultural, o esta mujer tiene serios problemas mentales.

La única opción que me queda es el centro comercial. No puedo creer que haya llegado a esto. Soy de Colonial Wallingford, por el amor de Dios. Nosotros ni siquiera compramos aquí.

Respondo a un anuncio en el que se ofrece trabajo en un sitio de comida basura llamado El Pollo Feliz. Me desmoraliza la idea de trabajar en un lugar que suena como un adorable personaje de un libro de cuentos de Beatrix Potter, y rezo para no tener que llevar un estúpido sombrero. El Pollo Feliz está situado en el patio de comidas, una zona de color amarillo y naranja que atenta estéticamente contra los derechos humanos, y que Dante, si estuviera vivo, hubiera incluido sin dudarlo en uno de sus anillos del infierno. Lo hubiera llamado Los Aros de Cebolla del Infierno, para ser más exactos. Permanezco haciendo cola tras dos tipos que llevan peines en los bolsillos traseros de sus tejanos de diseño pasados de moda, lo que me confirma que éste es, sin lugar a dudas, el Centro Comercial Olvidado del Mundo. La chica que hay tras el mostrador tiene una permanente rubia acrespada con raíces negras, lo cual es, ante todo, un terrible peinado; lleva rímel en las pestañas superiores e inferiores, que le da ese deseado estilo denominado «mi novio me pega».

—Bienvenido a El Pollo Feliz, ¿en qué puedo ayudarte? —dice, sin mover los labios.

El tipo de los tejanos de diseño pasados de moda número 1 apoya su entrepierna en el mostrador y dice:

—Eh, ¿tú eres el pollito al que puedo hacer feliz? —pregunta, mirando por encima del hombro al tipo de los tejanos de diseño pasados de moda número 2, que le da un puñetazo en el brazo y suelta una carcajada silenciosa.

Evidentemente, son alumnos que han ganado sendos Premios Nacionales al Mérito Escolar.

—Eso depende —murmura la Señorita del Peinado del Siglo—. ¿Eres tú el imbécil al que le corto la polla?

Los tipos con los tejanos de diseño pasados de moda no saben qué decir, así que piden unas alitas de pollo, pagan y se retiran rápidamente.

—Que tengáis un día de pollo delicioso —dice la Señorita del Peinado del Siglo, con el tono con el que generalmente uno dice cosas como: «acércate a mí y te romperé las dos jodidas piernas».

Me acerco al mostrador y le anuncio que vengo por la oferta de trabajo. La Señorita del Peinado del Siglo responde con el mismo entusiasmo desenfrenado.

—¿Y? —pregunta.

Relleno un formulario lleno de mentiras y se lo devuelvo. Le digo que necesito un trabajo desesperadamente y que estoy disponible para cualquier turno después de las horas de clase.

—Está bien —contesta—, porque aquí, en El Pollo Feliz, hacemos la cosa a la manera de El Pollo Feliz. No trabajamos según los horarios de nadie. Pagamos más que el salario mínimo, así que esperamos más a cambio.

El salario mínimo es de 3,25 dólares la hora. El Pollo Feliz paga 3,35 dólares la hora. No llevo más de un día de trabajo cuando empiezo a calibrar lo que significan diez centavos la hora por un esfuerzo extra. Lo peor es que me toca continuamente el turno en el que debo trabajar con una chica que es demasiado estúpida para darse cuenta de que este trabajo es una mierda. La llamamos Bonita Camisa, porque siempre tiene a punto un comentario complaciente para los clientes con un coeficiente intelectual lo suficientemente bajo como para querer comer en El Pollo Feliz. «Oh, ¿de dónde ha sacado esos pendientes?» adula, o «Me gustan sus pantalones», o lo que constituye su marca de la casa: «¡Bonita camisa!». Los clientes la adoran.

Hace que el resto de nosotros demos una mala impresión.

Me entretengo imaginando a Bonita Camisa en otras situaciones sociales en las que su conducta alegre pudiera ser menos apreciada, como por ejemplo un funeral («¡Bonito ataúd!») o en un hospital («¡Mola tu catéter!»), o en la cárcel («¡Me encanta tu uniforme! ¿De dónde lo has sacado?»). A veces simplemente fantaseo con la idea de ahogar a esa zorra estúpida en la freidora.

Me siento como Pip en
Grandes esperanzas
, trabajando en un sitio que aborrezco y que está claro que está por debajo de mí. Como Pip, yo también tengo grandes esperanzas, tal y como canta Sinatra. Sin embargo, resulta difícil mantenerlas en mi mente cuando mi trabajo requiere que diga cosas como: «¿Querría probar uno de nuestros acompañamientos deli-pollo-ciosos?». Al menos no me encuentro con nadie que conozca, salvo con TeeJay, que trabaja los fines de semana en Meister Burger. De vez en cuando nos saludamos de manera breve, pero solemne a través del patio de comidas, como si estuviéramos en la cárcel y no quisiéramos que el celador se diera cuenta de que nos estamos comunicando. Su jefe, un pedazo de carne sudorosa que lleva la raya al lado para que no se le note que está calvo, siempre está a su lado en la parrilla, vigilándole, criticándole por algo.

Para añadir más desgracias al ciclo incesante de miserias que es ahora mi vida, sigo teniendo que soportar la clase de baloncesto en gimnasia. Como con el fútbol, no tengo ni idea de cómo practicar este ridículo deporte, y no quiero aprender. Para mí todo consiste en correr gratuitamente de un lado al otro, y eso es exactamente lo que hago, con la esperanza de que parezca que estoy jugando, en vez de evitar jugar. Como era de esperar, la señorita Burro nos hace jugar en dos equipos: uno con camiseta y el otro sin, lo cual es especialmente desmoralizante, porque no he tomado clases de baile desde el otoño, y ahora tengo la presión añadida de intentar escabullirme sin que la grasa acumulada se contonee indecorosamente.

Es agotador.

Una vez más, no sólo soy el peor jugador, sino que soy el más viejo, y, una vez más, debo lidiar con Darren O'Boyle, el estudiante malvado de segundo, que parece que vaya a tener un aneurisma cada vez que cometo un pequeño fallo, como pasarle la pelota a alguien del otro equipo. (¿Por qué los niños crueles son tan crueles? ¿Sus padres también son crueles? Decid lo que queráis sobre Al y Barbara Zanni, pero al menos no criaron hijos crueles.) Destrozarme un dedo con un martillo empieza a sonar como una idea atractiva.

Y por si las cosas no estuvieran mal, estoy entrando en estado de pánico en lo que a mi audición en Juilliard se refiere. Incluso la idea de hacer mis monólogos en la clase de teatro del señor Lucas hace que se me revuelvan las tripas. No sé qué demonios me ocurre. Generalmente, estoy impaciente por subirme al escenario. Le pido a Ziba que tenga el libreto a mano por si necesito un apuntador.

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