De cómo me pagué la universidad (20 page)

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Authors: Marc Acito

Tags: #Humor

BOOK: De cómo me pagué la universidad
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—¡Estarás
espléndido
, estoy convencida! —suelta. Paula me apretuja el brazo para darme ánimos, pero cuanto más intenta levantarme la moral, estoy más convencido de que debo de ser una mierda. Si no, ¿para qué necesitaría los ánimos?

Paula vive en la Cocina del Infierno, aunque a mí el barrio me parece más bien el Baño del Infierno. Es como Beirut, pero hace más frío. En la entrada de su edificio hay un par de prostitutas que tiemblan enfundadas en sus minifaldas y pieles falsas. Paula las saluda a las dos alegremente.

La más alta se agacha para darle un beso.

—Tesoro, gracias por prestarme el frasco de Shalimar —le dice.

—Y por la penicilina —sigue la otra—. Chica, eres un regalo de Dios.

—Bueno, feliz Navidad a las dos —contesta Paula, con una sonrisa radiante—. Éste es mi amigo Edward.

Extiendo la mano para dársela a las dos prostitutas y me percato de que la más alta es un tío. Sus ojos llenos de rímel se clavan en mi rostro.

—Yo soy Anita —anuncia—. Anita Mandalay. ¿Dónde has estado escondiéndote, dulzura?

—Eh…, ¿en Nueva Jersey? —contesto.

—Bueno, pues más vale que vayas con cuidado, no sea que te ponga de regalo en mi calcetín —dice Anita, que suelta una carcajada, echando la cabeza hacia atrás, lo que revela una boca llena de fundas de oro. Y llagas de herpes, sin lugar a dudas.

—Encantado de conocerlas —suelto.

Nos dirigimos al interior. El lugar entero huele a pies sudorosos. Paula dice que es un edificio de protección oficial, lo cual es una manera optimista de decir que es un antro en el que la gente vive de la beneficencia.

—¿Verdad que el sitio es jodidamente
salvaje
? —pregunta Paula—. Esta gente es tan real. En la puerta de al lado hay una madre adolescente cuyo novio es un camello que vende
crack
. Y cruzando el pasillo hay dos paquistaníes que rezan en dirección a La Meca ocho veces al día, en el vestíbulo.

—¿Hacia dónde está La Meca?

—Pasillo abajo, pasando el baño —contesta.

—¿Compartes el baño?

—Sí, te acostumbras. Ah, Edward, vivir aquí ha mejorado
tanto
mi manera de actuar.

—Seguro, especialmente si alguna vez tienes que interpretar a una musulmana adicta al
crack
.

—No seas tan provinciano. Oh, ¡mira, la hora! —dice, echándole un vistazo a su tobillo—. Tenemos que encontrarnos en el centro con Gino dentro de media hora, y odia que llegue tarde. ¿Necesitas ir al baño antes de que nos vayamos?

Le echo un vistazo al cuarto de baño, que tiene cañerías herrumbrosas, azulejos rotos y pintura desconchada. Preferiría envenenarme.

—Puedo esperar —contesto.

Paula y yo tomamos el metro hasta el Village, para cenar con su novio Gino Marinelli, el que fue bautizado como un plato de pasta. Llegamos a la cafetería griega con quince minutos de antelación y esperamos a Gino durante cuarenta y cinco minutos.

—¡Ahí está! —grajea Paula finalmente.

Miro a través de la sala, pero no veo a nadie que pudiera responder al nombre de Gino Marinelli.

—¿Dónde? —pregunto, pero Paula ya ha saltado de la mesa y ha salido corriendo a través de la cafetería para agarrar a algo que parece ser una montaña de pelo sujeta a una persona.

Con un nombre como Gino Marinelli, esperaba encontrarme a un tío regordete con pinta de albóndiga, pero este Gino parece un bajista de un grupo de
heavy
metal. Tiene unas piernas flacas embutidas en los tejanos lavados a la piedra más ajustados del mundo y lleva una chaqueta de cuero con hombreras dignas de un jugador de fútbol americano. No le puedo ver la cara, en parte por todo el pelo, pero también porque le da un beso con lengua a Paula, largo y descuidado, sin tocarle los labios, como uno se imaginaría que Mick Jagger besaría a Gene Simmons. Le agarra el trasero grande y mullido con las dos manos y se dispone a follarse a Paula por encima de la ropa ahí mismo, hasta que ella finalmente se separa de él y me señala. Le toma de la mano y le conduce a través de la cafetería mientras él se pavonea detrás de ella.

—Edward, éste es Gino. Gino, Edward.

Extiendo la mano para estrechársela, pero él hace eso tan raro de enseñarme el puño, para que yo lo entrechoque. Se desliza en el reservado y me mira por debajo de su flequillo.

—¡Estoy tan emocionada de que finalmente os conozcáis! —dice Paula.

Gino Marinelli entrecierra los ojos mientras me mira y me doy cuenta inmediatamente de que él no siente lo mismo.

Me coloco una sonrisa falsa en la boca e intento mantenerla.

—Paula me ha dicho que eres estudiante de la Universidad de Nueva York.

—Gino será un director de cine brillante —dice Paula. Él le lanza una mirada de reojo y ella se ruboriza—. Quiero decir que
es
un director de cine brillante. Cuéntale a Edward lo de tu película para la facultad, cariño.

Gino enciende y apaga el mechero y mira aparecer y desaparecer la llama.

—Naah, cuéntaselo tú —contesta, reclinándose en el respaldo.

Su voz es prácticamente inaudible, como si fuera demasiado holgazana para molestarse en salir de su garganta.

—Bueno, trata de una mujer (ésa soy yo), que pierde la camisa y vaga por todo Nueva York medio desnuda, en su busca. Finalmente, es aporreada hasta morir frente a la Bolsa. Habrá mucha sangre, muy al estilo de Scorsese.

—¿Vas a salir en
topless
? —pregunto.

—Sí, pero resultará muy artístico —dice Paula—. Pierde la camisa, ¿lo pillas? Es una metáfora sobre las dificultades económicas de los pobres urbanos que son dejados de lado.

—Y además tenía los melones más grandes de todas las que se presentaron a la audición —suelta Gino.

—¿A que es divertidísimo? —chilla Paula, que le cubre la cara a besos, o lo poco de la cara que se le puede ver.

No llegaré a entender jamás cómo puede ver la lente de la cámara con todo ese pelo.

Él la aparta y dice:

—Tengo que mear.

Gino se aleja, arrastrándose y Paula se inclina sobre la mesa.

—Bueno, ¿qué opinas de él? —pregunta, batiendo las manitas a causa del entusiasmo.

¿Qué pienso de él? Es horrible. Pésimo, pésimo, pésimo. Dale un baño y córtale el pelo antes de que te saque todo el dinero y te deje tirada por otra. Es un cerdo asqueroso y podrías conseguir a alguien muchísimo mejor.

—¡Es genial! —digo.

Cobarde.

Gino vuelve y pide un plato de puré de patatas con salsa. A través de varios monosílabos reacios me entero de que vive en Brooklyn con sus padres y que tiene un tío que conoce a Robert de Niro. Por otro lado, Paula es la que se esmera en que la conversación se mantenga a flote. A Gino sólo le interesa una cosa, o más bien debería decir que le interesan dos cosas. Se inclina hacia ella y le susurra algo al oído.

—Hoy no —dice Paula, que se ríe tontamente—. Hoy tengo visitas.

Gino le mete la lengua en la oreja y veo cómo su mano se dirige al regazo de Paula. Ella cierra los ojos y suelta un pequeño gemido. Hago pedacitos mi servilleta de papel e intento pretender que no sé que la está toqueteando delante de mí.

Se inclina en la mesa y, por primera vez, me sonríe. De repente, parece que haya conectado el enchufe del sol; puedo comenzar a entender qué puede llegar a ver Paula en él.

—Eh, Ed —me dice—. Puedes entretenerte a solas durante una hora o dos, ¿verdad que sí?

—Claro —contesto.

—Que sean tres —gime Paula.

Se van y me dejan a mí con la cuenta. Me termino el puré de Gino y salgo a las calles frías y húmedas de Greenwich Village. Pienso en irme al cine, pero estoy demasiado nervioso para quedarme quieto. Así que vago por las calles, bizqueando ante las casas de piedra rojiza, intentando imaginarme cómo sería el Greenwich Village en la época de Henry James. Entonces me percato de un letrero en el escaparate de una tienda de fotografía que dice: «R
EVELAMOS LO QUE SEA…, MIENTRAS NOS DEJE QUEDARNOS CON LAS MEJORES COPIAS
», y me doy cuenta de que estoy frente a Toto Photo, el sitio en el que transformamos a Natie, que dejó de ser un chico pequeño y feúcho, para ser una chica mucho más feúcha.

Debo de estar cerca de Algo para los Chicos.

Doy la vuelta a la esquina y permanezco en la calle, intentando decidir si debo entrar. ¿Y qué más da? Total, ya he estado ahí antes. Sin embargo, entrar en un bar gay con un grupo de amigos del instituto es una cosa, mientras que entrar solo es algo totalmente diferente. Si entro solo, cualquier cosa me podría ocurrir. O con cualquiera.

¿A qué demonios estoy esperando?

El sitio está solamente medio lleno. Un par de tipos me miran cuando atravieso la puerta. No hay nadie actuando, pero un pequeño grupo de hombres se agolpan alrededor del piano y cantan: «Soy una chica que no sabe decir que no». El ambiente es cálido, por lo que me quito mi abrigo largo de segunda mano. Intento parecer maduro cuando pido una cerveza en la barra, y acto seguido me dirijo más cerca del piano. Alguien ha colgado del techo una enorme cantidad de lucecitas blancas, lo cual le da el efecto de parecer un cielo estrellado. Los chicos que hay alrededor del piano no dejan de señalarse los unos a los otros, mientras cambian la letra y dicen: «Tú eres una chica que no sabe decir que no», y se ríen. Parecen normales y totalmente relajados. Bueno, tan normales como pueden resultar un grupo de hombres adultos que quieren cantar canciones del musical
Oklahoma
. Terminan y el pianista se percata de que estoy ahí. Es el mismo tipo que estaba el verano pasado, el que tenía la cara feliz de Humpty Dumpty. Me sonríe, reconociéndome, y toca los primeros acordes de
Corner of the sky
.

La música me atrae hacia él como si fuera un imán.

—Es increíble —le digo, mientras él improvisa—. ¿Cómo puede ser que te acuerdes?

—Oh, cariño, soy terrible para los nombres, pero nunca olvido una canción. ¿Vas a cantar o no?

Tomo el micrófono y canto
Corner of the sky
para el pequeño pero atento público. Todos me sonríen con aprecio y me siento adorable. Juego un rato mi carta del joven encantador, como cuando canto para la Sociedad Musical de las Damas de Wallingford, y la reacción es prácticamente la misma. Salvo que las damas no flirtean. Bueno, no tanto.

Cuando he terminado, el pianista se acerca y me da una palmada en el culo.

—¿Cuántos años tienes, Corner of the Sky?

—Los suficientes —contesto—. ¿Y tú, cuántos tienes?

—Demasiados, cariño, demasiados —responde antes de comenzar a tocar
Time to start livin'
, una canción de
Pippin
.

Toda la gente es demasiado mayor, de hecho, al menos tienen treinta, pero mientras me paseo alrededor del piano, en esta cueva en la que hay un bar, me siento como si estuviera siendo iniciado en una especie de hermandad secreta, como la masonería, con la diferencia de que todos aquí se saben la música completa de
Follies
. Incluyendo las canciones que cortaron.

Un ejecutivo publicitario con un bronceado falso y un corte de pelo a lo Duran Duran empieza a invitarme a chupitos de tequila con cada cerveza que me tomo, por lo que enseguida empiezo a sentirme cálido, feliz y atractivo. Se llama Dwayne, pero lo pronuncia raro, separando el nombre, como si dijera D. Wayne, lo cual hace que le odie un poco. No obstante, lo paso por alto ya que paga nuestras copas con un montón de billetes que sostiene con un gancho en forma de signo del dólar.

Me siento un tanto melancólico cuando cantamos
Losing my mind
, y pienso en Doug:

Te deseo tanto,

que siento que me vuelvo loco…

D. Wayne me masajea la nuca; sus dedos largos y delgados tantean mi piel. En realidad, no me resulta atractivo (su cara es del color y la textura del cuero), pero no me importa. Tras meses planeando y haciendo estrategias para acostarme con Doug, que un hombre me toque —y que un hombre me desee— me hace sentir completo.

Finalmente, todas las cervezas y los tequilas quieren salir de mi cuerpo, así que hago eses hacia el baño. Hay dos puertas, una en la que pone: «H
OMBRES
» y otra en la que se lee «C
ABALLEROS
». Dudo durante un momento, intentando decidir que prefiero ser hoy.

Elijo que la de hombres.

Acabo de desabrocharme los pantalones cuando D. Wayne entra tambaleándose y se para en el urinario que hay junto a mí. Me mira la polla y sonríe como diciendo «más vale que te hinque el diente», y saca la suya, dándole un pequeño empujón. Le odio un poco, pero aun así bajo la vista para ver qué es lo que tiene; me alivia comprobar que es más o menos del mismo tamaño que la mía.

No mea.

A la mierda con Doug. ¿Por qué debería torturarme deseándole si aquí en Manhattan hay hombres ricos en los lavabos que me muestran sus penes? Mientras permanezco ahí de pie, comienzo a construirme una identidad nueva: Edward Zanni, chico mantenido. Me veo como compañía masculina de un magnate de las propiedades, viviendo en un ático con una terraza enorme y plantas en macetas de barro.

Ahora no puedo mear, claro está, especialmente porque D. Wayne se me acerca y me pone la mano encima. Sus dedos largos están fríos; doy un respingo.

—No te preocupes, bombón —me dice—. Papaíto no te hará daño.

Agh.

Me empuja contra uno de los tabiques y me lame todo el cuello. Su lengua es larga, parece la de un lagarto, como sus dedos. Pasa su mano por mi torso, y me da vergüenza no tener mejor cuerpo. Así mis carnes prietas se derretirían.

—Relájate —me indica, justo cuando presiona mi entrepierna contra la suya.

No la tengo dura.

Mierda.

Cierro los ojos y agarro el frío asidero metálico que hay sobre el urinario. Venga, polla, ¿qué te pasa? Levántate y deslúmbranos. Levántate y anda. D. Wayne posiciona la suya, tiesa, contra la mía, flácida, como si intentara someterla para que obedezca. Noto su impaciencia.

—Lo siento —digo, colocándomela de nuevo en los calzoncillos—. No puedo —me disculpo, después le empujo y salgo velozmente por la puerta.

Me apoyo contra la pared que hay en el exterior de los lavabos e intento retomar la compostura. ¿Qué demonios me pasa? Los que se vuelven impotentes son los tipos viejos, no los tíos de diecisiete años. Estaba empezando a creer que el hecho de que no se me levantara con Kelly quería decir que era homosexual, en vez de bisexual, pero si tampoco se te levanta con hombres, ¿eso en qué te convierte? En un
nomecrecesexual
o en un
blandosexual
. En un
nosésexual
. Cierro los ojos e inspiro profundamente. Dwayne pasa a mi lado y casi puedo sentir la brisa helada que deja detrás.

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