No hay ningún centímetro de mi cuerpo que no esté sudando. Los párpados, los nudillos, hasta los empeines de mis pies están empapados. Finalmente encuentro el metro, pero desde lo alto de las escaleras oigo la llegada de un tren. Como si se tratara de una pesadilla, el hueco de la escalera parece alargarse telescópicamente. No lo lograré jamás.
—¡N
O DEJEN QUE SE VAYA ESE TREN
! —grito, como un maniaco, mientras corro adentrándome en las profundidades.
Lanzo un billete arrugado a través de la taquilla de plexiglás a la mujer que hay detrás y veo a un chico hispano que se apoya en las puertas para que no se cierren. Me deslizo en un instante en el interior del vagón.
Me inclino para recuperar el aliento.
—Muchísimas gracias —resuello al chico—. Tengo que estar en Lincoln Center en cinco minutos.
Él agita la cabeza.
—Tío, entonces necesitas el tren que va hacia el norte. Éste es el que va en dirección sur.
¡M
IEEEEEERDA
!
Tiro mi sombrero de Sinatra al suelo y me tiro del pelo —que me sigue doliendo— mientras hago rechinar los dientes y aúllo (sí, aúllo), por culpa de la frustración. Una pequeña anciana que lleva uno de esos carritos de la compra de dos ruedas que usan los neoyorquinos mete la mano en su monedero y me lanza un dólar al sombrero, como si tuviera miedo de que fuera a morderla. Me dan ganas de gritar: «No soy un vagabundo, zorra estúpida», pero entonces me doy cuenta de que de alguna manera sí lo soy, y, lo que es peor, supongo que ese dólar no me vendría nada mal. Su amabilidad me calma durante un instante y me arrodillo para recogerlo. Le sonrío débilmente y le digo:
—Lo usaré para la universidad.
—O para conseguir medicación —contesta, frunciendo el ceño.
Cambio de tren y emprendo el largo trayecto hacia Lincoln Center. En este momento, ya no hay manera alguna de que llegue puntual. Estoy condenado. Van a pensar que soy un impresentable de mierda. Llevo el pelo apelmazado y enmarañado, no me he afeitado, huelo a sudor y a humo rancio. La única oportunidad que tengo de que me acepten en Juilliard es que quieran actores que parezcan yonquis con el mono.
Me pierdo en Lincoln Center («¿por qué, por qué, por qué no planeé esto con antelación?») y corro como una exhalación a través del edificio, buscando la entrada adecuada, con el abrigo agitándose detrás de mí por el viento. Finalmente lo encuentro y atravieso las puertas ruidosamente hasta la entrada al teatro. El reloj de pared marca las 10.30.
Joder. Joder. Joder. Joder. Joder.
Veo a Paula a través de la entrada. Salta a través de la habitación, moviendo los brazos.
—Por Dios, ¿dónde coño te fuiste anoche? Estaba
petrificada
. Pensé que…
La empujo y me dirijo a la mesa de inscripciones; allí una persona me mira como si fuera un vagabundo que ha entrado por error.
—Soy Edward Zanni —farfullo.
Baja la vista y mira su lista.
—Se te ha pasado el turno.
—Lo sé…
—Tendrás que esperar hasta que te encontremos un hueco.
—No importa —contesto—. Lo siento muchísimo, yo…
—Rellena este formulario y siéntate ahí —dice, señalando a un grupo de actores jóvenes que murmuran sus monólogos para sí, como si fueran un grupo de pacientes de un asilo de dementes.
Paula me rodea con el brazo y me aleja de allí.
—Va a salir bien —dice, abriendo su bolso—. Déjame que te eche unas gotas en los ojos.
Paula me acaba de echar unas gotas de colirio cuando oigo que la mujer de detrás de la mesa grita:
—¡Edward Zanni!
Me tambaleo por la sala, medio ciego, como Edipo.
—Ha fallado otro más —dice—. Eres el siguiente.
—Pero ni siquiera he rellenado el…
—Ve por ese pasillo y el monitor te dirá cuándo están listos para verte.
Completamente aturdido, con el abrigo colgándome de uno de los hombros, avanzo como un sonámbulo por la habitación. Esto no me puede estar pasando. Pasillo abajo hay un estudiante con cara de aburrido, sosteniendo una carpeta.
—¿Eres Walter Mancus? —pregunta.
—De hecho, soy…
Abre la puerta de un golpe.
—Te toca —dice.
No me lo puedo creer, joder. Tras todo el duro trabajo, después de haberlo sacrificado todo, se reduce a esto. Me tambaleo a través de una habitación insonorizada de techo bajo con luces fluorescentes. Esperaba un teatro oscuro, pero en vez de eso me encuentro con un pelotón de fusilamiento a pocos metros de distancia. Frente a mí están sentados un hombre de mediana edad con una magnífica mata de pelo que le cruza la cabeza como si se tratara de una ola rompiendo contra las rocas, un tipo vestido con
tweed
con cara de nuez y, en medio, una mujer alta y erguida, con pinta de emperatriz viuda que parece haber sido tallada en piedra. No sé quiénes son los tipos, pero estoy seguro de que ella es Marian Seldes, la gran dama del teatro norteamericano y de la división de arte dramático de Juilliard.
—¿Walter Mancus? —pregunta.
—No, soy Edward Zanni —me oigo decir con voz flemática.
La habitación está helada, probablemente porque deben de desconectar la calefacción durante las vacaciones; noto la piel fría y pegajosa debido al sudor.
Marian Seldes frunce el ceño y revuelve sus papeles como si estuviera enfadada conmigo por no ser Walter Mancus. El hombre con la ola de cabello cruza los brazos y suspira. El hombre de
tweed
sonríe amablemente como si fuera un empleado de una tienda y pregunta:
—¿Y qué nos has preparado para hoy, Walter?
—No soy…, sabe…
El hombre de la ola pone los ojos en blanco.
—¿Tu monólogo? ¿Cuál es? —dice con impaciencia.
Me estremezco y me oigo decir:
—Hemón, de
Antígona
.
¿Por qué he dicho eso? Se supone que tengo que hacer «El Sueño de Bottom». Retíralo. Retíralo, Edward, antes de que sea demasiado tarde.
El hombre de la ola me mira como si dijera: «Bueno, ¿y a qué esperas?». Me oigo decir:
—Padre, no te habitúes a pensar de una manera única, absoluta, que lo que tú dices es lo cierto…
No puedo recordar la siguiente jodida línea.
Mi rostro está caliente y mi entrepierna sudorosa; los pies me pican y me queman de tal manera que quiero arrancármelos con los dientes y golpearme con ellos la cabeza. Estúpido. Estúpido. Estúpido. Marian Seldes sigue revolviendo sus papeles, el hombre de la ola mira por la ventana y el tipo del
tweed
pestañea mirándome a través de sus gruesas gafas. Edward, piensa en algo, lo que sea, lo que sea.
—Porque el que cree que es el único que piensa —digo—, entonces, ese hombre está totalmente jodido.
Marian Seldes y el hombre de la ola levantan la mirada.
—Sí —digo—, ese hombre está totalmente jodido, está de la chota. Porque puedes pensar que porque seas mi padre puedes pasar por encima de mí y decirme lo que debo hacer, pero viejo, estoy aquí para decirte que estoy hasta los cojones de aguantar toda tu mierda…
Siento que me cae un moco de la nariz y sorbo ruidosamente para que no lo haga.
—… Estoy harto de que me juzgues, estoy harto de que te pavonees con tu dinero prepotentemente, estoy harto…, harto de…
Siento que tengo un nudo en el estómago, como si tuviera un volcán a punto de estallar, y no hay nada que pueda hacer para detenerlo. Creo que voy a vomitar. O a tener un ataque al corazón. O que me voy a cagar encima.
—Estoy harto de no ser suficientemente bueno para ti —aúllo—. ¿Por qué no puedes…, por qué no…? Dios mío…
Me aprieto los puños contra los ojos, intentando que mis emociones no se desborden y permanezcan en el interior. Intento controlarme, buscando recordar algo del maldito monólogo. Esto no es actuar. Esto es una crisis nerviosa: «Prometedor joven actor se vuelve majareta en una audición, próximo pase de la película a las once».
—¿Por qué no puedes quererme como soy? ¿Por qué no puedes aceptarme tal como soy? —grito. Mi visión se torna borrosa. Todo se difumina y la habitación comienza a dar vueltas. Mi cara se desmorona en pequeños pedacitos y comienzo a ahogarme por la flema. No puedo soportar estar dentro de mí y comienzo a darme golpes en la cabeza como si fuera mi propio saco de boxeo—. Te odio, ¿te das cuenta? Te odio por lo que me has hecho, te odio por cómo me has hecho sentir. ¡Te odio, te odio, te ooooooodio, maldito asqueroso gilipollas calzonazos de mierda!
Paro y me cubro la cara con las manos para no caerme en redondo. Me vuelve a doler el pelo. Se me van a caer las rótulas de un momento a otro. Y por favor, por favor, que alguien me diga que no acabo de pronunciar las palabras «maldito asqueroso gilipollas calzonazos de mierda» en mi audición de Juilliard. Levanto la vista y veo que el jurado entero me mira fijamente, con la boca abierta y la cabeza inclinada, como si fuera un cuadro abstracto que intentaran descifrar.
—¿Concretamente, qué traducción de
Antígona
es ésa? —pregunta Marian Seldes.
Di lo que sea, Edward. Cualquier nombre. Di Ted Lucas. Di Doug Grabowski. Di lo que sea, Edward, y salva tu maldita vida.
—No sé —contesto.
Marian Seldes se gira para mirar a cada uno de los hombres que tiene a su lado.
—Bueno —dice—, creo que ya hemos visto todo lo que necesitamos. Gracias.
Ya está. No me van a pedir que haga el segundo monólogo. ¿Por qué lo iban a hacer? No me sorprendería que llamaran a los de seguridad para que me acompañaran a la puerta. Mi único consuelo es que a lo mejor pensaron que era Walter Mancus y nunca sabrán quién soy. No digo una palabra más, me doy la vuelta, arrastrando el abrigo por el suelo, y me tambaleo fuera de la habitación. Se ha acabado. He fracasado. Viviré en Nueva Jersey y trabajaré en El Pollo Feliz durante el resto de mi vida.
Cojeo como un zombi por el vestíbulo del edificio teatral; veo que Paula me está esperando. Paso junto a ella, abro de par en par las puertas dobles, y a la vista de ella, la gente de la mesa y el resto de los actores, me dedico a vomitar en medio del Lincoln Center.
Me paso todo el resto de la semana en la cama. No tengo ninguna enfermedad en concreto, solamente debilidad general, como la protagonista que se consume en una novela decimonónica. Duermo durante la mayor parte del día, y Kelly y Kathleen caminan junto a mí de puntillas, como si fuera uno de los llorones al que no quieren molestar. Puedo ver por sus caras de preocupación que debo de estar en baja forma. Lo único bueno es que tengo excusa para no hacer el tonto con Kelly. No habría manera humana de soportar la presión.
Paula me deja una serie de mensajes, como Natie, que finalmente admite, con cierto tono de disculpa, que ha sido aceptado en Georgetown prematuramente. No devuelvo las llamadas de nadie, sino que me paso las pocas horas que estoy despierto mirando programas infantiles en la tele. Ver
Lassie
me resulta extrañamente reconfortante.
El día de mi cumpleaños hay una leve mejoría, pese a que sigo sin tener noticias de mi madre. Uno pensaría que al menos me habría enviado una tarjeta postal. Intento animarme con la idea de que a lo mejor la envió a casa de Al y que Dagmar la tiró a la basura por puro resentimiento, pero no importa cómo examine la situación, el hecho es que mi vida es una mierda. Aun así, es mi día especial y estoy determinado a sacarle algo alegre. El cinco de enero siempre ha tenido un aire deprimente, como un árbol de Navidad abandonado junto a la acera, eso si no mencionamos todo el rollo de: «Esto es para Navidad
y también
como regalo de cumpleaños»; pero hay algo en la simetría de tener la misma edad durante casi todo el año que me gusta. De esa manera, el año tiene el regusto de esa única edad, en vez de tener que partirlo de forma extraña si se nace en mayo u octubre. Es más simple. El año en que tuve diez años: 1976. El año de mis catorce: 1980. El año en que tengo dieciocho y soy legalmente un adulto: 1984.
Es el día de mi independencia.
La mañana de mi cumpleaños me levanto un poco antes del mediodía, me tambaleo hasta el espejo y me echo un vistazo. Lo que veo me sorprende. No me he afeitado en una semana y, al haber heredado los genes licántropos de Al, me encuentro con que prácticamente tengo una barba cerrada.
No estoy seguro de que quede demasiado bien, pero me gusta. Me hace sentir como un hombre, pese a que llevo puesto el camisón de franela de cuadros escoceses de la hermana de Kelly.
Abro la puerta de mi habitación y me encuentro un sobre en el suelo. En su exterior se puede leer: «Por todos los años en los que nos has faltado en casa. Con amor, Kathleen y Kelly». Lo abro y veo que en el interior hay una tarjeta de cumpleaños para alguien de un año de edad:
¡Hoy cumples un año! ¡Hurra! ¡Hurra!
En el día que cumples uno,
queremos decirte, hijo, que como tú
no hay ninguno.
Hijo. He sido adoptado. A unos pasos de distancia hay otra tarjeta, para un niño de dos años, seguida de otra en la que se lee: «Para un chico mayor que cumple tres», y, en lo alto de las escaleras, otra que dice: «¡Vaya! ¡Cumples cuatro años!». Las tarjetas se suceden escaleras abajo, aumentando en edad, hasta llegar a la cocina, donde finalmente encuentro sobre la mesa la de los dieciocho. Junto a ella, hay un regalo:
Un reto para el actor
, de Uta Hagen. Voy a asumir que lo compraron porque es el mejor libro sobre actuación que hay, en vez de un comentario sobre mi fracaso en la audición.
Espero.
Se oye sonar el timbre y los gatos se asustan. Me acerco hasta la entrada, abro la puerta principal y allí está, con un sombrero de fiesta y sosteniendo un globo.
El buda.
Por primera vez en 1984, me río en voz alta.
—Feliz cumpleaños —dice una voz, y al darme la vuelta veo a Doug apoyándose contra el umbral, con una sonrisa felina en los labios.
Inmediatamente siento cómo mis ánimos mejoran. Puede que no sea una ofrenda de amor, pero al menos es una ofrenda de paz; quiere decir que Doug está dispuesto a que volvamos a ser amigos. Movemos al buda hasta un lugar de honor en el jardín y salimos fuera a almorzar.
El interior del Mamma's es tan oscuro de día como de noche, y de alguna manera resulta más oscuro, aun teniendo en cuenta la luz invernal del exterior. Las banquetas acolchadas alargadas hacen del local un buen lugar para que se escondan los tipos con conexiones con la Mafia y los alumnos de instituto que faltan a clase. Doug y yo pedimos
scaloppine
de pollo.