—No. —Suspira—. Bueno, 10.000 dólares menos 916 son…, déjame ver… Faltan 9.084 dólares para conseguirlo.
—Dios mío, no lo lograré nunca —contesto.
—Saca tu cabeza de encima de la mesa, la gente come aquí encima —dice—. Veamos el número dos: conseguir una beca. ¿Algún progreso?
No será que no lo he intentado, pero parece ser que Al no es el único que piensa que ser actor es malgastar el dinero. Me parece que los comités de las becas se preocupan demasiado en averiguar quién es pobre antes que quién tiene talento.
—No podré solicitar ayuda económica en los próximos tres años —digo—. Para entonces, seré viejo.
—Tienes razón —dice Natie—, pero no entres en estado de pánico. Tenemos otras opciones. Número tres: robo.
Nunca había considerado seriamente esa opción, pero eso era antes de haber entrado en Juilliard, antes de que el jodido John Gielgud decidiera dar clase durante un único año, antes de que descubriera que mi aversión natural a trabajar estaba fundada en sólidos principios.
Me acaricio la barba como hace el señor Lucas.
—¿Qué tendría que hacer?
Natie sonríe con su sonrisa sin dientes, todo labios.
—Estaba deseando que me lo preguntaras. —Busca dentro de su maletín y saca otro documento—. He estado trabajando en esto en clase de mecanografía en vez de escribir: «El veloz zorro pardo salta sobre el perro perezoso». Échale un vistazo. Es sencillo, pero inspirador.
Estudio la página cuidadosamente.
—¿Nos pueden meter en la cárcel por esto? —pregunto.
—De hecho, solamente a ti. Me he asegurado de que no haya manera de que se me pueda asociar con el delito.
—Eso es un alivio —contesto.
Suena el timbre y Natie se apresura a levantarse para ir a abrir la puerta.
—No te preocupes tanto —grita—. Puedes salir en tres años por buena conducta. Al menos entonces podrás optar a ayuda estatal.
Sí, si Juilliard acepta a expresidiarios.
Desde el pasillo oigo que una voz arenosa dice:
—Hola, cariño.
Eso quiere decir que o Tallullah Bankhead ha resucitado, o que ha llegado Ziba.
Me levanto para recibirla y me saluda entregándome un bizcocho de chocolate envuelto en una servilleta.
—Felicidades —dice, con voz monótona—. Acabas de recibir un premio
Brownie
.
—¿Un premio
Brownie
?
—Debes de haber oído hablar de los Emmys y los Tonys. Bien, éstos son los premios
Brownie
. Los entregamos como premio a la conducta meritoria.
—¿Quiénes sois?
—Ah, Kelly y Doug —contesta, sin lograr parecer despreocupada.
Miro por encima de su hombro y puedo ver que el Carromato suelta humo desde la curva.
—Lee la servilleta —ordena Ziba.
En la servilleta se puede leer: «Por decir: "Maldito asqueroso gilipollas calzonazos de mierda" y aun así ser admitido en Juilliard». Natie también ha conseguido un premio
Brownie
por bajar el escenario móvil la semana pasada mientras la Sinfónica de Wallingford daba un concierto en el instituto. En medio de
Eine Kleine Nachtmusik
toda la parte frontal de la orquesta desapareció, como si se tratara de un buque que se hundiera en el mar. La servilleta de Natie dice: «Por la actuación más conmovedora de un miembro tramoyista».
—Escuchadme, queridos, me tengo que ir —dice Ziba, mientras hace el rollo europeo de los dos besos—. Todavía tenemos que entregar el premio del anticonformista social Ralph Waldo Emerson para aquellos asqueados con el mundo que los rodea.
—¿A quién? —pregunto.
—A la chica de segundo que se ha afeitado la cabeza.
—No te refieres a la que tiene leucemia, ¿verdad?
—Ah, ¿es por eso? —pregunta Ziba, frunciendo el ceño—. Bueno —dice, colocándose la bufanda por encima del hombro—, aun así, es un estilo maravilloso, le sienta muy bien.
Ziba se da la vuelta, caminando como una modelo de pasarela, en dirección al coche. No puedo evitar comprobar que las ventanillas están empañadas.
El único culpable soy yo, pero la idea de Kelly y Doug juntos me cabrea de verdad.
—Bueno, ¿qué me dices? —pregunta Natie, lamiéndose el chocolate de los dedos.
—¿Sobre qué?
—La política económica de Reagan. ¡Mi propuesta, estúpido!
Apoyo mi cabeza contra la puerta principal.
—No lo sé, Natie, no estoy muy seguro de querer arriesgarme a ir a la cárcel.
—Solamente piensa en lo que podría suponer esa experiencia para tu talento —dice—. Además, ¿de verdad quieres trabajar en El Pollo Feliz durante los próximos tres años de tu vida?
Arranco un pedazo del bizcocho y lo mastico, mientras pienso en la idea de trabajar en el Centro Comercial Olvidado del Mundo mientras toda la gente que conozco se va a la universidad.
—Cuenta conmigo —contesto.
M
ientras Natie realiza los preparativos necesarios, convenzo a Ziba para que se apunte al coro mixto (o, como nos gusta llamarlo, el Coro Mezclado), para que pueda venir con nosotros a Washington, a la gran competición que se realiza en marzo. La acompaño a su audición, para darle apoyo moral.
—¿Qué te apetece cantar, querida? —le pregunta la sempiternamente alegre señorita Tinker, mientras saca un puñado de partes vocales de obras de Broadway.
—Voy a cantar
Je ne regrette rien
—dice Ziba, como si lo estuviera anunciando en un club nocturno.
—Oh, querida —contesta la señorita Tinker—, me temo que no tengo la partitura de esa canción.
—No importa, no la necesito —replica Ziba.
Entonces se apoya en el piano, inclina la cabeza hacia arriba como si fuera Marlene Dietrich buscando el foco de luz adecuado y comienza a emitir un sonido que sólo puede ser descrito como el de una vaca mugiente con la nariz tapada:
N-o-o-o-o-o-o-o-o-o-on
rien de rien…
La señorita Tinker intenta mantener valientemente su sonrisa de programa de televisión juvenil anticuado, aunque evidentemente no sabe qué pensar de esta chica extraña. Debo decir, sin embargo, que pese a carecer de talento vocal, Ziba lo compensa con una entrega total. Es una interpretación dogmática, como uno se imaginaría que cantaría Mussolini.
—Ha sido… muy original —dice la señorita Tinker cuando Ziba finaliza—, pese a que no estoy muy segura de que tengas la suficiente edad como para hablar de arrepentimiento, querida.
—Eso es lo que usted cree —contesta Ziba con voz monótona.
La señorita Tinker le dice que desgraciadamente no hay ninguna vacante en las secciones de soprano o alto, pero Ziba le informa de que preferiría cantar como tenor con los chicos. Aunque sea poco ortodoxo, hasta la señorita Tinker debe reconocer que nos hacen falta un par de tenores.
Natie vigila atentamente la calle para ver si Al y Dagmar salen juntos. El primer paso de su supuestamente sencillo plan requiere que allanemos mi antigua casa para conseguir los datos bancarios de Al. Por supuesto, no se trata de allanamiento, sino más bien de apertura con llave, lo cual, como hemos discutido anteriormente, no es un delito en sí, al menos que nosotros sepamos.
Cuando Natie llama finalmente, me encuentro solo en casa de Kathleen, sin coche. Kelly se ha llevado el Carromato, pese a que odia conducir, solamente para molestarme. Voy al garaje para ver si encuentro una bicicleta.
Lo de la gente con fortunas familiares es muy curioso. Parecen enorgullecerse de tener cosas viejas, incluso si esas cosas son auténticas porquerías. Así que, a diferencia de mi garaje, o el de la casa de Natie, que están bien iluminados, son espaciosos y caben hasta dos coches, el de Kathleen es más bien como un jardín abandonado en el que esperarías encontrar una llave oculta bajo un florero, como en una novela de misterio de Agatha Christie. Ni siquiera aparcan en el interior. Después de forcejear con la antigua puerta hasta lograr entrar, me doy un golpe en la cabeza con un kayak que cuelga del techo. Finalmente, tras tambalearme por la oscuridad, encuentro una bicicleta chirriante muy vieja que fue usada por última vez cuando la vieja Miss Gulch se quiso llevar a
Toto
lejos de Dorothy en
El mago de Oz
. Se trata de un medio de transporte humillante, pero es lo que hay. Me deslizo lentamente por las calles heladas; un par de idiotas subidos a un TransAm casi logran sacarme de la calzada, después de bajar la ventanilla y burlarse de mí por ir en una bicicleta que tiene una cesta de mimbre con apliques de margaritas.
Llego a casa de Natie sudando y también muerto de frío. Hago sonar el timbre y oigo cómo Fran grita:
—¡H
AY ALGUIEN EN LA ENTRADA
!
Natie contesta. Lleva pantalones negros, un jersey de cuello alto negro y un gorro de lana, negro. No parece tanto un ladrón, sino más bien un gran pedazo de carbón.
—Por Dios, ¿por qué has tardado tanto? —pregunta.
—Sabes, si te hubieras molestado en sacarte el carné de conducir, podrías haber pasado a buscarme —jadeo.
Natie se encoge de hombros.
—Algunos están hechos para conducir y otros estamos hechos para que nos lleven. —Mira la bicicleta de Miss Gulch—. ¿Te importaría esconder eso detrás de la valla? Estás devaluando el valor de la propiedad inmobiliaria de este barrio.
Entonces se da la vuelta y grita:
—M
AMÁ, EDWARD Y YO NOS VAMOS A ALLANAR SU MORADA
.
—¿Q
UÉ DICEEEEEEEES
? —grita Fran desde la otra habitación.
Por eso no podría haberme mudado aquí.
—V
AMOS A MALVERSAR FONDOS DE SU PADRE PARA PAGAR LA UNIVERSIDAD A
E
DWARD
.
Desde la otra parte de la casa oigo que Stan Nudelman grita:
—¿E
N QUÉ OS ESTÁIS METIENDO, CHICOS
?
—V
AN A ALLANAR LA CASA DE
E
DWARD PARA MALVERSAR FONDOS DE
A
L PARA PAGAR LA UNIVERSIDAD DE
E
DWARD
.
Stan se ríe.
—C
HAVALES
—dice.
En lo que a Natie se refiere, Fran y Stan Nudelman creen que no puede hacer nada malo, por eso tiene tanta confianza en sí mismo, pese a ser un Cabeza de Queso total. A lo largo de los años, Natie ha descubierto que no vale la pena mentir a sus padres en lo referente a sus nefandas artimañas, y prefiere contarles la verdad. Al fin y al cabo, se niegan a creer que sea capaz de hacer esas cosas. Por eso acabamos escabulléndonos calle abajo, rumbo a la casa de Al, con la bendición de Fran y Stan.
Solamente hace un mes que me fui, pero la casa me resulta extraña, ajena, como si nunca hubiera vivido aquí, que es exactamente lo que Dagmar pretendía. Natie y yo nos arrastramos pasillo abajo, hasta el estudio de Al, y nuestros pasos retumban en los suelos de madera. Supongo que todo esto de arrastrarse es innecesario, pero es lo que uno cree que debe hacer. Nos metemos en la oficina de Al y Natie aguanta la linterna mientras yo abro los cajones del escritorio, buscando los talonarios. Hay unas carpetas en las que se puede leer «Seguro», «Inversiones», «Recibos» y «Hacienda», entre otras cosas, pero no puedo encontrar los papeles de las cuentas por ninguna parte. Empiezo a desear haber prestado más atención durante las soporíferas cenas de negocios.
—Pensaba que sabías dónde guardaba todo eso —susurra Natie.
—Creía saberlo —susurro a mi vez.
—Pues ahí no está —sisea.
—¿Por qué susurramos? Aquí no hay nadie.
—Ya —dice Natie—. Bueno, pensemos. Si fueras Al, ¿qué harías?
¿Que qué haría si fuera Al? Hacerme un buen corte de pelo, para empezar. Venga, Edward, piensa. Intento imaginar que me han dado el papel de mi padre en una obra y que tengo que averiguar cuál es su motivación, pero ni siquiera puedo llegar a concebir cómo piensa mi padre. Si fuera Al, querría ser…, bueno, más parecido a mí: un artista, no un hombre de negocios. Sin embargo, si fuera el talonario de Dagmar, eso es otra historia…
Entonces me acuerdo de la cuenta bancaria secreta de mi Madrastra Monstruosa.
—Vamos —digo, y llevo a Natie pasillo abajo hasta el estudio de Dagmar.
Las paredes están cubiertas de hojas de contactos y de trabajos a medio hacer: fotos de basureros tóxicos, fábricas de conservas y un contenedor detrás de una panadería industrial; me pongo a pensar en lo extraño que resulta que una mujer tan compulsiva con la limpieza fotografíe lugares tan asquerosos. Entre medio, hay algunas fotos muy tontas de sesiones de moda de Dagmar, de la época en la que era modelo.
—¿Qué hacemos aquí? —pregunta Natie, mirando una foto de una ardilla muerta.
—¿Te acuerdas de la cuenta que Doug dijo que Dagmar usaba para desviar los fondos de Al?
—Sí.
—Bueno, si ésta fuera tu habitación y no quisieras que Al encontrara algo, ¿dónde lo esconderías?
Natie ni siquiera tiene que pensarlo durante un segundo.
—¡En el armario que hay dentro del armario! —contesta.
—Por fin estás usando el Nudelman que hay en ti.
Cuando Natie y yo éramos críos, serramos un agujero dentro de mi armario para poder tener un lugar secreto en el que guardar cosas como cerillas o petardos (Natie solía ser una especie de pirómano, aunque nunca llegaron a probar nada de todo ese asunto de la glorieta que se incendió en el parque). Cuando me hice mayor, lo usaba para guardar revistas porno y alguna que otra bolsita de marihuana.
Sacamos la mesa que hay en medio y abrimos el armario de par en par. Allí, tras algunos rollos de papel, vemos el agujero irregular que creamos hace diez años. Meto la mano, convencido, como siempre, de que me va a morder una rata, pero en vez de eso topo con algo que tiene la forma de una libreta de ahorros. La saco y la agito en el aire, por lo cual casi tiro un foco.
—
¡Wunderbar!
—grito.
Natie toma la libreta, la abre hasta llegar a la parte de contabilidad y apunta con la linterna.
—En esta cuenta hay 12.320 —dice—. Joder, pues Al realmente es un maldito asqueroso gilipollas calzonazos de mierda.
Jodido John Gielgud, allá voy.
Aguanto la linterna mientras Natie saca cuidadosamente un talón de la parte posterior del talonario, mientras me explica que de esta manera, Dagmar no notará que le falta el talón hasta que ya sea demasiado tarde.