Nos sentamos y hojeamos revistas viejas de golf durante un buen rato. Entran unas cuantas personas; algunas de ellas tienen muy mala pinta, lo cual me hace sentir culpable, por hacer que el doctor Corcoran pierda el tiempo. La enfermera, salida de
Alguien voló sobre el nido del cuco
, les trata con el mismo nivel de compasión y calidez con el que nos ha obsequiado a nosotros. Finalmente, en lo que para mí es un momento totalmente arbitrario, levanta el papel de las inscripciones y dice el nombre siguiente:
—¿Chup Hapollas? —pregunta—. ¿Chup Hapollas? —Mira por la habitación, pero nadie contesta—. Tú, el que se cubre la cara con la revista —le dice a Natie—. ¿Eres Chup Hapollas?
Natie levanta la vista; parece Bambi personificado.
—¿Disculpe? —contesta.
—¿Chup Hapollas?
—No, señora —contesta; y, susurrando, prosigue—, si eso era una invitación, paso.
—Entonces, ¿quién es Chup Hapollas? —pregunta, enfadada ante la ineficacia. Se levanta y se apoya por encima del mostrador, para ver si se le ha escapado alguien—. ¿Hay alguien aquí que sea Chup Hapollas?
Natie vuelve a taparse la cara con la revista.
Finalmente, la enfermera dice mi nombre, pero no sin antes preguntar por Tet Asgrandes y Mick Oño («¿Mick Oño? ¿Ha visto alguien a Mick Oño?»).
La enfermera de
Alguien voló sobre el nido del cuco
me lleva a una pequeña habitación, comprueba mis constantes vitales de manera indiferente y me dice que me quede en ropa interior y espere. No sé por qué los médicos te hacen esto. Es como si quisieran despojarte de tu dignidad, además de tu ropa. La habitación es fría y está pintada con ese color gris alentador tan característico, como las consultas médicas o las cárceles. Después de leer un folleto sobre la osteoporosis y esperar más o menos un milenio, aparece finalmente el doctor Corcoran, que parece un anuncio de dentífrico, con el pelo rubio que se torna gris en las sienes, como un presentador de informativos.
—¡Edward! —dice estrechándome la mano con una fuerza que normalmente se reserva para los pulsos—. ¿Qué tal te va, hijo?
No soy tu hijo, mentiroso cabrón infectado de herpes.
—Bien —contesto.
Cobardica.
—Bien —dice sin mirarme—. Ahora, veamos… —Le echa un vistazo rápido a mi expediente y lo deja en un lado. Abre su bata médica, coloca un puño a cada lado de sus caderas estrechas, como si fuera un superhéroe a punto de salvar del mal a la ciudad de Gotham: El Hombre Ortopédico al rescate—. Bueno, ¿cuál es el problema?
Uno de los mejores actores jóvenes de Estados Unidos empieza su actuación. Le cuento que el verano pasado me caí, lo que me provocó una contusión en el cóccix (me imagino que usar el término médico fardón me dará credibilidad) y cómo hoy he vuelto a caerme y me ha vuelto a doler.
El doctor Corcoran chasquea con la lengua.
—Así que jugando duro, ¿eh?
Chasqueo a mi vez y me encojo de hombros, como diciendo: «¿Qué le vamos a hacer, si somos atletas demasiado entusiastas?». En la universidad, el doctor Corcoran fue un importante jugador de rugby o de no sé qué. Era uno de esos deportes pijos.
—Bueno, saquemos un par de radiografías y veamos qué tal está, ¿de acuerdo?
Ya estaba preparado para esta opción.
—De acuerdo… —comienzo—. Lo que pasa es que…
Me muerdo el labio y bajo la vista.
El doctor Corcoran inclina la cabeza, exudando preocupación médica.
—¿Qué pasa, hijo?
Suspiro, soltando la mirada más David Copperfield de la que soy capaz.
—Tuve que dejar de pagar mi seguro médico porque me voy a declarar económicamente independiente —digo, al tiempo que mi barbilla tiembla ligeramente—. ¿Usted cree…? ¿Cree que podríamos ahorrarnos las radiografías…, al menos de momento?
El doctor Corcoran frunce el ceño.
—No estoy muy seguro, Edward…
—El dolor es exactamente el mismo que fue la última vez… —continúo—. Estoy convencido de que si dejara de ir a clase de gimnasia durante una semana o dos, me curaría. Y si no, prometo que volveré para hacerme las radiografías, de verdad.
El doctor Corcoran se lleva la mano a su barbilla, que tiene un hoyuelo, y sopesa la idea. Durante un instante me preocupa que se ofrezca a hacerme las radiografías de manera gratuita, pero me acuerdo de que Kathleen siempre se queja de que es un cabrón agarrado.
—De acuerdo… —contesta.
Menos mal.
—… pero déjame que al menos te haga un examen digital, para comprobar que no hay nada roto.
¿Un examen digital? Por Dios, espero que no esté hablando de ordenadores.
—Bájate los calzoncillos y échate, Edward. Será sólo un minuto.
«De acuerdo, doctor, pero ya que estamos, busque mi dignidad por ahí abajo.»
El doctor Corcoran tira de la mesa y me entrega una almohada barata de una línea aérea para que la ponga debajo de mí. Me bajo los calzoncillos y me agacho. Siento el aire frío en mi entrepierna y mis pelotas se contraen, pidiéndome que las aleje de esta situación.
Oigo el chasquido siniestro de un guante de goma. Por el amor de Dios, tiene que haber una manera más sencilla de librarse de la clase de gimnasia.
Como si de un surfista cazando la ola se tratase, el doctor Corcoran salta sobre uno de esos taburetes con ruedas que usan los médicos y se desliza hacia mí. Levanto la cabeza y le miro por entre mis piernas; mi cuerpo desnudo se refleja en sus gafas. Me contempla con lo que parecen ser los ojos de Kelly aunque debería decir, mejor, con el ojo izquierdo de Kelly, el que es más amarronado. Es fácil entender por qué se enamoró Kathleen de él, el muy granuja, aunque no es lo que más me apetece pensar durante un examen rectal.
Entonces el doctor Corcoran dice lo que dicen los médicos justo antes de hacerte algo que duele.
—Ahora, relájate.
Siento la punta enguantada de su dedo contra mi trasero.
—Esto puede dolerte un poco.
Ay. Ay. Ay. Ay. Un palo de escoba. Un batidor de mantequilla. Un atizador al rojo vivo.
—Tranquilo, hijo. Todavía no he hecho nada.
Ah.
—Cierra los ojos —dice—, y piensa en… el Gran Cañón del Colorado, o en una hermosa flor abriéndose hacia el sol.
Suelto el aire e intento pensar en cosas grandes y abiertas, pero entonces siento cómo penetra su dedo y hago un gesto de dolor.
—Relájate —murmura.
Agarro los lados de la mesa, tomo aire otra vez y lo suelto, mientras él palpa y fisgonea en mi interior como si estuviera rellenando un pavo. Entonces presiona con el dedo hacia abajo y manda una descarga de corriente que me atraviesa. Comienzo a sentir un cierto aturdimiento y entonces me doy cuenta.
Se me está poniendo dura.
No puedo creerlo, joder. La primera erección que tengo en seis semanas y me ocurre cuando el padre de mi novia me está practicando un examen rectal. Intento pensar en bebés muertos o en la clasificación de las eliminatorias de béisbol, pero no sé nada de béisbol, aparte de que esos jugadores resultan muy atractivos con pantalones ajustados y… Vale, ya está. El capitán ha alzado todas las velas.
Miro al doctor Corcoran.
—Lo siento —digo.
Sonríe con sus dientes de anuncio.
—No te preocupes —contesta—. Pasa a veces.
Entonces baja la vista y, usando su mano libre, aparta su bata médica.
Tiene un bulto en los pantalones. Voy a ir a terapia el resto de mi vida.
L
lego a casa patizambo y sin estar muy seguro de qué me aterra más: que se me haya puesto dura durante un examen rectal, o que el padre de mi novia me haya preguntado si me apetecería tomarme un café con él en alguna ocasión.
Agh al cuadrado.
En cualquier caso, tengo mi justificación médica. Ahora solamente me apetece darme una ducha y sacarme de encima esta terrible experiencia. Abro la puerta principal e inmediatamente me doy cuenta de que falta algo. Para empezar, la única luz que hay en la habitación viene del fulgor de unas velas. En el estéreo suena Sinatra, cantando
I've got yon under my skin
, la versión de 1956, con el impresionante solo de trombón atronador; repantigada en el sofá se encuentra Kelly, con un camisón de encaje plateado, mirándome tímidamente, queriendo decir: «ven aquí, tonto».
—¿Por qué has tardado tanto? —susurra, inclinando su cabeza como hacen las chicas guapas—. Tenemos toda la casa para nosotros.
Huy, huy, huy…
Se levanta y se gira para mirarme. El camisón de encaje se ciñe por el suave paisaje de su culo. Parece una modelo del catálogo de Victoria's Secret. Es una lástima que yo también tenga un par de secretos.
Se cimbrea en mi dirección, envuelve mi nuca con sus brazos y se frota contra mí como si fuera un gatito. Gira la cabeza, lo cual es la señal internacional de «Bésame, tonto».
Por suerte, hago caer uno de los retratos cuando mi cabeza toca la pared, al ir hacia atrás.
—Perdón —digo—. Me has sorprendido.
Me agacho para recoger la foto. Es del doctor Corcoran, Kathleen y los tres chicos, en la casa de Nana, en el Cabo. Miro a Kelly, que me sonríe con todos los dientes. Me revuelve el pelo.
—Qué tonto —comenta—. ¿Quieres beber algo?
No se me ocurre nada que me apetezca más, a menos que lo pueda acompañar de un tranquilizante.
—Ve a sentarte —dice—. Te traeré vino blanco.
Me dejo caer en el sofá. Debo recordar esta sensación, por si algún día tengo que interpretar a alguien a quien el padre de su novia le metió un dedo por el culo.
Me recuesto en el sofá y me saco los zapatos. Kelly ha limpiado el caos habitual, y por primera vez puedo ver la mesa de centro, que es de otro color al que yo recordaba. Lo más importante, de todas maneras, es lo que veo encima de la mesa.
Condones. Estoy en el infierno.
Kelly vuelve y se desliza en mi regazo, mientras me pasa una copa. Le doy un buen trago y parece que yo sea un ventrílocuo y ella mi muñeco. Por Dios, tendré mi mano dentro de ella dentro de unos minutos, tal y como su padre… «Intenta pensar en otra cosa, Edward.»
Kelly me acaricia la nuca.
—Escucha —le digo, cambiando de posición—. Estoy apestoso, necesito una ducha.
—De acuerdo —contesta ella—, ¿por qué no nos duchamos juntos?
—No —digo mucho más alto de lo que pretendía.
Kelly se aparta como si le acabaran de abofetear.
—¿Qué pasa? —pregunta.
Me adelanto, cubriéndome la cara con las manos.
—No puedo hacerlo. Lo siento.
—¿Qué es lo que no puedes hacer?
«Tener una erección, excepto con tu padre. No puedo aguantar la presión de saber que en cualquier momento tu madre podría entrar, vernos y echarme a la calle. No aguanto la idea de que todavía me siento irremediablemente atraído por Doug.»
—Edward, ¿qué pasa? —insiste.
Trago saliva con fuerza.
—No creo que debamos seguir juntos —contesto.
—¿Qué? ¿Te quieres ir de casa?
—No, no, no —digo. ¿Adónde iría?—. No, me refiero a que no creo que debamos seguir
juntos
.
Los ojos desiguales de Kelly se abren de par en par.
—¿Estás rompiendo conmigo?
—No es por ti, es por mí.
Cruza los brazos para cubrirse el cuerpo lleno de encaje y sus ojos se convierten en acuarelas.
—Pero ¿por qué? —grita.
—No, no lo puedo explicar. —Soy un nervio expuesto al desnudo. Soy una herida abierta de par en par—. Lo siento muchísimo.
Intento tocarle el hombro, pero Kelly se aparta.
—Sabes, Edward —comienza ella, con voz temblorosa—, para ser uno de los mejores actores jóvenes de Estados Unidos, para calcular los tiempos, eres una mierda.
Entonces se da la vuelta y corre escaleras arriba.
Soy una mierda.
Como Kelly no puede echarme de casa sin decirle a Kathleen que le habíamos estado mintiendo, me echa de la taquilla que compartimos en el instituto y se la ofrece a Ziba, lo cual es toda una mejoría, si tenemos en cuenta que Ziba sólo guarda en ella un paquete de cigarrillos y una botella de perrier.
Me siento un completo canalla por todo el asunto, pero al menos puedo centrar toda mi atención en buscar una manera de pagar Juilliard. Natie y yo acordamos otra sesión de
brainstorming
, esta vez en su casa. Incluso llega a comprar la cerveza, ya que se ha creado un carné falso, totalmente creíble, en el ordenador («¿Qué crees que hago sentado frente a esa cosa todo el día? ¿Jugar al comecocos?»). Todavía parece ser el hermano pequeño de alguien, pero ahora resuelve el tema indignándose terriblemente con Larry, el de la licorería, gritándole:
—¿Qué pasa? ¿Acaso nunca has visto a un enano en tu vida?
La casa de los Nudelman es una réplica exacta de la casa de los Zanni, salvo que puesta al revés, lo cual me ha hecho pensar en ocasiones si no se tratará de un universo paralelo. Incluso hay un cierto aire de desorden, y Fran Nudelman conserva la inclinación por decorar con moqueta las paredes y empapelar los techos. La familia es también la imagen opuesta de la mía: Fran está tan absorta por sus obligaciones como madre que Natie la llama, a sus espaldas, la Asfixiadora. El trabajo de investigación médica de Stan es tan misterioso que ni yo sé decir a qué se dedica. Y el hermano de Natie, Evan, entró en Yale con una invitación prematura a los dieciséis años. Son, en esencia, una familia feliz, de una manera peculiar, no paran de gritarse de un rincón de la casa al otro. Siempre me he sentido como en casa con ellos. Los judíos son muy parecidos a los italianos, salvo que son más listos.
—Bueno, echemos un vistazo a las actas de nuestra última reunión —dice Natie.
Saca un papel de su maletín, algo tremendamente típico de los Nudelman. Está fechada el 22 de septiembre, como puede verse en la parte superior, y dice: «Maneras para que Edward pague la universidad», en la parte de arriba.
—Lo primero en nuestra lista era conseguir un trabajo. Edward, ¿podrías hacernos una actualización financiera?
No sé muy bien quiénes podríamos hacérsela, pero me figuro que puedo dejarle tener su fantasía de presidente del Consejo de Administración.
—Hay… 816…, no, 916 dólares —digo, añadiendo los cien pavos que me dio el doctor Corcoran.
Sí, ya sé que eso me convierte en una puta, ¿y qué?
—¿Nada más? —pregunta Natie.