Doug se queda, limpiamos la casa, y mientras criticamos a los invitados, me regodeo en la fantasía de que la casa suburbana de dos niveles se ha convertido en un
loft
del SoHo en el que vivimos Doug y yo. Me muero por decirle que soy bisexual, que estoy destinado a llevar una vida de desviado sexual mucho más interesante que el futuro acartonado que le espera si se queda en Wallingford. Me muero por llevármelo al País de Nunca Jamás, como si yo fuera Peter Pan y él uno de los queridos niños. Es más, tengo ganas de agarrarle la campanilla y que me llame «querido».
Sin embargo, en vez de eso, le pregunto si me puede llevar a urgencias.
—Creo que me he roto el culo —le digo.
Cobardica.
H
ay una escena del musical
South pacific
en la que Nellie, la enfermera paleta, y Emile, el francés culto, cantan una canción llamada
Twin soliloquies
, pero, en realidad, no la cantan juntos. En la producción original de Broadway, Mary Martin, que hacía de Nellie, tuvo miedo de ser apabullada por Ezio Pinza, el bajo de la Ópera del Metropolitan, que hacía de Emile, así que fueron intercalando sus versos, cantando los pensamientos del número musical. Eso es más o menos lo que sucede entre Doug y yo en la sala de espera de urgencias, salvo que de vez en cuando nos interrumpe gente con heridas de arma blanca y ataques al corazón.
Hay algo en el hecho de tener que esperar en un hospital a última hora de la noche que hace que uno tenga ganas de contar la historia de su vida. Así que le cuento a Doug cómo a mi mamá los años sesenta y setenta se le vinieron encima como un montón de campanas repicando, e hicieron que tuviera un despertar feminista; yo lo entiendo completamente, porque si yo estuviera casado con Al y tuviera que vivir en Wallingford durante el resto de mi vida, también me escaparía lo antes posible. Le cuento cómo rechazó su educación católica, se sacó de encima el yugo de la opresión burguesa y se convirtió en una persona enrollada y moderna. Ahora, cada vez que la visito, hacemos cosas
new age
que molan, como equilibrar nuestros
chakras
o hacer bisutería con cáñamo. Ahora está en Sudamérica, con los espíritus incas.
Doug me cuenta cosas sobre su asqueroso padre, de cabeza cuadrada, y cómo sus días más felices fueron cuando estuvo destinado en Alemania. Sin embargo, después se fue a Vietnam y volvió muy raro. Ahora odia su vida porque conduce un camión de reparto. Dice que a veces su padre descarga toda su frustración en él, como aquella vez que rompió la cómoda y persiguió a Doug calle abajo, gritándole que era un mariquita.
—Sin embargo, después crecí lo suficiente para pelearme con él, así que ahora sólo le grita a la tele —dice Doug.
Sigue contándome que su único indulto a toda esa testosterona sin reprimir eran los veranos que pasaba en Alemania, visitando al hermano homosexual de su madre, el antiguo gimnasta olímpico.
Eso, hasta que me conoció a mí. (Suspiro.)
Entonces me enseña todo tipo de insultos en alemán, como
schwanzlutscher
(chupapollas),
arschlecker
(lameculos) y, nuestro favorito,
hosenscheisser
(cagón).
Finalmente, el médico aparece y me informa de que tengo una contusión en el cóccix, que debe de ser el equivalente latinizado de haberme caído de culo. No tengo nada roto, pero me da una justificación escrita para saltarme las próximas tres semanas de gimnasia y uno de esos flotadores de espuma para que me siente.
No obstante, no siento el dolor de mi culo, (o, como dice Doug, mi
arschschmerz
), porque, como Nellie en
South pacific
, estoy enamorado «de un chico estupendo», shalalá.
Hasta que Al y Dagmar vuelven a casa.
Juro que no pasan ni cinco minutos antes de que empiecen a darme la vara por haber hecho una fiesta, a pesar de que volví a meter las cuentas de poliestireno una a una en el puf, y de que le di la vuelta a los cojines del sofá que comenzó a arder. Parece ser que la promoción del 84 dejó marcas en los suelos nuevos de madera de Dagmar.
Se vuelve loca.
—¿Acaso no sabfes que no se pfuede caminarr con sapatos en los sueloss? —grita.
De hecho, no lo sabía. Asumí que, al ser la versión interior del terreno que hay en el exterior, los suelos podían ser pisados con zapatos; sin embargo, aparentemente, en Austria hacen las cosas de otra manera. Al me castiga durante un mes entero, pese a que resulta obvio que él tampoco ve qué le pasa al maldito parqué.
De todas maneras, el instituto es genial, ya que se convierte en un agradable refugio ante la frialdad que hay en casa. Con la excepción de las clases de mecanografía, un mal necesario al que Al insiste que asista, pese a que estoy seguro de que jamás las usaré como actor, y la gimnasia, un mal necesario que exige la ley, tengo un horario estupendo.
La clase de historia, por ejemplo, será mucho mejor ahora que la señora Toquitz sustituye al señor Duke, que, como entrenador del equipo femenino de atletismo, el año pasado consideró pertinente beneficiarse a alguna alumna del equipo. Y la clase de francés también tiene buena pinta, no porque madame Schwartz sea muy
intéressante
(que no lo es), sino porque la inesperada llegada de Ziba sí que lo es. Digo inesperada porque sé que Ziba habla francés correctamente, y, por lo tanto, va a sacar un excelente con facilidad. Se pasa toda la primera clase mirando por la ventana, vestida con ropa demasiado elegante, con unos pantalones plisados y una blusa de seda, respondiendo distraídamente a las preguntas. Tiene más pinta de ser una mujer aguardando a su amante en un café que de ser una chica en clase de francés en un instituto suburbano de Nueva Jersey.
Después de clase me dice que nunca ha estado muy interesada en el colegio.
—No enseñan nada que me interese, como diseño de moda o cine —dice, paseando por el pasillo como si estuviera en los Campos Elíseos—. Aunque de todos los centros, éste, sin duda, es el peor. —Señala con la manó a las hordas de estudiantes, y continúa su explicación—. Toda esta gente son esnobs. —No parece importarle que todos los esnobs puedan oírle—. Sin embargo, sinceramente, no entiendo de qué se enorgullecen. ¿No se dan cuenta de que viven en Nueva Jersey?
—Lo sé —contesto, sintiéndome sofisticado por estar con ella.
—Apuesto a que nadie aquí ha oído hablar de Federico Fellini —dice.
Le digo que no puede esperar que estos ignorantes sin cultura aprecien a los maestros renacentistas.
Y también está la clase de literatura, con el señor Lucas.
El señor Lucas.
Estoy convencido de que nadie que haya conocido a Ted Lucas puede no tener una opinión formada sobre él. Es el tipo de persona que despierta reacciones, no se puede evitar. La gente que es anti-Lucas le encuentra paternalista y arrogante, incluso cruel. Devuelve los exámenes en orden descendente, según la nota, manda a algunos alumnos a la oficina del director diciendo que están mentalmente ausentes y una vez casi fue despedido por tirarle un libro a una alumna, un hecho del que no se arrepiente en absoluto. «Por suerte para ella, se trataba de
La Metamorfosis
y no de
Moby Dick
», dijo.
Yo creo que es genial.
A veces digo algo deliberadamente trillado y poco original durante una discusión, para ver cómo me mira por encima de sus gafas y declara:
—Bueno, señor Zanni, eso es evidente.
Sin embargo, la mayor parte de las veces intento impresionarle. Si el señor Lucas empieza a peinarse la barba y mira hacia el infinito, eso quiere decir que le has hecho pensar. Y si puedes lograr que alguien tan fabuloso como el señor Lucas piense, bueno, entonces es evidente que eres bastante listo.
Lo mejor de todo es que era un actor, uno legítimo, real, un actor de teatro clásico que estudió en la Royal Academy de Arte Dramático en Londres y que actuó en obras de Shakespeare, Molière y Chejov por todo el país. Pero entonces tuvo algún tipo de lesión en la columna vertebral y tuvo que dejar la actuación, lo cual no hace más que aumentar su halo de misterio semitrágico. Han circulado todo tipo de historias y rumores sobre su invalidez; una de las más populares es que fue herido en Vietnam, lo cual explicaría su mal humor. Para caminar usa esas muletas que tienen apoyabrazos. Más de una vez le he visto dando manotazos a través de un grupo de chavales como si se tratara de una mantis predadora, mientras gritaba:
—¡Apartaos de mi camino, panda de delincuentes juveniles! ¿Acaso no veis que se acerca un lisiado?
En lo que a mí respecta, las clases del señor Lucas son como darles margaritas a los cerdos. Se puso en aprietos al usar el tema del Vietcong para nuestra producción teatral de
El rey y yo
, pese a que se ahorraron mucho dinero en vestuario y nadie entendió por qué hizo que yo interpretara a Tom, en
El zoo de cristal
, como un perro atado, cuando es tan evidente. Con franqueza, yo creo que lo que pasó es que al director Farley le molestó la escena en la que me meaba en la alfombra. Los estudiantes tampoco entienden al señor Lucas y, en realidad, les impresiona que actuara en una serie de anuncios de la tele sobre limpiarretretes de los años setenta, que por alguna razón fueron tremendamente populares. El señor Lucas dice que eso simplemente indica que su carrera ya estaba en el retrete antes de que él llegara a nuestra escuela.
En el primer día de clase nos entrega un temario, como hacen en la universidad.
—Nuestro tema este año —dice, señalando una lista absurdamente larga de títulos— es: rebeldes con causa. Empezaremos con
Edipo rey
.
Nos tira copias de la obra sin mirarnos, lo cual podría explicar cómo le dio el mamporro a esa chica con
La Metamorfosis
.
—
Edipo rey
—anuncia con una voz tan estentórea que suena como si todo el interior de su cuerpo estuviera hueco—. Una pequeña y reconfortante historia familiar en la que nuestro héroe mata a su padre, se acuesta con su madre y se saca los ojos. Si hubiera sido escrita el año pasado, el comité escolar la estaría quemando en el jardín del instituto, pero como tiene dos mil años de antigüedad, resulta aceptable para vuestros pequeños cerebros influenciables. Quiero un trabajo sobre si Edipo tiene o no un destino trágico, para el lunes que viene.
La clase refunfuña.
—Oh, callaos —dice—. Al menos vosotros podéis caminar sin ayuda.
En casa, la atmósfera es cada vez más gótica. Ahora que ya ha puesto sus garras sobre Al, Dagmar se siente con la libertad de desatar la bestia que lleva dentro. La transformación es tan rápida y espantosa como en una película de terror:
Yo fui una mujer lobo austríaca de mediana edad
. Le hace saber sin contemplaciones a mi hermana que ya no es bienvenida en casa para hacer su colada (no entiendo por qué, Karen no le ha pedido que la haga ella), y me dice que deje de hacer que mis amigos me llamen cuando no estoy en casa, porque interrumpe su «travfajo». Intento explicarle que la única manera de que mis amigos descubran si estoy o no en casa es llamándome, pero insiste en contarme la manera supuestamente ejemplar en la que se hacían las cosas cuando ella era una niña. Parece que cada conversación que mantengo con esta mujer empieza con las palabras: «La manerra en que a mí me crriarron…», seguidas de un ejemplo de cómo era mejor crecer en Austria bajo la ocupación nazi. Ah, y, por lo visto, todo lo que yo hago es demasiado ruidoso, lo cual es tremendamente irónico, viniendo de una mujer que grita tanto durante el acto sexual que hasta los Nudelman, de la casa de enfrente, saben cuándo está teniendo un orgasmo.
Mientras tanto, Al se ha convertido en un calzonazos de tal calibre que no se da cuenta o no le importa haberse casado con una loca de atar.
Por suerte, tengo demasiadas actividades extracurriculares que me mantienen fuera de casa (como mis clases en Nueva York, por ejemplo); además de mi viejo recurso para cuando estoy castigado: el falso trabajo de canguro. Al todavía no se ha dado cuenta de que las únicas veces que tengo que cuidar a los ficticios niños Thompson: Jason (nueve años), Kyra (seis años) y el pequeño Michael (sólo un año), son cuando estoy castigado. He llegado a sacar cervezas de la casa envolviéndolas con papel de regalo de los pitufos, haciendo ver que era para uno de los niños. De hecho, he desarrollado un verdadero aprecio por los pillines a lo largo de los años, pese a que en realidad no existen.
Han comenzado los ensayos para la obra de otoño,
El milagro de Anna Sullivan
, pero yo no tengo mucho que hacer en ella. Me han dado el papel masculino más importante, claro está, el del padre de Helen Keller, pero, aun así, soy un actor secundario. El señor Lucas me lleva a un lado y me dice que eligió a posta una obra que no tuviera un papel masculino demasiado importante porque quiere que centre toda mi atención en mi audición para Juilliard.
Kelly sorprende a todos (incluso a mí) consiguiendo el papel protagonista de Annie Sullivan, lo cual es un reto muy importante para ella. Está increíblemente nerviosa, pero yo voy a ayudarla a preparar el personaje. Su primera lectura es irregular, pero, al fin y al cabo, es difícil leer una obra en la que el personaje principal es una chica ciega y sordomuda. Yo me quedo hasta el final y después interpreto ante el reparto los monólogos para mi audición.
Amadeus
es sólido, y para el monólogo clásico elijo el «Sueño de Bottom» de
Sueño de una noche de verano
, básicamente porque es la única obra de Shakespeare que he leído este verano. Es divertida y funciona, pero el señor Lucas dice que me encontrará algo mejor, para lograr mayor contraste.
Natie y yo llevamos a Kelly a casa, y nos apresuramos a ir a la nuestra a cambiarnos para ponernos la ropa de baile para el ensayo de
Anything goes
, que Kelly y yo estamos coreografiando para el teatro local de Wallingford. «Así debe de ser como uno siente en Juilliard; corriendo de ensayo a ensayo, lleno de inspiración artística», pienso mientras conduzco. Tomo nota mental para poder preguntarle a Paula, si alguna vez se llega a instalar una línea telefónica en esa fosa en la que vive.
Aparco en la parte delantera de la casa porque Dagmar ha ocupado mi plaza en el garaje con el Corvette que Al le compró como regalo de bodas. Dagmar, en respuesta, le compró esas matrículas con nombres: la de él dice SEIN, la de ella IHR. Resulta extraño entrar en mi propia casa por la puerta principal, como si fuera un desconocido; oigo resonar cada paso que doy en la entrada, porque no hay moqueta que amortigüe el ruido. Me quito los zapatos y me deslizo como Tom Cruise en
Risky business
, tirando a mi paso una copia del
Forbes
que Al lleva en la mano cuando me estampo contra él en el rincón.