—¿Dónde has estado? —pregunta Al—. Te has perdido la cena.
—¿A qué te refieres? —contesto, mientras entro en la cocina—. No es miércoles.
Abro el frigorífico para ver qué hay. Dagmar me mira desde los fogones, removiendo lo que parece ser chocolate caliente en una olla.
—No ensusies nada —dice—. Acafo de limpiarr todo.
Al mira su Rolex.
—Más vale que te des prisa o llegaremos tarde —me advierte.
—¿Tarde a qué?
—¿Qué quieres decir con «a qué»? A la noche informativa sobre las universidades. Te dejé un folleto sobre la cama el otro día.
Huelo el contenido extraño de la olla.
—Ya fui el año pasado —contesto—. No había ninguna escuela de arte dramático.
—¿Y?
—Y ya tengo las fichas de inscripción para Juilliard, la Universidad de Nueva York y la de Boston.
Al mira a Dagmar, que continúa removiendo la olla.
—Bueno, pues quizá sería bueno que consideráramos otras opciones —murmura.
Hay algo en la manera en la que evita el contacto visual conmigo que me provoca una sensación aguda en el pecho.
—¿Cómo…? ¿Qué? —pregunto.
—No sé —contesta Al—. Para eso va la gente a esas sesiones informativas, para enterarse, ¿o no? —concluye, mientras se mete las manos en los bolsillos y las agita, revolviendo las monedas que hay dentro.
Hablo lentamente, como si fuera un maestro de educación especial y él fuera un alumno con problemas mentales.
—Yo ya sé lo que quiero hacer —digo—. Lo he sabido durante años. Por eso ya he elegido las mejores escuelas de arte dramático. —Me doy la vuelta para salir de la habitación—. Además, hoy no puedo ir, tengo ensayo.
—Pues tendrás que perdértelo.
¿Perdérmelo? ¿De qué demonios está hablando?
—No puedo perdérmelo —respondo—. Soy el coreógrafo. El ensayo está a mi cargo.
—Pues tú estás a mi cargo; y yo te digo que vas a ir a la sesión informativa.
Las palabras parecen abofetearme la cara. Mi padre nunca me ha hablado así. Se me acerca, para intentar arreglarlo, pero me resisto.
—Escucha, Eddie —empieza—. Sé que te lo has estado pasando bien con todo esto del teatro —dice, haciendo un gesto vago, como dando a entender lo banal que resulta—, pero ya va siendo hora de que dejes atrás todos estos juegos y diversiones y de que empieces a pensar en hacer algo serio.
Las puntas de mis orejas comienzan a arder.
—Es serio. Lo de ser actor va en serio.
Dagmar coge un batidor y comienza a batir el chocolate con fuerza. El ruido me pone nervioso y siento cómo mi corazón comienza a latir más deprisa.
—Venga, chaval —dice Al, atragantándose—. Ya sabes a lo que me refiero. Es momento de que hagas algo responsable. Ya sabes, algo como empresariales.
—¿Empresariales? —escupo la palabra como si me diera asco—. ¿De dónde has sacado la idea de que quiero licenciarme en empresariales? ¿Por qué crees que he estado yendo a todas esas clases en la ciudad? ¿Por qué crees que he hecho todas esas obras? Actuar no es un pequeño pasatiempo para mí. Se trata de quién soy.
—Deja de ser tan dramático —dice Al.
Me giro hacia Dagmar, en busca de apoyo.
—Dagmar, tú eres una artista, tú lo entiendes, ¿verdad? Explícaselo.
Dagmar no levanta la vista del chocolate, simplemente murmura:
—Lo que sé es que deferrías haser lo que dise tu padrre. Erres, cómo se dise, uno de muchos.
Echa chocolate en una taza y se la lleva a Al, como si se tratara del rey en sus dominios.
—Bueno, por eso necesito las clases —digo—, y Juilliard es la escuela más prestigiosa del país, en lo que a actuación se refiere.
—Chorradas —dice Al, apartando la idea con una mano—. Te lo digo siempre, actuar tiene que ver con los contactos que tengas. Hasta yo podría hacer la mayoría de las porquerías que salen en la tele.
Dagmar se pone un par de guantes de goma para lavar la olla.
—Sin embargo, yo no quiero hacer las porquerías que salen en la tele —contesto, alzando mi voz por encima del ruido del agua corriente—. Quiero capacitarme para ser un actor clásico.
Es exasperante que alguien con tan poco conocimiento como Al sobre el tema tenga la capacidad de tomar decisiones sobre mi futuro artístico.
—Ya lo veo —responde Al—. ¿Y se puede saber cuánto cuesta estudiar para ser un actor clásico? —Pronuncia las palabras «actor clásico» con el mismo desdén con el que yo he dicho «empresariales».
—La matrícula es de 10.000 dólares anuales.
Al resopla.
—¿Así que esperas que tire a la basura cuarenta mil pavos de mi dinero, que yo gano con mucho esfuerzo, para que tú puedas ir a actuar disfrazado en una de esas escuelas de arte dramático tan elegantes y que salgas sin ningún tipo de cualificación?
¿Por qué actúa como si esto fuera una novedad para él? Estudiar arte dramático siempre ha sido mi plan.
—Se trata de mi sueño —digo.
Al suspira como si ya hubiera tenido bastante de tantas tonterías.
—Escucha, chaval, si quieres perseguir un sueño hecho de castillos en el aire, adelante. Pero no esperes que yo pague las facturas.
—Pero mamá y tú siempre dijisteis: «Sé lo que quieras ser, mientras te haga feliz. Si quieres ser basurero, hazlo, pero sé el mejor basurero que puedas ser». ¿Recuerdas?
—Yo jamás dije eso —contesta Al—. A lo mejor la chiflada de tu madre lo dijo, pero yo no.
Es mentira.
—Tú estabas ahí —grito—. Lo sé, tú estabas… —Mi capacidad de visión se nubla y toda la habitación se torna borrosa. Me agarro a la encimera para no caerme—. ¿Cómo se supone que voy a pagar la universidad yo solo, a estas alturas?
Siento que las paredes se ciernen sobre mí.
—Escucha, no voy a pagarte los estudios de arte dramático, y se acabó. Si quieres ir a la universidad, tienes que licenciarte en empresariales. Si no, ve olvidándote del asunto.
La voz de Al suena lejana, como si me encontrara sumergido bajo el agua. Así se debe de sentir uno cuando se ahoga.
—Si tengo que licenciarme en empresariales —me oigo decir—, más vale que me consuma y me muera. ¿Me oyes? ¡Me consumiré y me moriré!
—¡Ya está bfien! —grita Dagmar, arrancándose los guantes y tirándolos sobre la encimera—. Tu pfadrre no te defe nada, ¿me oyes? ¡Nada! ¡Tú erres el que está en deuda con él pfor toda la generrosidad que te ha demostrrado mientrras aguantafa tus tonterrías!
—Cariño, escucha… —comienza Al.
—No, ya no lo aguanto más. —Se acerca a mí y blande un dedo retorcido ante mi cara—. Tú y tu jerrmana no sois más que hijos de puta malcrriadoss…
—Dagmar…
—… y no apfrreciáis nada que este jombrre ha hjecho porr vfosotrros, crriándoos él solo despfués de que vfuestrra madrre loca os abfandonarra.
Siento cómo la temperatura de mi cuerpo se eleva como un cohete.
—¡No te atrevas a hablar de mi madre!
Los ojos de Dagmar enloquecen y su boca se frunce horriblemente.
—Ahorra ya sé por qué no te quiso —aúlla.
Siento cómo una oleada de rabia me atraviesa y quiero tumbar la mesa de la cocina como hacen en las películas, o, quizá mejor, estrellar un plato contra su cabeza alérgica, pero en vez de eso doy un fuerte golpe con mi mano sobre la encimera.
Duele mucho, muchísimo.
Dagmar se sobresalta como si le hubiera pegado a ella; me doy la vuelta y salgo corriendo de la cocina. Mi mano late, el pulso se me ha acelerado y la rabia me desborda de tal manera que me siento temblar. Encuentro mis zapatos, abro la puerta de entrada y pego un portazo al salir. Entonces dejo escapar un grito que retumba en todo el barrio.
Al otro lado de la calle, Natie sale de su casa.
—¿Qué pasa? —grita.
—¡M
ÉTETE EN EL COCHE
! —aúllo, como si fuéramos un par de refugiados que deben huir antes de que cierren la frontera.
Natie corretea a través de su jardín, se mete de un salto en Elvimma y salimos disparados en medio de la negra noche.
E
stoy tan distraído y asustado durante el ensayo que debo salir una y otra vez a caminar alrededor de la manzana para calmarme. Me pregunto una y otra vez: «¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?». Gracias a Dios, está Kelly para hacerse cargo de todo. Después vamos a su casa, lo cual siempre me hace sentir bien.
Kelly vive en una agradable mansión estilo Tudor en Wallingford Heighs, rodeada de una parcela llena de árboles. La casa tiene algo de cuento de hadas; uno esperaría que la habitaran un leñador amable y su mujer, en vez de una terapeuta alcohólica divorciada y su hija.
Al salir del coche, Kelly señala hacia el cielo.
—Mirad —apunta—. Hay luna llena.
Natie y yo nos giramos y, así es, del cielo cuelga una luna brillante y naranja, como si fuera una enorme calabaza. Me sitúo detrás de Kelly y la rodeo con mis brazos, a la manera en que se hace en los musicales cuando hay que interpretar un dueto y los dos tienen que mirar de frente. Subo las manos y le sopeso los pechos. El aire de la noche es fresco y siento cómo se le endurecen los pezones bajo la malla elástica.
Es una sensación reconfortante.
Abrimos la puerta de la casa, intentando evitar cuidadosamente a los dos gatos maníacos que vigilan la entrada; tiramos los abrigos en el lugar en el que nos apetece, porque se trata del tipo de casa en la que eso está bien.
La madre de Kelly, definitivamente, no es una de esas personas que se preocupa de los efectos perniciosos de la piel muerta sobre la moqueta.
—Qué demonios —dice con su acento sensato de Nueva Inglaterra—, no me extrañaría que alguien encontrara un cadáver en la alfombra.
La casa está tan ordenada como el desván de la mayoría de la gente, lo cual la convierte en un sitio ideal para que unos adolescentes descuidados pasen el rato. No hay manera de sentarse sin tener que apartar varios ejemplares sin leer del
New Yorker
, unas agujas de tejer desemparejadas, un par de vasos sucios de vino y algún que otro ornamento navideño, por no hablar del mando a distancia de la tele, que tiene la irritante costumbre de estar exactamente allí donde te quieres sentar, menos cuando lo que quieres es cambiar de canal; entonces desaparece misteriosamente. Todas las superficies horizontales disponibles —mesas, sillas, repisas de ventanas, la banqueta del piano, el piano y cada uno de los escalones que llevan tanto al piso superior como al sótano— son utilizadas como espacio para almacenar cosas. Es como si la casa entera fuera un enorme armario abierto.
«Una casa limpia es señal de una vida desperdiciada», como dice Kathleen.
Las paredes están enteramente cubiertas, rincones incluidos, por fotos torcidas que relatan la vida de Kelly, su hermano y su hermana, Brad y Bridget, ambos en la universidad. Kathleen admira tanto a sus hijos que apretuja más instantáneas de sus hijos en los marcos.
Toda la casa irradia amor.
Cuando entramos, Kathleen se halla junto a la repisa de la cocina, picoteando bastoncitos de apio con queso blanco y bebiendo vino blanco. Su sudadera y sus leotardos están húmedos, lo cual implica que acaba de terminar de hacer sus ejercicios con el vídeo de Jane Fonda, o como ella lo ha bautizado: «Sufriendo con Jane». También quiere decir que sus pezones tienen ese aspecto erecto que me pone nervioso, lo cual resulta bastante embarazoso, porque se trata de la madre de mi novia. Sin embargo, a sus cuarenta y tres años, Kathleen no es muy distinta al viejo retrato en blanco y negro que cuelga de la pared del salón y que ella no se cansa de psicoanalizar:
—Nótese la sonrisa recatada con los labios cerrados —dice, como si se tratara de la guía de un museo—, las manos discretamente cruzadas sobre el regazo y el enorme vestido blanco. Parezco Miss Cinturón de Castidad de 1961.
Kathleen.
Comparto con ella las desdichas infligidas por mi mala fortuna y ella escucha atentamente, con el ceño fruncido con concentración terapéutica. Cada tanto realiza una pregunta para clarificar algo, pero en general se limita a asentir con su cabeza rubia y a hacer ruidos afirmativos. A medida que hablo me voy sintiendo peor, y ella extiende la mano a través de la mesa de la cocina, para sostener la mía, con los ojos llenos de lágrimas, como si estuviera llorando por mí, porque yo, por supuesto, no puedo.
—¿Qué voy a hacer? —pregunto.
Kathleen termina lo que queda de su vino blanco y ordena a Kelly y a Natie que vayan al comedor. Quiere hablar conmigo a solas. Mientras ellos se adentran de manera penosa y desconcertada en la otra habitación, Kathleen nos sirve a los dos un vaso de vino blanco.
—Ten —me dice con su tono quebradizo a lo Katherine Hepburn—. Tienes cara de necesitarlo.
Alguna gente puede cuestionar la salud mental de alguien que le da alcohol a un menor, pero, por lo que a mí respecta, Kathleen es el tipo de terapeuta que a mí me va.
Se vuelve a sentar frente a la mesa. La luz moteada del cristal de colores de la lámpara le hace sombras en sus pómulos patricios, y ella me mira durante un buen rato con los mismos ojos de Kelly, o quizá debería decir, con el ojo derecho de Kelly, el que tiene un tono más azulado. Finalmente, me habla:
—Edward, ¿puedo fiarme de ti?
—Por supuesto —contesto.
—Esto no se lo puedes contar a nadie, especialmente a Kelly. ¿Lo entiendes?
—Lo prometo.
Una de las mejores cosas que tiene Kathleen es que trata a los chavales como a adultos.
—¿Sabes qué me regaló el padre de Kelly para nuestro vigésimo aniversario?
Por supuesto que no lo sé. Tampoco sé qué tiene esto que ver con la matrícula de la escuela de arte dramático.
Kathleen no espera a que yo le dé una respuesta.
—Me regaló un viaje al Caribe —comienza— y herpes.
La miro, sin saber cómo reaccionar. Nunca se me había ocurrido que la gente de mediana edad pudiera contraer herpes, especialmente aquellos adultos que son producto de una educación católica. Me devuelve la mirada, asintiendo con la cabeza, y con los labios fruncidos.
—… Y no era uno de esos herpes agradables —continúa—, sino de esos que te duran toda la jodida vida. —Le vuelve a dar otro sorbo a su vaso de vino—. Te cuento esto para que entiendas un poco lo que le pasa a los hombres cuando llegan a la madurez.
Kathleen prosigue explicándome su teoría sobre la menopausia masculina. Kathleen tiene una teoría con respecto a todo. Ésta gira en torno a la idea de cómo los hombres no cierran el mecanismo para procrear de la misma manera en que lo hacen las mujeres; los hombres maduros que tienen que enfrentarse a la idea de la mortalidad sienten una creciente necesidad por propagar la especie. Como resultado, comienzan a acostarse con todas las mujeres jóvenes y fértiles que pueden.