—¿Queréis algo para beber, chicos? —pregunta el camarero, enfatizando lo de chicos. Así que supongo que nada de vino. Quizá cuando crezca la barba por completo.
—Para mí, una coca-cola.
Chasqueo con la lengua.
—De hecho, los dos tomaremos 7Up.
—¿Por qué? —pregunta Doug—. Ni siquiera me gusta el 7Up.
—Porque sólo se toma coca-cola con los platos de carne o cerdo —le explico en voz baja, para no avergonzarle ante el camarero—. Con pollo o pescado, se bebe 7Up o Sprite.
Todavía tiene mucho que aprender.
Doug empieza a ponerme al día de lo que ha pasado en el instituto, pero de repente se detiene en seco y dice:
—No te gires.
Lo de que alguien te pida que no te gires, es muy curioso, porque eso es lo primero que haces en cuanto te lo dicen. Casi consiste en una invitación, como si te tentaran para convertirte en una estatua de sal. Así que, como un estúpido, me doy la vuelta y ¿a quién veo entrando por la puerta? A mi Malvada Madrastra Monstruosa.
Jodido feliz cumpleaños.
Viene con otro miembro de la raza superior, una valquiria rubia igual que ella, y las dos se dirigen conscientemente hasta el final del restaurante, al reservado situado junto al nuestro. En un ataque de pánico, hago lo primero que se me ocurre: me escondo.
Me doy cuenta de que meterme debajo de una mesa en un restaurante es una respuesta demasiado típica de una comedia de los años cincuenta para una crisis de este tipo, pero una vez que estoy en el suelo, ya no puedo reaparecer sin pensar cómo salir de esta situación. Así que mientras medito en el suelo sobre mi inconmensurable estupidez, Doug tira su tenedor y se agacha para hablar conmigo.
—Quédate donde estás. Hablan en alemán —susurra.
Mientras que en la parte de arriba puede parecer que lo que ha dicho no tiene ningún sentido, me doy cuenta inmediatamente de que quiere decir que va a escuchar a escondidas lo que digan, y que si reaparezco, lo arruinaría todo. Eso me da una cierta satisfacción, como si, en realidad, mi decisión de escabullirme bajo la mesa hubiera tenido siempre ese sentido, así que me acomodo, resignándome a pasar el almuerzo de mi cumpleaños en el suelo, ligeramente pegajoso, de un restaurante italiano.
Permanezco ahí abajo largo rato, pero Doug es lo suficientemente atento para pasarme algo de comida, como si me hubiera convertido en el perro de la familia que mendiga las sobras. Para que mi humillación sea completa, mi panorama visual consiste en la entrepierna de Doug, que aunque es muy agradable, también resulta torturantemente apetecible. Una hora entera más tarde y tras varios calambres, se me permite reaparecer.
—Bueno, ¿qué ha dicho? —le pregunto a Doug, mientras cojeo en dirección a la salida del restaurante.
—Recuerda que no soy un especialista en alemán… —comienza.
—Ya lo sé, ya lo sé, cuéntamelo.
—Bueno, por lo que he podido entender, no sólo Dagmar se casó con tu padre por su dinero, sino que también le está robando.
—¿Qué? ¿Estás seguro?
—Le ha dicho a su amiga que ha estado desviando dinero a una cuenta de la que Al no sabe nada. De hecho, dijo que Al se lo facilitó, porque siempre le está dando lecciones sobre sus finanzas, llevándola a lo que denominó, y creo que no me equivoco, «cenas de negocios».
Estoy a punto de contestarle, cuando alguien me confunde con un camarero y me pide más aliño para la ensalada, pese a que llevo puesta una vieja chaqueta de almirante y unos calentadores.
—No es mi mesa —contesto.
Cuando llego a casa, me olvido de todo ese acontecimiento. En el suelo, junto al resto del correo, se encuentra una carta. De Juilliard.
Es un sobre delgado.
Todo el mundo sabe lo que significa un sobre delgado. Rechazado. Las universidades no te mandan grandes paquetes con mapas del campus y cosas de ese tipo cuando te han rechazado. No sé por qué estoy tan decepcionado, ya que no es una sorpresa, precisamente. Supongo que no esperaba que llegara tan pronto. Jodido feliz cumpleaños al cuadrado.
Considero la posibilidad de tirarla a la basura sin haberla leído (¿para qué?), pero supongo que lo mejor es pasar por ello. Abro el sobre.
2 de enero, 1984
Escuela de Juilliard
Departamento de Arte Dramático
60 Lincoln Center Plaza
Nueva York, NY 10023
A la atención de:
Edward Zanni
1020 Stonewall Drive
Wallingford, NJ 07090
Querido Edward:
Somos los primeros en felicitarte por haber sido aceptado en el Departamento de Arte Dramático de la Escuela de Juilliard, grupo
XVI
.
(O
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.)
El Departamento de Arte Dramático se enorgullece de ser uno de los mejores centros de instrucción para los mejores actores jóvenes de Estados Unidos. Esperamos sinceramente que escogerás la universidad de Juilliard.
Tiene que ser un error. En estos momentos, el pobre Walter Mancus está abriendo una carta de rechazo pensando: «¡Pero, si hice un estupendo trabajo!».
A
garro el teléfono y marco a toda prisa el número de Paula. Tras unos diez timbrazos se oye una voz drogada y distraída que debe de pertenecer a Gino, intentando hablar a través de toda esa mata de pelo. Eso, o es la prostituta travestida del final del pasillo.
—¿Está Paula? —pregunto.
—Está… ocupada —contesta.
—Gino, soy Edward. Escucha, necesito hablar con ella.
Oigo la voz apagada de Paula, que dice:
—¿Quién es?
Gino responde:
—Nena, cuidado con los dientes.
El teléfono cae y se oyen unos pasos a la distancia.
—¿Hola?
—Soy yo —grito—. ¡He entrado! ¡He entrado! ¡He entrado!
—Lo
sabía
—gorjea Paula—. ¡Felicidades!
—¡¡¡S
E HAN VUELTO LOCOS
!!! —grito.
—¿De qué estás hablando?
—Hermanita, vomité en su escuela.
—Se trata de una escuela de bellas artes, están acostumbrados a comportamientos excéntricos.
—No sé…, lo hice fatal.
—Eso no es lo que he oído —contesta.
—¿Qué?
—Si hubieras contestado a alguna de mis llamadas, lo sabrías. Le pregunté a mi profesor de improvisación sobre ti, ya sabes, al tipo que me dio un excelente cuando recreé la pérdida de mi virginidad.
Oigo cómo Gino grita: «¡Eh!» en el fondo.
—Gino, no actúes como un jodido neandertal —le dice Paula.
—¿Es un tipo viejo, o uno de mediana edad? —pregunto.
—Es un tipo de mediana edad con un pelo precioso y con cara de aburrimiento.
—¿No me odió?
—No, siempre pone la misma cara. No está aburrido, es que es profundo. En cualquier caso, dijo que en todos sus años como profesor, jamás había visto una audición como la tuya.
Eso seguro.
—Dijo que eras como un nervio expuesto, desnudo, una herida abierta de par en par.
—¿Y eso es bueno? —pregunto.
—¿Me tomas el pelo? Es lo que sueña todo actor. Sabía que podías, lo sabía. Estoy tan contenta por…, ah…, para, por favor…, estoy al tel…, espera…
Oigo más movimiento en el fondo.
—Escucha, tengo que irme —dice Paula, riéndose—. Algo ha…, oh…, pasado…, que sepas que te quier…
Y desaparece.
Vuelvo al instituto como nuevo. Mi vida parece tener sentido, finalmente. Soy uno de los mejores actores jóvenes de Estados Unidos. Soy un nervio expuesto y desnudo. Soy una herida abierta de par en par. Y no voy a dejar que esta zorra austríaca me pare.
Todo el instituto parece saber las buenas nuevas, e incluso gente que nunca me habla, como Amber Wright, me felicita. No puedo dejar de sonreír. Mi vida está bañada por un halo brillante rosado, como si fuera un musical en technicolor de la Metro Goldwyn Mayer.
Durante cuatro clases.
En un acceso increíble de colosal estupidez, me he vuelto a olvidar de matricularme en uno de los deportes fáciles en la clase de gimnasia. La señorita Burro le pone mis iniciales a mi justificante de ausencias (supongo que porque no puede ni deletrear su propio nombre), y alarga la boca haciendo lo que en otras personas consistiría en una sonrisa.
—Parece que te toca otro semestre entero de baloncesto y de béisbol, Zanni —dice, y lanza la cabeza hacia atrás, torpedeando una serie de carcajadas, como si ella fuera la matrona malvada de una película de mujeres encarceladas.
Cuando sea famoso, será la primera persona que tendré en cuenta de no recordar.
Soy uno de los mejores actores jóvenes de Estados Unidos, por el amor de Dios, debería estar estudiando esgrima o ballet, y no lanzándome de un sitio al otro por el suelo de un gimnasio escolar. He soportado esta tortura innecesaria durante cuarenta minutos diarios, cuatro veces por semana, durante once jodidos años. Sin contar las vacaciones, son 144 clases de gimnasia al año, lo cual quiere decir que a lo largo de mi vida han sido 1.584 clases. Si se multiplica por los cuarenta minutos, son 1.056 horas de acoso sin fin, o 40 días enteros de terror total. Los prisioneros de guerra mueren por mucho menos.
No voy a soportarlo ni un minuto más.
Tengo que conseguir una baja médica, pero el único doctor que conozco bien para poder preguntarle es el padre de Kelly, y no creo que carezca de los escrúpulos suficientes para hacerlo. Si los tuviera, Kelly no estaría en clase de gimnasia. Por otro lado, yo sí que carezco de escrúpulos para fingir una lesión y, evidentemente, tengo las aptitudes actorales necesarias para conseguirlo. De hecho, no puedo creer que no se me haya ocurrido antes. Si uso la memoria sensorial, puedo recrear el dolor que sentí cuando me caí de la parte trasera de la Crisis de Mediana Edad de Al. No puede ser tan difícil.
Para darle verosimilitud al asunto, decido organizar una caída, y ¿qué mejor lugar para ello que ante las narices de Burro? Primero me aseguro de estar en el equipo contrario al de Darren O'Boyle, aunque eso implique tener que jugar con el torso desnudo. Al darme cuenta de que participar en el juego puede resultar sospechoso, permanezco en la periferia, de manera más perezosa de lo habitual, sin ni siquiera fingir que intento estar ocupado, como hago otras veces.
Mi letargo no se le escapa a la comandante Burro.
—Eh, Zanni —chilla—. Ponte en marcha.
Pongo la mano en mi oreja, haciendo la señal internacional que equivale a «no puedo oírte, vaca estúpida».
—Venga, Zanni, mueve el culo.
Eso es todo lo que necesito. Con un movimiento desmañado, me sitúo entre la canasta de baloncesto y el maléfico estudiante de segundo que vino del averno; muevo los brazos como si fuera un pájaro memo dispuesto a emprender el vuelo. Siento que toda mi vida ha sido una preparación para este momento. Entrecierro los ojos y pienso: «Ven a por mí, destrozadentaduras».
Darren pasa a mi lado, su brazo sudoroso apenas me roza, pero en un momento me lanzo al aire y caigo dando un golpe que resuena por toda la sala, hecho que consigo al aterrizar dando palmadas con las manos, como esos luchadores falsos de la tele. Burro hace sonar su silbato.
—¡No le he tocado! —grita Darren.
La señorita Burro trota hacia mí y se arrodilla.
—¿Estás bien, Zanni?
La clave consiste en ser sutil, lo cual no es mi fuerte, pero resulta crucial si quiero hacer que la escena sea creíble. Levanto la vista y esbozo una sonrisa rápida, avergonzada, de esas en las que desaparece el labio superior.
—Estoy bien, en serio, estoy bien —contesto.
Me levanto, hago un gesto de dolor, me agacho y exhalo un par de veces, al estilo Lamaze, cerrando los ojos para ver si puedo echar un par de lágrimas. Soy un nervio expuesto desnudo.
La señorita Burro parece preocupada, con un poco de suerte, más por su trabajo que por mi estado.
—¿Por qué no te sientas? —dice.
Me froto la rabadilla.
—No creo que sea una buena idea —contesto, apretando los dientes. Soy una herida abierta de par en par.
—Eh —le grita a Darren, que mueve la pelota en círculos, mientras espera—. ¿Por qué no te tranquilizas y llevas a Edward a la enfermería?
—No he hecho nada —protesta.
—¡C
ORRE
!
Darren lanza la pelota contra el suelo con frustración y se dirige a la puerta. Yo cojeo a través del gimnasio y mis zapatillas rechinan mientras el partido sigue a mis espaldas, supuestamente a un ritmo humano. Darren trota ante mí, con el pelo liso balanceándose mientras camina. Ojalá tuviera yo un pelo que se balanceara.
—Lo siento —murmura, mientras mantiene la puerta abierta para mí.
Vuelvo a hacer un gesto de dolor, para restregárselo ante las narices.
Me llevo a Natie conmigo a la oficina del doctor Corcoran, situada en un céntrico edificio de ladrillos, diseñado para parecerse al Salón de la Independencia de Philadelphia.
—¿Y de qué te sirve una justificación para saltarte la clase de gimnasia durante sólo tres semanas? —pregunta Natie.
—Ahí es cuando entra en escena Nathan Nudelman, el as de las falsificaciones —contesto—. Añadirás un dos antes del tres y lo convertirás en una justificación de veintitrés semanas, que son exactamente las semanas que quedan para terminar las clases.
—¿Dónde demonios se ha oído hablar de una justificación de veintitrés semanas? —pregunta—. ¿No crees que a Burro le parecerá un poco raro?
Le recuerdo a Natie que si Burro fuera tan lista, no estaría dando clases de gimnasia.
Me tomo unos minutos frente a la puerta para prepararme, y acto seguido me giro hacia Natie y le digo:
—Ahora intenta parecer muy preocupado por mí, pero no llames mucho la atención, ¿de acuerdo?
Natie asiente, sostiene la puerta abierta y me cuelo en el interior. Camino lentamente hasta el mostrador y espero a que la enfermera levante la vista, pero está ocupada clasificando archivos por colores.
—He venido a ver al doctor Corcoran —digo finalmente.
—Entra y toma asiento —dice, aún sin mirarme.
Me doy la vuelta para firmar el registro, pero Natie me detiene.
—Tómatelo con calma, colega —dice, rezumando sinceridad—. Ya lo he hecho yo por ti.
—Eres el mejor —le contesto; pero como la enfermera no nos mira, nuestra actuación queda malgastada. Margaritas a los cerdos.