—Y no puede ir a contarle nada a Al porque se lo ha robado a él. Es el crimen perfecto.
Los dos saltamos arriba y abajo y hacemos una pequeña danza de celebración.
—Sólo necesito una firma que pueda falsificar y hemos terminado —dice—. ¿Dónde se supone que guarda los talones cancelados?
Sonrío.
—No necesitamos talones cancelados —digo.
Hago girar la linterna por la habitación, iluminando las fotos de Dagmar. Cada una lleva la firma «D. T
EUFEL
» con letras enormes, como si hubiera querido asegurarse de que todo el mundo sabe quién las ha hecho.
Los ojos pequeños y brillantes de Natie se iluminan.
—Por Dios, es casi demasiado fácil —dice.
Practica un par de veces mientras yo me relajo en el suelo. Me tumbo y contemplo una naturaleza muerta de un pedazo de pan mohoso. Por primera vez en meses, me siento completamente, totalmente en paz. Me he comprado un año entero, ¡un año enterito! Natie escribe un talón por 10.500 dólares, diez mil para Juilliard y quinientos, como comisión, para él. Deja el resto en la cuenta de Dagmar por si decide emitir un talón.
—Ahora todo lo que hay que hacer es blanquear el dinero y hemos terminado —anuncia.
—De acuerdo, vuelve a explicarme en qué consiste exactamente lo de blanquear dinero.
—Por Dios, Edward, ¿es que Al no te enseñó nada en todas esas cenas de negocios?
Está a punto de comenzar la explicación cuando oímos el ruido de la puerta del garaje.
—¡Mierda, ya han llegado! —exclamo.
Cerramos el armario frenéticamente, golpeándonos con la cabeza simultáneamente el uno al otro, como si fuéramos el Gordo y el Flaco, y corremos escaleras abajo hasta la puerta principal. Sin embargo, en cuanto llegamos a la entrada, se abre la puerta trasera. Rezumando adrenalina, cojo a Natie del pescuezo y nos escondemos tras el sofá, en el Museo de los Muebles. Mi corazón late tan deprisa que siento que me golpea el pecho, intentando salir, pero me siento razonablemente a salvo. Nadie entra jamás en el museo.
Oigo el taconeo de los zapatos de aguja de Dagmar en el suelo de linóleo de la cocina, seguido del sonido de las llaves de Al deslizándose por la encimera.
—Todavía no entiendo qué he hecho mal esta vez —asegura Al.
—Bfueno, si no lo sabfes, está clarro que yo no te lo foy a dessirr.
—Pero eso no tiene ningún sentido. ¿Cómo lo voy a averiguar?
—Oh, eso ya lo sabfes.
—No, no lo sé. De verdad que no.
—¡Mentirrrrooossssoo! —grita Dagmar.
Siento cómo Natie se estremece a mi lado. Los gritos de los Nudelman no tienen nada que ver con esto.
—¡Juegas de esta manerrra conmigo parra atorrmentarrrme!
—No sé de qué estás hablando —gruñe Al—. Todo lo que hice fue preguntarte si te lo habías pasado bien esta noche, y me has estado gritando desde entonces.
—¿Pasarlo bien? ¿Pasarlo bien? Yo te enseñaré qué es pasarlo bien.
Durante un segundo me preocupo de que esta pequeña escena sea el preludio enfermizo de un polvo rabioso y ruidoso, pero entonces oigo el inconfundible sonido del cristal al romperse.
—¿Qué intentas hacer, matarme? —grita Al.
—No, tú erres el que intenta matarrme —chilla ella—. ¿Cómo puedo crrearr si estoy sujeta a tus reglass, tus restrriccioness, y tus opiniones? Me ahojo, ¡me ahojo!
Sé cómo se siente.
Dagmar comienza a resollar y oigo que coge su inhalador para el asma e inspira profundamente.
—¿Estás bien? —pregunta Al.
—Apárrtate de mí —grazna ella.
Oigo el ruido de las llaves al ser alzadas de la encimera, y el sonido de los tacones de Dagmar en el linóleo.
—¿Ahora adónde vas? —pregunta Al.
—Lejosss de ti —chilla, y se va dando un portazo.
—Perra chiflada —murmura Al.
Oímos el eco de la voz de Dagmar desde el garaje:
—Te he oído, ¡cafffróooooon!
Se hace el silencio durante un buen rato y me pregunto qué hace Al, pero no me atrevo a moverme. Finalmente se oye el sonido del cristal triturado mientras camina fuera de la cocina, en dirección a la entrada del Museo de los Muebles. Miro desde el sofá, hacia el final de la mesa, y le veo, parado, meciéndose desde sus talones hacia delante y hacia atrás, haciendo sonar las monedas de sus bolsillos, con pinta de estar ausente. Parece viejo. Tiene los hombros hundidos y suspira cuando se dirige al mueble bar. Se sirve una copa, sin hielo, se la bebe de un trago y se sirve otra. No le culpo. Sabía que Dagmar era un monstruo, pero no que las cosas habían llegado hasta este punto. Enciende el tocadiscos y saca un disco de la repisa.
Es Frank, claro está.
That's life
. Buena elección.
Al deambula por la habitación sin nada que hacer, alzando baratijas y volviéndolas a dejar en su lugar mientras canta. Comienza suavemente, pero mientras la música se hace más fuerte, su voz crece y se fortalece, y por primera vez oigo cómo es la voz de mi padre cantando. Suena como la mía, en realidad, o quizá debería decir que yo sueno como él. No tenía ni idea. Es un sonido cálido y melódico, y tiene un vibrato espléndido. Siempre asumí que mi talento provenía de mi madre, que es la creativa de los dos, así que me impresiona darme cuenta de que en realidad he heredado la voz de mi padre. Al ofrece un espectáculo completo, al estilo de Las Vegas, y es tan bueno que casi quiero aplaudir cuando termina. No obstante, cuando la canción acaba, apaga el tocadiscos y vuelve a hundir los hombros. Sale del Museo de los Muebles y se dirige, pasillo abajo, a su dormitorio.
Casi me da pena.
Al día siguiente, después de clase, Natie y yo vamos a la biblioteca pública de Wallingford, a documentarnos. Debemos ir a pie porque Kelly está en el Carromato con Doug, probablemente perdiendo la virginidad. Cuando llegamos, el sitio está lleno de estudiantes que pretenden estudiar. Vagamos por el interior en busca de una mesa, hasta que vemos a Ziba, sentada sola, con sus gafas Jackie O, como si estuviera escondiéndose de los
paparazzi
. Su mesa está atravesada por un rayo de sol que parte de una ventana alta de la biblioteca; en cuanto nos acercamos, puedo ver cómo flotan las motas de polvo en la luz. ¿Realmente el aire que respiramos es así? Que asco. Ziba se concentra con gran intensidad en tres volúmenes de una enciclopedia que tiene abiertos ante ella.
Ponemos nuestras mochilas sobre la mesa.
—¿Qué haces, Zeeb? —pregunta Natie.
Ella no levanta la vista.
—Intento decidir cuál de estos artículos voy a plagiar para la asignatura de historia americana.
—Lo mejor es sacar un poco de cada —contesta Natie. La voz de la experiencia.
Ziba se saca las gafas y se frota los ojos.
—Es inútil. No hay manera de que la señora Toquitz se crea que he escrito algo tan aburrido. —Cierra uno de los volúmenes de un golpe, por la frustración—. La cultura persa data de tres mil años antes de Cristo —dice—. En lo que a mí respecta, algo que pasó hace doscientos años no es historia, son chismorreos. —Agrupa su melena en un rodete y le pone un lápiz, para aguantarlo—. Y vosotros, ¿qué hacéis?
Miro a Natie. No estoy seguro de que sea una buena idea decirle a la gente que estamos buscando el nombre de alguien de nuestra edad que murió cuando era bebé para que podamos robar su identidad.
—Estamos buscando el nombre de alguien de nuestra edad que murió cuando era bebé para poder robarle su identidad —aclara Natie.
—Ah —contesta Ziba, como si oyera ese tipo de cosas todos los días—. ¿Necesitáis ayuda?
Eso es lo que más me gusta de Ziba: es completamente imperturbable. Trata el robo de identidad como si fuera una asignatura optativa estupenda en la que no se pudo matricular por un problema de horarios.
La razón por la cual vamos a suplantar una identidad es para poder blanquear el dinero que estamos extrayendo de la cuenta de Dagmar. Yo quería hacer un cheque al portador, pero Natie me dijo que tendríamos que hacerlo a través del banco de Dagmar, y que una cantidad de ese calibre alzaría la voz de alarma inmediatamente. Si abrimos una cuenta con una identidad nueva, podremos depositar el cheque en una cuenta nueva y sacar el dinero sin que Dagmar nos pueda rastrear.
Bueno, en el caso de que nunca hayáis suplantado una identidad, así funciona: se examinan las necrológicas de tu periódico local de la época en la que naciste y se busca el nombre de alguien que murió en la infancia. Entonces se busca a un amigo con recursos y sin escrúpulos, como Nathan Nudelman, para que encuentre el número de la seguridad social y falsifique una nueva partida de nacimiento.
¿A que mis amigos son geniales?
Desgraciadamente, mientras los tres hurgamos entre las microfichas del periódico local,
The Towne Crier
, descubrimos que no se mueren muchos niños pequeños en Wallingford. Después de tres horas de lectura deprimente, todo lo que conseguimos son tres huérfanos vietnamitas y dos bebés con talidomida. Pese a ser uno de los mejores actores jóvenes de Estados Unidos, creo que me va a costar convencer a un cajero de banco de que soy asiático o que mido noventa centímetros y en vez de brazos tengo aletas. Mientras Natie y yo discutimos el posible uso de maquillaje y de prótesis, me percato de que Ziba se aparta de su máquina de microfichas y se seca una lágrima.
Nunca he visto llorar a Ziba antes y corro hacia ella como si fuera el niño holandés que tiene que contener el agujero de la presa. Me arrodillo junto a ella y me fijo en la microficha de una página del
The Town Crier
del 11 de junio de 1968:
(Battle Brook.) LaChance Smith, de cuatro años, murió asesinada ayer mientras jugaba en el jardín de su casa, víctima inocente de un tiroteo desde un coche. En un principio, las balas iban destinadas a su tío León Madison, de 28 años, un delincuente con antecedentes, supuesto traficante de drogas. La identidad de los dos tiradores no ha sido determinada, pero el señor Madison ha sido retenido por las autoridades para ser interrogado. La madre de la niña, Alicia Smith, de 25 años, fue herida en un costado mientras intentaba proteger a su hija de las balas. Su estado de salud es estable y se espera mejoría.
—Se espera mejoría —dice Ziba, negando con la cabeza—. Uno nunca se recupera de algo así.
Su voz ha sonado grave, como si llevara el peso del mundo. Todos tenemos nuestras tragedias personales: mi madre se fue, la de Paula murió, el padre de Doug le pegaba, pero ninguno de nosotros ha perdido un país entero, una manera de vivir. La familia de Ziba estaba en el sur de Francia de vacaciones cuando derrocaron al Sha, y de repente se encontraron exiliados, y lo que tenían consigo de vacaciones fue lo único que pudieron conservar. Su dinero estaba en cuentas suizas, pero perdieron todo lo demás, no solamente una casa, los coches y los muebles, sino cosas que no se pueden reemplazar, como las fotos familiares, o, más importante incluso, la familia en sí. No puedo evitar sentir que su dolor es más profundo que el nuestro.
Junto al artículo hay una foto de una niña pequeña negra, con el pelo recogido en dos moños, como Minnie Mouse. Es una de esas fotos de estudio, con un fondo falso otoñal. Tiene la boca completamente abierta, como si se estuviera riendo, y sostiene una pequeña calabaza con sus brazos regordetes.
—Es horrible —digo.
—Sí —dice Natie, detrás de mí—, si hubiera sido un chico, podríamos haber usado su nombre.
Ziba y yo nos damos la vuelta para fulminarle con la mirada.
—No me miréis así —dice—. Yo no la maté. Solamente digo que es una lástima que Edward no pueda pretender ser una mujer negra de veinte años, eso es todo.
Supongo que tiene razón, según una lógica de Cabeza de Queso. Salvo algún desliz ocasional en que se cuelan algunos gestos de Diana Ross, no creo que pueda interpretar convincentemente a una mujer negra.
—Qué lástima, LaChance —digo.
—Se pronuncia LaShaaance —replica Ziba, alargando la vocal a la manera francesa.
—¿Cómo lo sabes?
—Simplemente lo sé —dice. Vuelve a mirar la pantalla—. Me siento…, no sé, de alguna manera me siento conectada de una forma mística con esta niñita —dice, recorriendo la pantalla con los dedos largos y estrechos, como si estuviera intentando entrar—. LaChance —repite para sí—. Es casi como un poema. —Se da la vuelta desde su silla para mirarnos, a Natie y a mí—. ¿Por qué los blancos en este país no le ponen a los niños nombres tan hermosos?
El sol poniente derrama su luz sobre los altos pómulos de Ziba y sus ojos profundos, dejando en penumbra la mitad de su rostro terso y achocolatado. Con esa luz y con el pelo recogido sobre la cabeza, casi se parece a Lena Horne, lista para cantar una canción sensual en un musical technicolor de la MGM.
—¿Por qué me miráis así? —pregunta.
P
ese a que Ziba insiste en que sus días como actriz han acabado, como si fuera la Garbo retirada, acepta intentarlo como LaChance. No sé cómo hace Natie para conseguir el número de la seguridad social de LaChance y falsificar su partida de nacimiento, y no se lo pregunto. Todo lo que sé es que no aparece por el instituto en tres días. Me empiezo a preocupar, por lo que llamo a su casa.
—¿Holaaaaa? —dice una voz, subiendo una octava.
Es Fran. Por razones que solamente ella conoce, siempre intenta sonar británica cuando atiende el teléfono.
—Hola, señora Nudelman, soy Edward. ¿Está Natie por ahí?
Fran deja el auricular, pero no muy lejos:
—S
TAN
, ¿
SABES DÓNDE ESTÁ
N
ATHAN
? —grita.
—C
OMENTÓ ALGO SOBRE FALSIFICACIÓN DE DOCUMENTOS
.
Fran ríe, y suena como si un tenedor se hubiera quedado atascado en un contenedor de la basura.
—E
SE CHAVAL
—dice, y de repente vuelve a ser Julie Andrews—. ¿Edwaaaard? ¿Estás ahí?
—Sí, lo he oído —contesto—. Por favor, dígale que le he llamado, ¿de acuerdo?
Dos días más tarde, sigo sin saber nada de él. Y lo que es peor, Ziba también ha dejado de presentarse en clase. Les agradezco que trabajen tan duro en mi caso, pero al ser yo el que podría ir a la cárcel por fraude, me gustaría saber qué es lo que están haciendo en mi nombre. Acabo de llegar del instituto y me estoy zampando compulsivamente una lasaña entera cuando oigo unos fuertes golpes en la puerta. Los gatos se dispersan, tirando a su paso una cesta que contiene, inexplicablemente, partituras musicales y mitones. Mientras me acerco a mover la cesta del medio, una hoja de papel pasa a través de la ranura del correo y aterriza a mis pies.