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Authors: Marc Acito

Tags: #Humor

De cómo me pagué la universidad (21 page)

BOOK: De cómo me pagué la universidad
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Ojalá no hubiera entrado jamás aquí. Voy a la barra y pido un whisky, me lo bebo de un trago y pido otro, como hacen los borrachos mortificados en las películas. De acuerdo, lo admito, siempre había deseado hacerlo. El whisky sabe a trementina, pero siento que el calor brillante se esparce por mis mejillas y por el cuello. Dejo caer mi cabeza e intento olvidarme de quién soy.

Entonces, desde el otro lado de la habitación, una canción me perfora la conciencia como un faro en la neblina. Reconozco la melodía, pero no logro adivinar qué canción es, por lo que recorro todo mi catálogo mental de los musicales, intentando identificarla. La voz también me resulta familiar: es la voz rica, llena y profesional de un barítono, ¿será alguien a quien habré escuchado en el disco de una producción de Broadway? La canción se eleva y empuja y retumba en mi cerebro hasta que finalmente la reconozco.

¿Qué hay de malo en querer más?

Si puedes volar, elévate

con todo lo que hay, ¿por qué conformarse

con un pedazo de cielo?

Es la parte final de
Yentl
, de la escena en la que Barbra está situada en la proa de un barco (por cierto, en la misma posición que cuando canta
Don't rain on my parade
, en la película
Funny girl
) y va en busca de una nueva vida hacia América.

Es una señal. Lo sé. Es un mensaje para mí, por lo que me aparto corriendo de la barra y voy en dirección a la música, atravesando la habitación, atraído por ese sonido potente, con la determinación de ver al mensajero que me ha sido enviado para inspirarme y satisfacer mis ambiciones. El cantante aguanta la última nota durante lo que parece una eternidad, y en cuanto termina, empujo hacia la parte frontal. Paso junto a corros de gente que aplauden como locos y, justo entonces, se da la vuelta y me mira directamente a la cara.

—¿Edward? —dice.

—¿Señor Lucas?

Veintiuno

E
l apartamento del señor Lucas se parece a él: es limpio, compacto y con libros. La cocina no es más grande que una cabina telefónica. Sin embargo, hay una terraza pequeña que da a un patio tranquilo. La sala hierve a causa de la calefacción y mi anfitrión se quita el jersey. Es la primera vez que le he visto en otra cosa que no sea una chaqueta deportiva; me sorprende lo musculoso que es su torso. Las mangas de su polo se ajustan en sus brazos gruesos y llenos de venas, que sin duda se han fortalecido con los años al tener que acarrear el peso de las piernas. Camina hasta el lavabo.

Nunca he pensado sexualmente en él, pero mientras le miro, me encuentro preguntándome si su lesión en la espina dorsal le impide practicar el sexo. Me dejo caer en el sofá y abro las piernas de una manera que espero resulte seductora, mientras pretendo llamar a Paula y finjo que no me contesta nadie. Uno pensaría que alguien que tiene problemas eréctiles dejaría de intentarlo, pero la esperanza es lo último que se pierde, supongo. El señor Lucas vuelve con un vaso de agua y una aspirina.

—Será mejor que empieces a curar lo que vendrá mañana —me dice, mientras gira grácilmente sobre una muleta.

Debo decir que está llevando todo este asunto de encontrarse con un estudiante en un bar homosexual muy bien. Aunque está claro que no puedo contárselo a nadie, ya que en ese caso debería admitir que yo también estaba allí. Así que los dos ahora estamos unidos por nuestro secreto compartido. Los dos somos parte de la hermandad.

—¿Pasa algo si me quedo a dormir aquí? —pregunto.

Me lanza una fulminante mirada de las suyas por encima de sus gafas.

—Por lo visto, eso ya lo has decidido tú solo —me contesta, tirándome una manta.

—Gracias —digo; lo que en realidad quiero es sacarme el jersey, pero no quiero que vea que no puedo abrocharme el último botón de los tejanos—. ¿Puedo abrir una ventana? —pregunto.

—Este sitio o está demasiado caliente o demasiado frío —me aclara—. Las tuberías resuenan toda la noche, igual que el fantasma de Marley.

A la mierda. Me estoy asando. Primero me quito los tejanos y después el jersey.

—Es bueno que apareciera —dice el señor Lucas, mirando hacia otro lado—. Hoy en día no se es suficientemente cuidadoso. Asumo que habrás oído hablar del sida, ¿no?

Ésta no es la conversación sensual precoito que anhelaba.

—Sí, he oído hablar de ello —murmuro.

El señor Lucas me toca el brazo.

—Esto es algo serio, Edward. Los gays de toda la ciudad están enfermando. —Aparta su mano y se estremece—. Da miedo.

«Razón de más para acostarme con alguien en quien confío», pienso.

—Bueno, más vale que duermas un poco —concluye—. Mañana te espera un largo día.

—Tiene muchos libros —digo, intentando ganar tiempo.

Escruto las estanterías, meticulosamente ordenadas por orden alfabético, y me apoyo en ellas para no caerme. Hay muchos autores de los que he oído hablar: Brecht, Shakespeare, Whitman, Wolf; pero otros muchos que no conozco: Isherwood, Lorca, Maupin.

El señor Lucas sonríe a los libros como si se tratara de viejos amigos.

—¿Qué estás leyendo ahora mismo? —pregunta—. Para divertirte, me refiero.

Diversión. No he pensado en términos de diversión desde que Dagmar se mudó a casa, y mucho menos en leer.

—Nada —contesto.

El señor Lucas frunce el ceño.

—¿Cuál fue el último libro que leiste que no fuera para un trabajo del instituto?

Tengo que pensar un momento la respuesta.


El guardián entre el centeno
—digo finalmente—. Me dio rabia que todas las otras clases lo leyeran y nosotros no.

—No hace falta poner como deberes la lectura de
El guardián entre el centeno
para lograr que los adolescentes lo lean —responde el señor Lucas. Se apoya en el brazo de una butaca—. ¿Qué te pareció?

—Salinger es un gilipollas.

El señor Lucas se ríe, lo cual no es algo muy común en él.

—No te cortes —dice—. ¿Qué pensaste del libro realmente?

—Quiero decir que está este tío, Holden Caulfield, con quien todo adolescente se puede identificar, y ¿qué pasa con él al final? Se vuelve majareta. Eso no es muy alentador —digo, arrastrando las palabras por la borrachera.

—No creo que su intención fuera que resultara alentador.

—Si quiere mi opinión, Holden sufre pánico de ser homosexual.

El señor Lucas se acaricia la barba.

—¿Tú crees?

Saco un ejemplar del libro de Salinger que está situado junto a un libro de poemas de Safo, quienquiera que sea ese tipo.

—Se ve en la parte en la que se queda a dormir en el piso de su profesor de inglés. —Me acerco al señor Lucas y le tiendo el libro abierto por la página exacta; me inclino sobre su hombro—. ¿Lo ve? Aquí, justo después de que su profesor se le insinúe, Holden dice: «Ese tipo de cosas me han pasado al menos veinte veces desde que era niño». ¡Veinte veces! Lo siento, pero se me ocurren dos palabras para definir a Holden Caulfield: Mari Cón.

El señor Lucas me devuelve el libro, pero yo permanezco en el mismo lugar, con la entrepierna junto a su cara.

—En realidad —digo, suavemente—, yo diría que Holden habría sido mucho más feliz si se hubiera acostado con su profesor.

El señor Lucas carraspea y se levanta, apoyando la mano en mi brazo para poder lograrlo. Se quita las gafas. Tiene los ojos suaves y bonitos, como los de un ciervo.

—No creo que tengas razón, Edward —responde—. Creo que si Holden se hubiera acostado con su profesor, se hubiera traumatizado más todavía.

Me da unas palmaditas en el hombro y se aleja, dando un paso. Le agarro del brazo.

—¿Aunque Holden realmente lo deseara? —pregunto.

«Bésame, por favor. Por favor, por favor, sólo un beso.»

El señor Lucas suspira.

—Sé que no vas a entender esto, Edward, pero el estudiante deposita una enorme cantidad de confianza en el profesor, más de lo que el estudiante cree hacer, más de lo que cualquier profesor desearía. Por más que la oferta sea muy tentadora —dice, sonriéndome—, el profesor, simplemente, no puede hacerlo.

Me toca la cara suavemente y me hundo en la silla.

No puede. ¿Por qué siempre se trata de no poder?

El señor Lucas va cojeando hasta la estantería y la recorre con la vista.

—Voy a decirte algo importante, Edward, y quiero que me escuches con atención.

—¿Me va a poner un examen?

—Hablo en serio.

Me yergo en la silla.

Saca un libro de la estantería.

—Después de mi accidente, pensé que mi vida había terminado. Estuve postrado en una cama durante un año y después tuve que hacer rehabilitación muscular durante un buen tiempo. No estaba seguro de que volviera a caminar. Mi carrera de actor había terminado, y en lo que a mi vida amorosa se refiere…, bueno, de repente me había hecho invisible. Voy a ser sincero contigo, en realidad no estaba muy seguro de querer seguir adelante. Sin embargo, sí tenía libros. Algunas mañanas me despertaba y el dolor era tan enorme que quería terminar con todo, pero entonces pensaba: «No, Ted, hoy no te puedes suicidar. Estás a mitad de un libro estupendo». Sé que suena como una locura, pero soy una de esas personas que, una vez que comienzan un libro, tienen que saber cómo termina, incluso si no me gusta. Así que seguí leyendo, para seguir viviendo. De hecho, solía leer dos o tres libros a la vez, así no terminaría uno sin tener otro a la mitad, hacía cualquier cosa para evitar caer en el gran vacío. ¿Sabes? Los libros llenan los espacios vacíos. Si estoy esperando el autobús, o si como solo, siempre puedo confiar en que un libro me haga compañía. A veces pienso que me gustan más que la gente. La gente, a lo largo de la vida, te decepciona. Te defraudan, te hacen sufrir y te traicionan. Los libros no. Son mejores que la vida. Antes de mi accidente, ya confiaba en ellos. A principios de los setenta existía un ritual ridículo que consistía en señalar el tipo de hombres que te gustaba según el pañuelo que te pusieras en el bolsillo posterior de tus pantalones, o según el modo en que pusieras las llaves en tu cinturón. Yo me negaba a formar parte de eso, claro está, pero me dio la idea de llevar siempre conmigo un libro. Sé que la imagen de mí mismo de pie en un bar con una copia de los poemas de Ginsberg suena estúpida y terriblemente teatral, pero era mi manera de decirle al mundo qué era lo que me gustaba: ser lector. Y lo creas o no, funcionaba. Atraía a otros lectores, hombres con fundamento y sensibilidad. No siempre lograba que echara un polvo, pero sí me llevaba a tener algunas conversaciones interesantes. Así que no me hagas escuchar jamás que no estás leyendo un libro. Puede que algún día te salve la vida. —Me lanza el libro que sostiene entre las manos, con su estilo brusco—. Empieza con esto.

Miro el título.
La historia particular de un muchacho
, de Edmund White.

—Creo que te gustará más que
El guardián entre el centeno
—concluye.

—Gracias —respondo.

Supongo que tiene razón. Si no puedo estar bien dotado, al menos seré un buen lector.

El señor Lucas apaga la luz del comedor.

—Señor Lucas, ¿puedo hacerle una pregunta?

—Sí, puedes —contesta.

—¿Cómo…, cómo se lisió?

Su rostro se recorta en la penumbra, por lo que no puedo saber qué siente con respecto a mi pregunta, pero suspira y se apoya contra el marco de la puerta.

—Estaba en una fiesta del reparto de la producción de
Enrique IV
, la primera parte. Había bebido demasiado y me caí por unas escaleras.

No estoy seguro de qué era lo que esperaba oír, pero está claro que no era esto.

—Lo siento —digo.

Apaga la luz del pasillo y nos deja totalmente a oscuras.

—No tanto como yo.

El traqueteo del fantasma de Marley me despierta y voy dando tumbos hacia el lavabo, encorvado como un signo de interrogación, preguntándome cómo puede ser que mi piel se haya vuelto del revés mientras dormía. Me duelen todas y cada una de las partes del cuerpo: la espalda, la cabeza, incluso el pelo. Enciendo la luz del baño y bizqueo para poder verme en el espejo. Virgen santa, parezco Sylvester Stallone al final de
Rocky
. Abro el grifo, pero no, mala idea, agua ruidosa, agua mala. No solamente estoy resacoso, sino completamente despierto. Y hambriento. Genial. El reloj digital dice que son las 5.45 de la mañana. No quiero despertar al señor Lucas. De hecho, no quiero ni verlo. No después de cómo me comporté anoche. Me arrastro de nuevo hasta el comedor y me vuelvo a poner la ropa de Joven Actor Serio. Huele a humo rancio, como mi piel. Salgo del apartamento y me olvido mi ejemplar de
La historia particular de un muchacho
.

La niebla es tan espesa que no puedo ver el otro lado del parque de Washington Square. El cielo está cambiando de negro a gris; me detengo, para poder memorizar este momento melancólico para mi actuación. Me acurruco en un banco y me envuelvo en mi enorme abrigo de segunda mano, con mi pelo que sufre; miro el modo en que mi aliento forma nubes de vapor, mientras tengo pensamientos como los de Holden Caulfield, al estilo de: «¿por qué uno nunca ve crías de paloma?». Así debe de sentirse la gente de las postales francesas en blanco y negro. Me descubro anhelando una taza de café y un cigarrillo, pese a que ni fumo ni bebo café.

Vuelvo a la cafetería en la que comimos la noche anterior, y me siento en el mismo reservado, en la parte de atrás.

Se me ocurre que si como algo me sentiré mejor, pero después resulta que sólo soy capaz de masticar media rosquilla. Miro mi tobillo para ver que hora es: las 6.45. Faltan tres horas y media para mi audición. Quizá podría echar una cabezadita durante un par de minutos. Si me pudiera estirar en este reservado de la cafetería y descansar un poco, seguro que me sentiría mejor. Solamente necesito dormir durante unos minutos.

Veintidós

M
ierda. Mierda. Mierda. Mierda. Mierda. ¿En qué maldita cafetería te dejan dormir durante tres jodidas horas en un reservado?

Me lanzo como una exhalación a través del meollo de las calles de Greenwich Village, convencido de que las han cambiado de sitio para cabrearme y para que llegue tarde. La ciudad entera, no, el universo entero está conspirando con Al para que no me convierta en un actor. ¿Dónde demonios está el maldito metro? ¿O un autobús? ¿O un taxi? ¡Mi reino por un taxi!

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