Cuando llego corriendo a la entrada del teatro me encuentro a Paula esperándome. Sus diminutas manos retuercen una bufanda púrpura que combina con su zapato izquierdo. La llamo desde el otro lado de la calle y ella agita la bufanda tal y como haría alguien que está a punto de partir en un crucero de lujo. Salgo como una exhalación a través del tráfico para llegar hasta ella.
—Siento llegar tarde —jadeo.
—No te preocupes, tonto —responde ella tomando mi cara entre sus manos y rascándome la barba—. Ahora estás aquí, y estamos juntos, y eso es todo lo que importa ¿verdad?
Yo también quiero a Paula, pero estoy más acostumbrado a que me dé un discursito sobre la puntualidad. Fija sus ojos de dibujo Disney en mí y me percato de la fina vena azul que recorre la pálida piel de su frente.
—¿Estás bien? —pregunto.
Hay algo forzado en su sonrisa de «arriba el telón, luces encendidas».
Me aprieta el hombro con la mano y retira una hebra de mi chaqueta deportiva, o para ser más exactos de la chaqueta deportiva del padre Guay.
—Sólo quería que supieras que pase lo que pase, siempre te apoyaré —dice.
¿Qué demonios está pasando?
El espectáculo es la nueva obra de Neil Simon,
Confesiones de mi adolescencia
, y es un tanto distinta a sus habituales comedias urbanas. Se trata de una historia autobiográfica sobre alcanzar la mayoría de edad: ¡como si no hubiera suficientes obras de este género! Supongo que cada escritor tiene que escribir sobre su infancia en algún momento, pero como mínimo Neil Simon tiene el buen gusto de hacer que la suya sea divertida. Habiendo dicho esto, no logro comprender a qué viene tanto jaleo con el chaval que protagoniza la obra.
—Quiero hacerte una pregunta —le digo a Paula mientras salimos del teatro—. ¿Qué tiene ese Matthew Broderick que no tenga yo?
—¿Quieres decir además de un agente y el papel principal de una obra de éxito en Broadway? —responde Paula—. Nada.
—¡Exacto! Quiero decir, yo podría protagonizar esa obra. Y yo habría sido mucho más divertido y menos real.
—Tienes toda la razón —responde Paula.
—¿Quieres que esperemos en la puerta trasera y le pidamos un autógrafo?
—Por supuesto.
En el callejón hay una gran cantidad de gente, los típicos perdedores que quieren ser alguien, sin vida propia. Por el contrario, nosotros somos los actores serios que queremos aprender más sobre nuestro arte. Nos ponemos en fila, detrás de una pareja de viejecitas de pelo azul que van a las sesiones matinales para recordar cosas del pasado y la Depresión. Mientras Paula saca una polvera del bolso que se ha hecho a partir de un juego de los pitufos, le pregunto cómo está Gino.
—Ah, rompimos —contesta ahuecándose los rizos.
—Estás de guasa. Cuánto lo siento.
—No es verdad. Era asqueroso.
—Tienes razón. ¿En qué demonios estabas pensando?
Paula cierra de golpe la polvera y la guarda.
—Me deseaba, Edward —dice—. No porque sea inteligente, divertida y con talento, sino básicamente porque tengo buenas tetas. —Baja la vista y las agarra entre sus manos como si las estuviera pesando—. Nadie del instituto jamás deseó este cuerpo —continúa—. ¡Nadie! Querían a las chicas delgaditas como Kelly y Ziba. Para ser sinceros, esta fascinación por las chicas que tienen la complexión de niños pequeños denota deseos homosexuales reprimidos, pero eso es otra historia. A lo que voy es, Gino puede que haya tenido el cerebro de un calamar, pero le gustaba tener un sitio al que agarrarse cuando follaba. —Escenifica esta afirmación cogiéndose el voluminoso trasero con las manos—. Y quería hacerlo a todas horas. Cada día. Follar, follar, follar, follar, follar, follar.
Las del pelo azul fruncen el ceño. Paula las ignora.
—Durante un tiempo fue
maravilloso
—dice—, pero después me compró un vibrador y empecé a darme cuenta de lo que me estaba perdiendo.
—¿No se preocupaba de que llegaras al orgasmo? —le pregunto.
—Mucho peor —me responde levantando el dedo meñique—. También del tamaño de un calamar.
Definitivamente eso no es lo más adecuado que se le puede decir a una persona que se siente inseguro con respecto a su dotación.
—Déjame que te haga una pregunta —le digo—. ¿Es verdad eso de que el tamaño importa?
—Depende —dice Paula—. En mi caso… ¿ves estas caderas grandes, para tener hijos?
Asiento.
—Te voy a decir dos palabras: vagina grande.
Las dos viejas del pelo azul se giran para mirarnos, asqueadas; se van hechas una furia. Mientras pasan a nuestro lado una de ellas murmura:
—Zorra.
Los ojos de Disney de Paula se abren de par en par.
—¿Has oído cómo me ha llamado?
—Zorra —digo.
—Sí —dice, batiendo las palmas con sus manos regordetas—. ¿A que es
maravilloso
?
ϒ
La gente empieza a irse, más por el aburrimiento que por la conversación de Paula. Varios actores salen por la puerta, pero Matthew no. Finalmente sólo quedamos nosotros dos.
—Probablemente está esperando a que se vaya todo el mundo —dice Paula.
—¿Crees que nos invitará a que vayamos a su camerino? —pregunto.
—A lo mejor.
Nos ha pasado anteriormente. Paula y yo conocimos a Angela Lansbury cuando vimos
Sweeney Todd
. Y nos pasó lo mismo con Geraldine Page en
Agnes de Dios
. Las verdaderas estrellas del mundo del teatro son simpáticas.
—A lo mejor llegamos a impresionarle tanto con nuestras preguntas serias sobre actuación que nos invita a comer algo con él entre las funciones y nos acabamos convirtiendo en amigos suyos; tal vez yo consiga ser su suplente.
—¡Estarías fantástico! —dice Paula—. Entonces ya tendrías trabajo y no tendrías que preocuparte de…
—¿Preocuparme de qué?
—Nada. ¿A que es
divino
este callejón? Me encantan las puertas traseras de los teatros.
—No, en serio, ¿qué te pasa? Te has estado comportando de manera extraña todo el día.
—Escucha —comienza Paula—, ¿por qué no nos tomamos algo? Así podemos hablar sobre ello.
—¿Hablar sobre qué?
—Nada, en realidad. Venga, Joe Allen está a dos manzanas de aquí…
—No, dímelo.
—Más vale que…
—¡Hermana!
—No te han dado la beca Sinatra.
Lo dice tan rápido que no estoy seguro de haber oído bien.
—¿Qué has dicho? —pregunto.
—No te han dado la beca Sinatra. Se la han dado a uno de sus parientes, Anthony no se qué, de Hoboken. Edward, estoy
tan
angustiada por ti.
Las paredes del callejón se empiezan a estrechar a mi alrededor. Me mareo y tengo que apoyarme en la puerta trasera para no caerme.
Paula me frota la espalda con su mano diminuta.
—La gente comenta que ese tipo ni siquiera había sido aceptado antes de que surgiera lo de la beca…
Esto no me puede estar pasando a mí.
—… pero cambiaron de opinión cuando se dieron cuenta de que podrían conseguir más dinero en un futuro.
Los diez mil dólares han desaparecido.
—Ha sido todo una pantomima —dice—. Una absoluta pantomima. —Su voz suena muy lejana, como si yo estuviera bajo el agua—. No te preocupes, Edward. Encontrarás otra manera para pagar la universidad. Sé que lo harás.
Me abraza, pero yo me quedo ahí parado, totalmente rígido.
Se abre la puerta, empujándonos hacia un lado y sale Matthew Broderick vestido con una chaqueta de cuero y llevando una gorra de béisbol.
—Ah, perdonad —murmura al pasar—. No sabía que estabais aquí.
M
e meto en la cabina telefónica de la estación de tren de Wallingford como si fuera Superman en cuanto llegamos de vuelta y marco el número de teléfono de Natie.
Contesta Stan.
—Rrrresidencia Nudelman —dice, alargando la «r».
Como Fran, él también adopta un tono inexplicablemente británico cuando contesta el teléfono.
—Hola, señor Nudelman, soy Edward. ¿Está Natie?
Me aparto del auricular anticipando el griterío habitual, pero para mi sorpresa habla como una persona normal.
—Nathan ha salido un rato —dice—. Mencionó algo sobre conseguir un descuento increíble en equipo informático.
No sé de qué habla y no se lo pregunto.
—¿Volverá pronto?
La cabina me resulta claustrofóbica y agobiante, así que estiro el cable todo lo que puedo y salgo a al calle para respirar un poco del aire húmedo primaveral.
—En algún momento tendrá que comer. ¿Estás bien, Eddie?
No sé muy bien por qué, pero el hecho de que el señor Nudelman me pregunte cómo estoy me reconforta y angustia a la vez. No, no estoy bien, nada está bien, y no puedo explicarle por qué.
Quiero a mi mamá.
—¿Le dirá que me espere cuando regrese?
—Claro —responde—. Bueno, me imagino que debes de estar bastante emocionado por lo de Juilliard, ¿no?
Ni siquiera soy capaz de contestarle.
Evidentemente empieza a llover y no de una manera fresca y reconfortante, sino al estilo de Nueva Jersey. Es una lluvia opresiva y llena de barro. La chaqueta deportiva del padre Guay empieza a picarme, así que me la saco y la acarreo como si se tratara de un animal muerto de color gris. Debo pasármela de un brazo a otro a cada rato porque con la lluvia empieza a pesar más y más. Finalmente apresuro el paso hasta que empiezo a correr, esperando mojarme menos así, mientras intento entender qué es lo que acaba de pasar. Lo único que se me ocurre es que Frank Sinatra haya leído el artículo del
New York Post
y haya llamado al Juilliard para preguntar al respecto. En el mejor estilo de Hoboken, según el cual no se rechaza nada gratuito, Frank probablemente mencionó que tenía un pariente para la beca; y probablemente Laurel Watkins lo hizo posible siguiendo una ley no escrita: hay que besarle el culo a los potenciales benefactores.
Todo gracias a mis diez mil dólares. Es una lástima que Natie no viva para ser adulto, porque es evidente que voy a tener que matarle.
Para cuando llego a casa de los Nudelman, estoy completamente empapado. Aprieto el timbre y oigo cómo Fran grita:
—¡P
OR EL AMOR DE
D
IOS
,
QUE ALGUIEN BAJE A ABRIR
!
Me quito las zapatillas, en parte por educación, pero también porque me pican los pies de tal manera que no puedo esperar a rascarme. Me siento como si fuera a salir de mi propia piel.
Natie abre la puerta.
—Vaya —dice, mirándome de arriba abajo—. ¿Qué has estado haciendo, buscar parejas de animales para el arca?
—Frank Sinatra ha robado mi dinero.
—¿D
E QUÉ COÑO ESTÁS HABLANDO
…?
Fran grita desde el otro lado de la casa:
—N
ATHAN
, ¿
ESTÁS BIEN
?
—E
S SÓLO UN POCO DEL SÍNDROME DE
T
OURETTE
,
MAMÁ
—aúlla a su vez.
—Tú no tienes Tourette —digo frotándome los pies desnudos en el felpudo de la entrada para aliviar el picor.
—Eso no lo saben —contesta—. ¿Por qué crees que no prestan atención a lo que digo?
A veces realmente me asusta.
Dejo caer el abrigo mojado en el suelo de linóleo y me apoyo en la pared enmoquetada para recuperar el aliento.
—Déjame que te traiga una toalla —dice Natie—. Fran acaba de limpiar las paredes con la
vaporetta
.
Se dirige pasillo abajo levantándose los pantalones holgados mientras avanza.
Me inclino y descanso las manos sobre las rodillas. El estampado del suelo de linóleo se parece a esos mapas del tiempo que se ven en las noticias y que me hacen marearme. Cierro lo ojos.
Natie vuelve con un albornoz que lleva bordado en el bolsillo del pecho el emblema del Hilton de Palm Beach. Me lleva al lavadero y meto la ropa en la secadora. Le cuento toda la terrible historia recalcando que la beca fue idea suya. Natie no me mira mientras hablo, sino que se concentra en machacar pastillas de detergente.
—De acuerdo —dice cuando termino—. Lo primero que tenemos que hacer es comer algo. Venga, en la cocina quedan algunos pastelitos rellenos.
—No tengo hambre —digo.
Natie parpadea con sus ojitos diminutos.
—Vaya, sí que debes de estar preocupado.
Doy un golpe con la mano sobre la lavadora, que hace un ruido como de tambor de hojalata.
—Natie, el mes pasado tenía diez mil dólares en efectivo y ahora no tengo nada porque hice caso de tu trama de cabeza de queso.
—No seas crío —contesta yendo a buscar la lata de galletas—. No hubieras tenido los diez mil si no hubiera sido por mí. —Abre la lata—. ¿Estás seguro de que no quieres un pastelito relleno? Están buenos.
Niego con la cabeza.
—Esto es sólo un contratiempo momentáneo —explica, mascando—. Piensa en ello como si se tratara del precio que hay que pagar por hacer negocios. Tenemos a Jordan como segunda opción, ¿o no?
Hay algo en la idea de tener un chantaje como segunda opción en una trama fallida de blanqueo de dinero negro que no acaba de convencerme.
Natie me da una palmadita en la espalda.
—Solamente estás cansado. Déjame que te lleve a casa —dice eligiendo un juego de llaves que hay junto a la puerta.
—Tú no conduces —digo.
—Pero tengo el carné, ¿o no?
—Sí; pero es falso.
—Eso sólo lo sabemos tú y yo —contesta, agitando las llaves.
La casa está oscura y silenciosa cuando llego y siento que la depresión me envuelve como una manta mojada. Diez mil dólares, joder. Cuando me agacho para saludar a los gatos oigo una voz embotada que me llama desde el salón. Me levanto y voy a la entrada; veo una figura acurrucada en el brazo del sofá. Se ha hecho un espacio entre todo el caos habitual y permanece sentada con las rodillas apoyadas contra el pecho. Su cabeza rubia está apoyada contra ellas y brilla como la luz.
—¿Kathleen?
—Kathleen no está en casa ahora mismo —murmura entre las rodillas—. ¿Quiere usted dejar un mensaje?
En la mesa auxiliar hay dos botellas de vino, una está vacía y la otra por la mitad.
—Sí —respondo—. Dígale que estoy preocupado por ella.
Levanto las botellas y las traslado al piano, depositándolas sobre la partitura de
Godspell
, para que no dejen marcas.