De cómo me pagué la universidad (31 page)

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Authors: Marc Acito

Tags: #Humor

BOOK: De cómo me pagué la universidad
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Compro la revista.

ϒ

De vuelta a Toto Photo, el encargado me recibe abanicándose la cara brillante con un sobre como si lo que hubiera en su interior fuera la causa del brillo de su cara y no la crema barata que usa.

—¿Ése eres tú? —me dice señalándome la entrepierna.

Niego con la cabeza, aunque no me está mirando.

—Son de mi amigo —murmuro. Resulta un tanto humillante estar permanentemente a la sombra de la polla de tu mejor amigo—. ¿Cuánto te debo? —pregunto.

Me entrega el sobre.

—No te preocupes. Sólo asegúrate de decirle a tu amigo que es bienvenido cuando quiera.

Además de ser alguien que no está por encima del hecho de pedir prestado el pene de su amigo para realizar un chantaje, tampoco me importa demasiado usarlo para conseguir las fotos gratis, pero la lujuria incontenida de este tipo por Doug me hace sentir un tanto incompetente.

—Gracias —digo mirándome las zapatillas.

El señor Crema Hidratante se asoma por encima del mostrador.

—Y dile que la próxima vez te saque algunas fotos de tu estupendo culo, ¿de acuerdo? —anuncia, sonriendo al modo de un insecto depredador.

Ahora soy yo el que se abanica la cara.

Inclina la cabeza de esa manera que sólo las chicas guapas y los tipos gays hacen.

—Ni siquiera tienes idea de lo guapo que eres, ¿verdad, chaval?

No sé cómo responder a una pregunta de ese tipo. Supongo que no sé. Siempre había pensado que no estaba mal, pero no hay nada como el amor no correspondido para hacerte sentir como un verdadero monstruo. El encargado extiende una mano hacia mí y me levanta la barbilla para que le mire.

—Oh, cariño, créeme —murmura—. Si ahora no tuviera que trabajar, te alzaría sobre mi hombro, te llevaría a mi apartamento y te follaría sin parar hasta el martes que viene.

Por extraño que suene, es la cosa más bonita que me han dicho jamás. Me doy la vuelta para irme, contento al saber que me está mirando el culo mientras me voy.

Cuando llego de vuelta a Wallingford me da tiempo de ir a clase de inglés. No es que esté particularmente motivado académicamente hablando, es que quiero darle las fotos a Natie lo antes posible.

El señor Lucas está asignando la realización de otro ejercicio de escritura a modo de práctica para el examen de selectividad.


Mil novecientos ochenta y cuatro
—declama con voz de orador público—. ¿Es caduca la visión de Orwell? ¿Nos oprimen fuerzas siniestras? ¿O es más bien como
Un mundo feliz
de Aldous Huxley, en el que nos seducen los placeres irrelevantes? Quiero un ensayo de cinco párrafos sobre el tema: tesis, tres párrafos y una conclusión.

A través del aula se oye el sonido de las libretas al abrirse junto con el sonido de las carpetas que se abren cuando algunos estudiantes dejan papel a la gente que no ha traído nada, como yo. Acerco mi mesa a la de Natie, meto mi mano en el bolsillo de mi chaqueta de judo y saco las fotos discretamente.

—Vaya —susurra Natie mientras contempla una imagen de la anatomía de Doug oscilando sobre la cabeza de Jordan como un péndulo—. ¿Cómo crees que hace para mantenerse de pie sin caerse?

Mira rápidamente el resto de las fotos, haciendo comentarios favorables sobre su talento como pornógrafo.

—Le escribiré la carta a Jordan esta noche y mandaré estas joyitas mañana —dice—. Permanece a mi lado y no necesitarás el dinero de Al.

—¿Qué vas a poner?

—Ah, bueno, lo típico. Danos diez mil o las mandaremos a tu padre y al Comité Nacional Republicano, ese tipo de cosas.

—¿De verdad crees que podríamos sacar diez mil dólares por las fotos?

Natie suelta una risotada.

—Qué demonios, si Doug todavía fuera menor podríamos haber conseguido el doble.

Por encima de mi hombro puedo oír cómo el señor Lucas carraspea. Sigo sin comprender cómo un hombre con muletas puede aparecer de repente sin que nos demos cuenta.

—Caballeros, las ilustraciones no serán necesarias —nos dice.

Estoy bastante molido a causa del fin de semana en Washington, así que cuando llega el viernes, estoy listo para irme a dormir. Kelly, Kathleen y yo nos quedamos en casa porque el hermano de Kelly, Brad, tiene que llegar esta noche para pasar en casa las vacaciones de primavera. Vemos
Víctor o Victoria
por enésima vez en la tele. Julie Andrews es tan convincente en el papel de hombre como Barbra Streisand en
Yentl
, pero nos da igual. Prácticamente nos hemos memorizado toda la película, no sólo las canciones, sino también el diálogo. Brad aparece antes de que termine la película, lo cual es una lástima, porque me gusta la escena en la que Lesley Ann Warren hace el número en bragas y casi se le puede ver el bello púbico.

Brad ya estaba en Notre Dame cuando Kelly y yo empezamos a salir, así que sólo le he visto un par de veces; pero ahora que ya soy parte de la familia, por decirlo de alguna manera, me saluda como si fuéramos viejos amigos, dándome uno de esos abrazos con un solo brazo que los tipos usan para demostrar afecto sin parecer maricas.

Brad Corcoran es igual que su padre. De hecho, si miras los álbumes de las fotos de Kathleen y Jack, de cuando iban a la universidad (que es lo que hicimos Kelly y yo una noche de sábado especialmente helada el invierno pasado), jurarías que era Brad y no el doctor Corcoran el que se lo está pasando en grande en todos esos eventos sociales cursis de la fraternidad Delta Ramma Lamma Ding Dong. Están todos los elementos: la complexión de deportista, la sonrisa de anuncio de dentífrico, las facciones bronceadas por el sol…

Me hace sentir incómodo.

Brad ha traído consigo a su novia, una chica pija, grandullona, con diadema, llamada Kit. Es una de esas chicas saludables con pinta de jugadora de
hockey
a las que todo el mundo describe como poseedoras de una gran personalidad, lo que, en realidad, significa que habla demasiado. Wallingford está lleno de ellas: mandonas, fornidas y que por alguna razón desconocida suelen ser la esposa elegida por los hombres patricios estilizados. Como Barbara Bush.

Es una situación extraña. Kit se ríe demasiado de nada en particular y Brad hace preguntas degradantes sobre lo que él llama «esa tontería del baile», refiriéndose a la futura licenciatura universitaria de Kelly, como si ésta fuera una nimiedad estúpida de su parte. Kathleen parece estar contenta de ver a su hijo, pero me percato de que se siente desconectada de todas las anécdotas de la vieja Delta Ramma Lamma Ding Dong. Kathleen, Kelly y yo hemos creado, a nuestra pequeña manera funcional disfuncional, una nueva familia durante los últimos meses. Y es una familia que parece tener más en común con los dos gatos neuróticos que con estos dos bravucones pudientes. Por suerte Brad y la Diadema tienen muchas ganas de encontrarse con unos amigos para tomar algo, lo cual nos deja a Kathleen, a Kelly y a mí con nuestra televisión y una noche tranquila.

ϒ

Son las tantas de la madrugada cuando me saca de mi estado comatoso el sonido de alguien haciendo ruidos sordos. Al principio creo que debe de tratarse de Brad llegando a casa, pero mientras abro lo ojos, me doy cuenta de que en realidad Brad se ha levantado temprano y está en el suelo, con los pies bajo la cama supletoria haciendo flexiones.

Obviamente es un enfermo mental.

Bizqueo para poder admirar su abdomen plano y duro, y las piernas musculosas sin que parezca que eso es lo que estoy haciendo, pero en cuanto se yergue para hacer las últimas abdominales, alza la vista y me pilla mirándole.

Ay.

—Perdona que te haya despertado —susurra y me sonríe con las dos hileras de dientes, como hace Kelly.

—No pasa nada —balbuceo—. Tenía que levantarme de todas maneras.

Esto es, evidentemente, una mentira recalcitrante, pero del tipo que me obliga a hacer algo al respecto, así que me encamino pasillo abajo hacia el baño para echar una meada. Cuando regreso, casi golpeo a Brad en la cabeza con la puerta porque está haciendo más flexiones en la estrecha porción de suelo que hay entre las camas. Se levanta, desdoblando su cuerpo como si se tratara de una navaja de bolsillo, y se acerca demasiado a mí, masajeando el espacio que hay entre su hombro y su pecho, mientras los músculos le tiemblan por debajo de la piel. Tiene los ojos tan verdes como una pradera irlandesa.

—¿Quieres ir a correr? —pregunta.

«¿A correr? ¿A esta hora? Preferiría clavarme alfileres en los ojos.»

Brad se agacha para hacer estiramientos y sus pantalones cortos se alzan por encima de los muslos.

—Claro —contesto.

Cobardica.

Me pongo lo primero que pillo entre la pila de ropa que hay en el suelo. En este caso se trata de mis zapatillas, un par de pantalones cortos floreados y una vieja camiseta de
A chorus line
que está tan gastada que a la mayoría de bailarines les faltan las extremidades. Comparado con Brad y su fantástico uniforme deportivo de Notre Dame parezco una persona sin hogar.

Salimos de la casa de puntillas, hacemos estiramientos durante un periodo de tiempo demasiado corto en el jardín de la entrada, ya sin el buda, y nos ponemos en marcha entre la tenue luz matinal. Brad está irritantemente locuaz para la hora que es, pero como comienzo a hiperventilar a las dos manzanas, estoy agradecido de que monopolice la conversación, incluso si eso quiere decir oír más historias sobre los «honrosos» tiempos que ha pasado en Notre Dame. Ni siquiera tengo la energía necesaria para explicarle que «honrosos» es una palabra más adecuada para los activistas en favor de los derechos civiles de los negros de los años 60, que para los tíos de fraternidad partidarios de Reagan de los 80. Sigue hablando sin parar sobre las entrevistas que ha realizado para varios trabajos que acabarían con el alma de cualquiera en Wall Street, pero acaba consiguiendo atraer mi atención cuando se saca la camiseta, lo cual me deja concentrándome en el sol que se alza brillante sobre su espalda como si fueran pedacitos de oro. Hasta las pecas de sus hombros parecen brillar saludablemente.

No obstante, si creéis que hay algo placentero en admirar los músculos del hermano de tu ex novia y el hijo del hombre que te metió el dedo por el culo hasta que se te puso dura, vais muy equivocados. Con cada paso que damos sobre el asfalto, aparecen en mi cabeza pensamientos lúbricos no deseados sobre el doctor Corcovan; soy incapaz de detenerlos.

—Sabes, Dward —dice Brad (al ser un pijo de verdad, ya me ha inventado un apodo)—, podrías venir al lago con nosotros alguna vez. Hay pesca honrosa por hacer.

—¿En serio? —jadeo—. Suena estupendo…

(Tu padre me la puso dura. Tu padre me la puso dura. Tu padre me la puso dura.)

—¿Te gusta navegar?

—Oh, sí —miento—. Soy marinero de nacimiento…

(Tu padre me la puso dura. Tu padre me la puso dura. Tu padre me la puso dura.)

Corremos nueve malditos kilómetros, pese a que estoy convencido de que se me ha colapsado un pulmón. Es más, Brad tiene ese rollo competitivo de hermanos Kennedy jugando al fútbol americano en el césped de Hyannisport, así que logramos recorrer esa distancia en menos de cuarenta y cinco minutos. Para cuando volvemos, mi piel está tan roja y mojada que parezco Carrie en la noche de su baile de graduación.

Kit ya está en pie y regaña a Brad por no haberla despertado para ir a correr. Le da un bloody mary, lo que es la primera cosa sensata que les he visto hacer desde que llegaron. Me derrumbo sobre el sofá.

—¿Tienes hambre? —pregunta ella con su voz chillona—. Estoy haciendo pastelitos de arándanos.

Niego con la cabeza y Brad me dice que puedo ducharme yo primero mientras él desayuna. Repto escaleras arriba, percatándome de que ni Kathleen ni Kelly se han levantado, una razón más, entre muchas, de que las quiera.

Tengo la cabeza apoyada en los azulejos cuando oigo cómo se abre la cortina de la ducha de par en par, y me da un susto del calibre de Janet Leigh en
Psicosis
.

—Eh, Dward. ¿Por qué tardas tanto? —grita Brad—. ¿Te la estás meneando?

Me suelta un manotazo en el culo con la parte posterior de la mano y se ríe como si hubiera hecho un chiste muy ingenioso, aunque de hecho, es cierto. Cierro la cortina e intento conjugar verbos en francés para hacer que mi polla baje.

—No hace falta que seas tímido conmigo —dice Brad—. Vivo en una fraternidad. Veo tipos desnudos todo el día.

Esa imagen no me ayuda en absoluto.
J'aime
,
tu aimes
,
il aime

—Además —continúa—, no tienes nada de que avergonzarte. Un tipo fornido italiano como tú, con que hagas un poco de ejercicio, tendrás un montón de músculos.

—¿En serio? —pregunto.

—Claro —dice, abriendo la cortina otra vez—. Si quieres, te puedo enseñar un par de cosas.

Más vale que eso no sea tan
sexy
como suena, aunque es difícil decirlo, porque permanece de pie completamente desnudo.

—Si no te das prisa voy a tener que entrar ahí contigo.

De tal palo tal astilla, supongo. Abro el grifo del agua fría.

Treinta y uno

L
a semana siguiente es como un campamento militar. Cada mañana, Brad y yo nos levantamos al romper el alba y hacemos nuestra rutina de
footing
y calistenia, que colapsaría los pulmones de cualquiera y que parece implicar que nos tocamos todo el rato de una manera grecorromana. Es una tortura, no sólo porque mis músculos están tan doloridos que salto a cada rato como si tuviera la enfermedad de Parkinson, sino porque el subtexto homoerótico de cada frase de Brad me vuelve loco (en un momento llega a tantearme los pectorales y me dice: «Eh, Dward, si fueras una tía te juro que te follaría»). Cualquier tipo de subtexto homoerótico me sirve, en cualquier caso. Con que Brad me sonría y me mire con sus ojos irlandeses me encuentro haciendo esas flexiones en las que das una palmada en medio. Llego a prometerle a la Diadema y a él que iré a Notre Dame para probar alguno de esos honrosos barriles.

El sábado, el padre Guay toma el tren hasta Hoboken para comprobar si ha llegado algo al apartado de correos. Hay un folleto de la programación de verano del Lincoln Center, porque supongo que estamos suscritos, pero todavía no hay noticias de Jordan. Entonces me dirijo a la ciudad y me detengo en el lavabo de hombres de la estación de Penn para quitarme el alzacuello y las gafas del padre Guay.

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