Acepto ir a Algo para los Chicos con cierta reticencia.
Por el camino paramos en Dionisios, donde Ziba fulmina cualquier posibilidad de volver a acostarme con Kelly al comprar un consolador de los que se atan. Mi único consuelo es que eligen uno que es más mi tamaño que el de Doug.
Nos detenemos frente a la puerta de Algo Para los Chicos y Ziba saca una bufanda larga de seda de su bolso.
—¿Qué pasa? —pregunto.
—Es una sorpresa —contesta, mientras me ata la bufanda alrededor de los ojos.
Natie y Doug me toman de los codos y me meten en el bar; allí un grupo de hombres cantan una conmovedora versión de la canción
Climb ev'ry mountain
, de
Sonrisas y lágrimas
. Me siento estúpido y cohibido, como si todo el mundo me estuviera mirando. Nos detenemos.
—Quédate aquí —me dice Doug.
Siento que alguien me quita la venda. Parpadeo unos instantes, para acomodar la vista a la luz brumosa y lila, y veo a Paula frente a mí, gorjeando alegremente. Lleva un pastel de cumpleaños en el que se puede leer «F
ELIZ CUMPLEAÑOS
, S
ALVADOR
».
—¿Salvador? —pregunto.
—Dalí. Hoy cumple ochenta años. Rápido, pide un deseo antes de que se apaguen las velas.
Me paro durante un momento para, mentalmente, tomar una fotografía de mis mejores amigos, con el resplandor de las velas iluminando sus rostros: Ziba, con su pelo puntiagudo y sus ojos oscuros, sonriendo con su sonrisa de Mona Lisa; Kelly, entornando la cabeza como hacen las chicas guapas; Paula, con la boca abierta, empuñando su mejor sonrisa de «arriba el telón, luces encendidas»; Doug, sonriendo con su sonrisa de sátiro, todo hoyuelos; y Natie, a quien la luz le envuelve su pequeña cabeza de queso como si fuera un halo.
Todos me parecen tan hermosos, como si fueran ángeles de un fresco italiano. Cierro los ojos para pedir un deseo. Uno pensaría que pediría ir a Juilliard, lograrlo de alguna manera, pero no, no es cierto. Llegados a este punto, ya no quiero ni pensar en Juilliard. Lo que quiero es volver a sentirme normal de nuevo, libre y feliz, como el año pasado, sentir la magia y las travesuras y las risas. Quiero que todas las incertidumbres y las cosas raras de estos últimos meses desaparezcan, sea cual sea el resultado. No es que quiera volver a ser estúpido e inocente, simplemente quiero ser feliz.
Y sentirme seguro.
Es más, lo que también quiero es que mis amigos sean felices y se sientan seguros.
Apago las velas y todo el mundo aplaude, incluyendo los tipos del piano. El pianista con la cara del huevo de
Alicia en el país de las maravillas
toca el
Cumpleaños feliz
, al tiempo que toda la gente del bar empieza a cantar. No puedo pedirles que dejen de hacerlo, así que me quedo de pie, avergonzado y sonriendo estúpidamente mientras me alcanza la oleada de música. Siento algo mojado en mi cuello, pero cuando alzo la mano para secarme, me doy cuenta de que estoy llorando; no de una manera forzada y estreñida, sino con un lloro tranquilo y continuo, como si se tratara de una lluvia ligera.
Es trascendental.
Paula se ha esmerado en arreglarse para la ocasión. Lleva botas militares (una marrón y una negra, claro está), una falda larga de tul y un corsé que le levanta las enormes tetas como si se tratara de un aparador. Esta vez nadie la va a confundir con una
drag queen
.
—Te pareces a esa tía de MTV —dice Doug—. Ya sabes, la que lleva la ropa interior por fuera.
Paula parece decepcionada.
—Madonna es flor de un día —dice—. No durará.
Pedimos unos manhattans. Ninguno de nosotros sabe lo que son, pero suena sofisticado. Desde el otro lado de la sala, el Huevo Humpty Dumpty me grita:
—Eh, Corner of the Sky, ¿quieres cantar?
No me apetece demasiado cantar, pero mis amigos me animan, aplaudiendo y gritando mientras me acerco al piano.
—¿Lo de siempre? —pregunta.
Niego con la cabeza.
—¿Te sabes el final de
Yentl
? —le pregunto.
Me mira como queriendo decir: «Esto es un piano bar gay, por supuesto que me sé el final de
Yentl
», y comienza a tocar.
La canción suena bien en mi garganta, y para cuando llegan las últimas líneas, es como si cantara con todo mi cuerpo:
¿Qué hay de malo en querer más?
Si puedes volar, elévate.
Con todo lo que hay, ¿por qué conformarse
con un pedazo de cielo?
¿Por qué conformarse? Es cierto. Sé que debería sentirme afortunado por seguir vivo y no estar en la cárcel, pero hay una parte de mí que no puede dejar de soñar, que no puede abandonar la idea de que la gente haga colas de una manzana para verme, que sabe que se supone que debo hacer algo importante y coherente con mi vida. El cielo es el límite.
La gente del bar me echa una mano. Mi tribu. Mi hermandad no tan secreta.
De vuelta a la mesa, Paula quiere hacer un brindis.
—Por Edward —dice.
—Por Edward —acompañan los demás.
—No —digo—. Por todos vosotros. Por los mejores amigos que un tío pudiera desear.
—Por los mejores amigos —dice Natie.
—Por los mejores amigos.
Todos entrechocamos nuestros vasos; vuelven a surgir lágrimas de mi interior. No sé qué me pasa. Ahora que he aprendido a llorar, parece que no puedo parar. Me desmorono sobre la silla. Doug me rodea con el brazo.
—Esto no está bien —dice Kelly—. Tenemos que hacer algo.
—Es por esa estúpida zorra austríaca —aclaro, arrugando una servilleta de cóctel—. Todo iba bien hasta que llegó ella.
Natie se muestra de acuerdo.
—Al siempre pagaba todo. —Toma un sorbo de su manhattan y hace una mueca—. ¿Qué coño es esto, líquido de encendedor?
—Natie tiene razón —dice Paula.
—Yo me tomaré los vuestros si no los queréis —propone Ziba.
—No, me refería a Al —aclara Paula—. De acuerdo, ha hecho muchos aspavientos con eso de empresariales en el pasado, pero eso nunca le impidió pagar las clases de teatro, de voz y de baile. Edward tiene razón. Todo cambió cuando apareció Dagmar. De hecho…, ay Dios…, no puedo creer que esto no se me haya ocurrido antes…
Cojo otra servilleta de cóctel y me sueno la nariz.
—¿Qué? —digo.
—¿No te das cuenta? Lo has hecho todo al revés. En vez de haber pasado por todo esto para conseguir el dinero para Juilliard, deberías haber intentado deshacerte de Dagmar.
Todos nos quedamos en silencio, rumiando esa idea, mientras el grupo alrededor del piano canta:
Papa, can't yon hear me?
, de
Yentl
.
Tiene razón. Yo tampoco me puedo creer que no haya pensado en ello antes.
—¿Y qué nos lo impide? —dice Kelly, finalmente—. Acabemos con ella ahora. Lo único que va a hacer es causar más problemas.
—No —contesto—. He dejado mi vida de criminal.
—No es como si fuéramos a matarla, ni nada de eso —dice Natie. Mira alrededor de la mesa—. ¿O sí?
—No seas ridículo —dice Ziba—. Simplemente encontraremos una manera de asegurarnos de que no nos vuelve a molestar.
Agito la cabeza.
—Pero…
—Pero nada —corta Ziba. Levanta su copa—. Digo que reabramos la empresa CV y acabemos lo que empezamos.
Natie, Kelly y Doug alzan sus copas. Todos los ojos se vuelven hacia Paula.
—No estoy muy segura de esto —dice.
Ziba se inclina sobre la mesa.
—No debes de querer ver a Edward en la cárcel, ¿verdad? Ni a mí, ni a Natie, supongo.
—No, claro que no.
Ziba arquea una ceja.
—¿Pues…?
Paula inspira profundamente, por lo que sus tetas se le acercan a la barbilla, y deja ir el aire.
—De acuerdo —acepta—. Contad conmigo.
Ziba se gira hacia mí.
—¿Edward…?
Suspiro y siento cómo se me agolpan las lágrimas en los ojos. Asiento con la cabeza.
—
Wunderbar
—dice Doug.
Nos pasamos el resto de la noche armando un plan y por primera vez en meses, siento el mismo tipo de entusiasmo que experimenté el verano pasado cuando nuestra única misión consistía en hacer que el mundo fuera un lugar libre de aburrimiento.
La clave de nuestro plan es conseguir un narcótico que voltee a Dagmar durante un par de horas. Por suerte, resulta que yo tengo una hermana que trabaja en una farmacia. O al menos creía tenerla. Llamo a Karen al día siguiente y me dice a su manera incoherente y divagadora que perdió su trabajo por hacer exactamente lo que le iba a pedir que hiciera.
—No obstante, te puedo conseguir algo —murmura—. Siempre que puedas conducir.
Pido prestado el Carromato y la paso a buscar por su apartamento, situado sobre una tienda de baratijas en Camptown, que comparte con otros estudiantes que se pasan el día fumando y sin hacer nada.
Karen y yo no estamos muy unidos. No es que nos odiemos, simplemente es que me asquea todo lo que ella representa. Sin embargo, somos familia y, en caso de necesidad, nos ayudamos el uno al otro, generalmente proporcionando coartadas o, en este caso, fármacos del mercado negro.
—Eh, hermano —dice mientras se desliza dentro del coche—. ¿Te importa si le doy a la radio y pongo unas canciones?
Gira la ruedecilla sin esperar una respuesta y elige una emisora de
heavy
metal. Generalmente protestaría, pero estoy dispuesto a hacer lo que haga falta para mantenerla consciente.
—Este tipo que conozco tiene el mejor material —dice, tamborileando con los dedos sobre el salpicadero.
Quiero sentirme superior, pero debo admitir que me siento agradecido porque me ayude.
Vamos en coche hasta Battle Brook, más allá del vecindario donde vive la llorona paciente de Kathleen; hasta una zona que hace que la Cocina del Infierno parezca un cuento infantil. Supongo que no debería sorprenderme (al fin y al cabo venimos en busca de drogas ilegales), pero debo confesar que nunca me había parado a pensar demasiado de dónde vienen exactamente las drogas.
Nos detenemos frente a un desecho en forma de casa con musgo en el tejado y lonas de plástico en vez de ventanas. Hay una mujer desnutrida vestida con un camisón en el porche de la entrada, que se balancea hacia delante y hacia atrás abrazándose. Supongo que no es la señorita de Avon.
—Deja el motor en marcha —dice Karen.
Puedo entender que se trata de una decisión sabia, pero no puedo decir que me sienta muy feliz de estar en una situación en la que se necesite ese tipo de sabiduría. Ella no sale del coche.
Espiando por encima del hombro de Karen puedo ver que hay un hombre delgaducho bajando sin ninguna prisa los escalones, pero no puedo verle la cara desde donde estoy sentado. Karen baja la ventanilla. Supongo que tenemos servicio directo al coche. Dentro de poco los traficantes de drogas instalarán esos tubos para contar los billetes, como en los bancos.
Siento que el sudor me corre espaldas abajo y me revuelvo en mi asiento, para no quedarme pegado. Creo que se justifica plenamente que esté nervioso. Si consideramos el modo en que nos trataron los polis por robar el buda, no quiero ni empezar a pensar en las consecuencias de comprar drogas en esta ciudad.
El tipo se acerca al coche y se inclina a hablar con Karen. Pega la cabeza a la ventana y se me para el corazón.
Es Ay Pobre Yorick.
A la luz del día da más miedo. La piel gris y pálida se le pega al cráneo y tiene los ojos vidriosos, amarillos y saltones. Sonríe, dejando ver unos dientes podridos; espeta lo que supongo que es su versión tuberculosa de una risa.
—Eh —me dice, apuntándome con un dedo huesudo—, ¿cómo te va?
Te das cuenta de lo bajo que has caído cuando te reconocen los compañeros de celda.
—Bien, gracias —respondo, sonando más a Julie Andrews de lo que era mi intención.
Me doy la vuelta, deseando que eso me haga invisible. Karen sigue con la transacción, mientras yo agarro el volante, miro hacia delante y me pregunto si Ay Pobre Yorick me dirá algo más. No obstante, terminan de hacer negocios rápidamente y Karen no me tiene que decir dos veces que arranquemos. Mientras nos vamos miro por el espejo retrovisor y veo cómo Ay Pobre Yorick agita sus brazos de palo de escoba ante la mujer del porche. La verdad es que nunca me paré a pensar cómo conseguían sus drogas los colgados como mi hermana, así que nunca se me ocurrió pensar que tengo algún tipo de conexión con Ay Pobre Yorick (quiero decir, aparte de ser compañeros de celda durante unas horas), o con la pobre yonqui que se mece en el porche como una polilla repleta de cafeína. La sola idea de que tengo algo que ver con esta gente me hace estremecer. Odio sonar como un esnob, pero… agh.
Además de las pastillas para dormir de Dagmar, Karen ha comprado una bolsa de marihuana. Abre la bolsa y aspira el olor.
—Esta mierda es buena —dice—. ¿Quieres fumar un poco cuando volvamos?
—A lo mejor otro día —contesto.
Un par de días después llego a clase de inglés tarde, como de costumbre, después de mi largo almuerzo con Ziba.
El señor Lucas me mira por encima de sus gafas.
—Qué detalle, unirse a nosotros, señor Zanni.
El hecho de que haya trabajado codo con codo con él en obras de teatro de alto contenido emocional, me lo haya encontrado en un bar gay y haya dormido en su sofá, no parece significar nada para él. En clase, es tan formal como un mayordomo.
—Como íbamos diciendo antes de que regresara el hijo pródigo, ahora que el examen de acceso a la universidad ha terminado, ya no habrá más deberes de lectura.
La clase estalla en un aplauso espontáneo.
—Habrá, de todas maneras, deberes escritos.
La clase se queja.
Levanta un ejemplar de
Retrato del artista adolescente
.
—Todos han leído el libro —dice, agitando una muleta para hacer más hincapié, y casi alcanzando la cabeza de Calvin Singh, un alumno con el Premio Nacional al Mérito Escolar, que está en primera fila—, o, a juzgar por sus exámenes, quizá debería decir que algunos han leído el libro.
Yo soy uno de los que no lo ha leído. Desde que en la primera página, la vaquita (¡mu!), se encuentra con el niñín muy guapín, pensé: «¿Qué mierda es esto?».
—La tarea —continúa el señor Lucas— es escribir vuestro propio
Retrato del artista
, un retrato vuestro como jóvenes, de un mínimo de veinticinco páginas… —La clase suelta un respingo— … a un solo espacio.