—Eres un encanto —dice Kathleen, y me hace un hueco en el sofá moviendo la radio, los rollos de papel de cocina y dos guías telefónicas. Da una palmadita en el sofá haciendo la señal internacional de: «siéntate en este mueble infecto y manchado»; me mira con ojos húmedos y fermentados.
—¿Crees que soy alcohólica? —me pregunta.
Asiento.
Kathleen suspira.
—Sí, yo también lo creo. Supongo que eso quiere decir que tendría que buscar ayuda, especialmente siendo una profesional de la salud mental y todo eso. —Parpadea como si no estuviera muy segura de lo que ve—. ¿Por qué llevas un albornoz del Hilton de Palm Beach?
Me ajusto el albornoz para asegurarme de que no se me ve nada.
—Es un alegato de estilo —contesto.
Kathleen descansa una mano estilizada sobre mi muñeca.
—A Brad le gustaste mucho —dice, sin venir a cuento.
Eso ya lo supuse por la manera en que frotaba su entrepierna contra mi culo cuando me ayudaba a desentumecerme la espalda.
—Me gustaría poder decir lo mismo de él —dice Kathleen, trazando ochos con el dedo sobre el cojín del sofá—. No me malinterpretes, quiero a mi hijo, pero, entre tú y yo, no puedo decir que me guste demasiado.
Resulta una afirmación un tanto interesante sobre un hijo. Kathleen contiene una lágrima.
—Ha salido igual que su padre.
Si ella supiera.
Se levanta y coge la botella de vino que hay sobre el piano.
—No debería sorprenderme —sigue—. Todo el mundo dice que Brad es igual que Jack y que Bridget es como yo.
—¿Y qué hay de Kelly? —pregunto.
Kathleen contempla la botella y vuelve a ponerla sobre el piano.
—Kelly —dice—. ¿Quién sabe cómo es Kelly? Tiene tantos secretos. Cuando empiezo a creer que la entiendo me vuelve a sorprender. Es como esas muñecas rusas, ya sabes, esas que se encierran una dentro de la otra. —Kathleen pasea la mirada por encima de las fotos familiares, mirándolas como si no las hubiera visto antes—. Kelly es mi gran esperanza con respecto a esta familia. —Señala mi retrato sacado en el último curso, el que rescaté del cajón de las herramientas—. Kelly y tú. Ninguno de los dos está dispuesto a hacer lo que la gente espera que hagáis —dice sonriéndome—. Os admiro.
Resulta extraño que un adulto te admire.
Kathleen se da la vuelta y contempla su retrato de bodas, Miss Cinturón de Castidad 1961.
—Mírame —dice—. No tenía ni puta idea. Dejé la carrera en mi primer año para casarme, y me quedé embarazada de Bradley en mi luna de miel. Les dije a mis dos hijas que en lo referente al sexo, solamente practicaran sexo oral. Nadie te puede dejar preñada de una mamada.
Sabias palabras.
Se tambalea de vuelta al sofá y se apoya en el brazo.
—¿Sabes? Os quiero, chicos. No hay nada que no haría por vosotros. Mentiría, robaría, incluso mataría si tuviera que hacerlo. No obstante, tengo que decirte que entiendo cómo se sentía tu madre. Evidentemente, no me parece bien que os dejara a ti y a tu hermana, pero no puedes llegar a imaginarte cómo era la vida para nosotras entonces. Estábamos en los suburbios, llevábamos a los chicos a los partidos y hacíamos bizcochos, y de repente aparecieron todos esos libros y revistas diciéndonos que deberíamos actualizarnos y liberarnos. Sin embargo, teníamos que limpiar narices y cambiar pañales; era como si nos hubiéramos perdido el desfile.
—Pero tú te quedaste —digo.
Sonríe y me despeina.
—No me lo hubiera perdido por nada del mundo. De todas maneras, si tuviera la oportunidad de hacerlo todo otra vez, no estoy segura de que hubiera tenido a mis hijos cuando lo hice. No lo sé. Ahora ya no importa. —Me aparta el pelo de los ojos y me mira—. Lo que intento decirte es lo siguiente, cariño: no dejes que pasen veinte años de tu vida antes de unirte al desfile.
Me acerco a ella y me rodea con sus brazos. Su abrazo no tiene nada que ver con el de su hija, el de su marido, ni el de su hijo. Su tacto es el tacto de una madre, cálido y reconfortante, y apoyo mi cabeza en su regazo. Permanecemos sentados silenciosamente en medio de la oscuridad, juntos, disfrutando de nuestra triste felicidad adormilada.
A los dos nos sobresaltan unos golpes en la puerta principal. Los gatos salen disparados, arañando el suelo a su paso.
—Ya voy yo —digo.
Abro la puerta y me encuentro, como si se tratara de un golpe de aire caliente en la cara, con mi Madrastra Monstruosa.
—¡Cavfrrroooón! —grita.
Cierro la puerta.
—¿Quién era? —dice Kathleen desde la otra habitación.
—Testigos de Jehová —contesto.
Dagmar vuelve a golpear la puerta. Abro la cortina que hay en la pequeña ventanita junto a la puerta. A través del cristal biselado su cara aparece distorsionada, como si se la hubieran golpeado.
Ojalá.
—¿Qué quieres? —chillo.
—¡Sabfía que erras tú! —grita—. ¡Lo jas hecho tú! ¡Lo jas hecho tú! —Blande lo que parece ser un informe del banco contra el vidrio.
—Vete. No sé de qué me estás hablando.
—¡Abfrreee la puerrrrta! —ruge, y vuelve a golpearla.
Puedo oír cómo Kathleen murmura desde el salón:
—Oh, por el amor de Dios. —Se levanta y se tambalea hasta la entrada, y finalmente abre la puerta principal—. Bien, escúcheme —ladra Kathleen—, en esta casa, los locos van al sótano, no se quedan en la entrada.
Dagmar retrocede un paso y sacude la cabeza. Sus rizos enmarañados se agitan como los de una medusa.
—Me robfó el dinerro de mi cuenta —dice, entregándole el informe del banco a Kathleen.
Kathleen mira el informe, se gira hacia mí y su cara queda a unos pocos centímetros de la mía.
—Cariño, ¿es eso cierto?
Puede que sea uno de los mejores actores jóvenes de Estados Unidos, pero no creo que sea capaz de seguir mintiéndole a Kathleen. Sobre nada. Tomo aire y la miro directamente a los ojos.
—No tengo su dinero —digo.
Eh, es cierto.
—Debe de haber un error —le dice Kathleen a Dagmar—. Tal vez Al lo sacó y se olvidó de…
—¡No! —ladra Dagmar—. Él no…, es imposibfle. —Dagmar le arrebata el papel—. Lo prrimerro que harré el lunes porr la mañana es llamarr a la ofisina de ayuda finansierra de Juilliarrd —dice, sonando como la Gestapo en una película de la segunda guerra mundial.
Siento cómo se me cae el estómago hasta las rodillas.
—… a lo mejorr me explicarrán quién es LaChance Jones.
Mala. Mala. Mala.
—No me imporrta cuánto tiempo haga falta —dice Dagmar, agitando un dedo curvado en mi cara—, perro no descansarré hasta que te vfea en la cárrsel, cavfrrroooón.
Bruja mala del Oeste.
—Bueno, gracias por venir —dice Kathleen, empezando a cerrar la puerta—. Ha sido espantoso conocerla.
Dagmar se gira sobre sus tacones de aguja, murmurando para sí mientras se va.
Kathleen cierra la puerta y se apoya en ella.
—Debe de ser estupenda en la cama —dice—. Si no, no se explica.
Me planteo llamar a Natie para pedirle ayuda, pero, para ser sincero, estoy un poco harto de sus sugerencias. Tampoco quiero hablar con Kathleen, aunque ha sido muy comprensiva. Lo único que me apetece es irme a la cama y dormir durante mucho, mucho tiempo y olvidarme de que nací. Me quedo inconsciente en un sueño profundo hasta eso de las tres de la mañana, cuando me incorporo en el lecho y descubro que, mientras dormía, me he desembarazado de toda la ropa de cama: la sábana, el edredón e incluso la almohada; los he tirado por toda la habitación. Permanezco estirado y despierto, oyendo el latido de mi corazón en mis oídos, mientras me imagino paso a paso el proceso de ser juzgado, encarcelado y enviado a una prisión donde me tatuarán en el culo las palabras «perra de Raoul». En algún momento seré asesinado en la cárcel y Dios enviará mi alma eterna a los pozos incandescentes del infierno donde arderé para siempre porque soy una persona muy, muy mala. Como diría Hamlet: «Inmundo es mi delito, su hedor llega hasta el cielo». La tiranía de mi mente me ahoga, por lo que finalmente me levanto alrededor de las cinco y me dedico a hacer lo único que sé para escapar: correr durante largo rato.
Me paso el día entero en el instituto mirando el reloj, rezando para que Laurel Watkins haya conseguido otro trabajo o le hayan dado un golpe en la cabeza que imposibilite que se acuerde de Edward Zanni, Gloria D'Angelo o de la Sociedad Católica Vigilante, pero entonces recuerdo que Laurel Watkins está embarazada, así que en vez de eso intento por telepatía que se le adelante el parto, para que no esté en el despacho cuando llame Dagmar.
Se oye el anuncio a través de los altavoces mientras el señor Lucas está comentando las vidas vacías y decadentes de los ricos inútiles en
El gran Gatsby
.
—Que Edward Zanni se presente en la oficina principal ahora mismo. Edward Zanni, a la oficina principal ahora mismo.
La clase entera hace ese sonido de admiración que hacen los estudiantes cuando llaman a alguien a la oficina, sin darse cuenta de que la próxima vez que me vean será en el informativo de la noche, vestido con un uniforme carcelario naranja. La verdad es que me siento extrañamente tranquilo, casi aliviado de que todas las mentiras hayan terminado. Leal hasta el fin, Natie me acompaña, no para admitir nada en absoluto, sino para darme apoyo moral. («¿Por qué deberíamos cargar los dos con la culpa? Puedo serte de mucha más ayuda en el exterior», me dice.) Entramos juntos en la oficina.
Cuando entro no está el par de policías armados que esperaba encontrar, sino el habitual ruido de máquinas de escribir y gente haciendo su trabajo. Una de las secretarias me hace gestos para que pase al otro lado del mostrador.
—Edward, hay una señora al teléfono que dice que tiene que hablar contigo urgentemente.
¿Una señora? Tomo el auricular.
—¿Hola?
—Gracias a Dios —dice la voz al otro lado del hilo.
—¿Paula?
—Escucha —dice—. Tienes que bajar a la comisaría de policía de Camptown. ¡Ahora mismo!
—¿Por qué? ¿Qué pasa?
—La Tía Glo ha sido arrestada.
K
elly no está en su clase y me maldigo por ser la persona que le enseñó cómo saltarse las clases sin que la pillen. Necesitamos un coche, y deprisa. Natie y yo interrumpimos cuatro clases distintas de ciencias hasta que finalmente encontramos a Doug, que parece sentirse aliviado de tener una excusa para poder salir de la traidoramente aburrida clase de química del señor Nelson. Los tres corremos hasta llegar a casa de Doug para coger su viejo Chevy. O quizá debería decir que Doug y yo corremos hasta su casa a buscar su viejo Chevy y volvemos a por Natie, que se ha quedado rezagado como un cachorrito. No acabo de estar convencido de que el cacharro de Doug nos pueda llevar hasta allí, pero es lo mejor que tenemos, así que acaricio lo que queda del salpicadero mientras conducimos, intentando ayudar a la vieja máquina a que llegue un poco más allá: sí, cariño, sólo un poco más.
Como le dije directamente a Laurel Watkins por teléfono que yo era candidato a la beca, uno pensaría que Dagmar y ella habrían sumado dos más dos y vendrían a por mí en vez de a por la Tía Glo. Es más, me asombra comprobar lo rápido que es el brazo de la justicia. No recuerdo que la Tía Glo le mencionara a Laurel Watkins dónde vivía, así que no acabo de entender cómo la han encontrado tan rápido. De todas maneras, claro, como es la primera vez que cometo un fraude, no estoy muy familiarizado con el protocolo.
Después de perdernos un par de veces (el hecho de que sea un delincuente no quiere decir que sepa dónde está la comisaría de Camptown), finalmente encontramos el edificio, que es un cubo de ladrillo insulso. Atravesamos las puertas a toda velocidad y le explicamos a una recepcionista con cara de escéptica por qué estamos allí. Nos señala un par de esas sillas de plástico que tienen pinta de ser cómodas, pero que no lo son, y nos dice que nos sentemos. Natie y Doug hojean viejos ejemplares del
Readers digest
mientras yo me paseo arriba y abajo, deseando que mi vicio para calmar los nervios fuera fumar en vez de masturbarme, así tendría algo que hacer. Aunque parezca mentira, estoy más preocupado por la Tía Glo que por mí. Debe de estar aterrorizada.
La recepcionista nos deja entrar y un oficial nos lleva pasillo abajo hasta una zona abierta en la que hay muchos escritorios destartalados, mala iluminación y en medio de todo, la Tía Glo. Permanece sentada en un taburete alto, charlando y riendo con lo mejor de Camptown; con pinta de estar pasándoselo en grande. Es como esas escenas de las viejas películas en las que el pequeño Timmy o Bobby desaparece y todo el mundo se pone frenético hasta que van a la comisaría de policía y le encuentran sentado en el despacho del jefe, lamiendo felizmente un helado, con una gorra enorme de policía sobre la cabeza. La Tía Glo nos ve y da unas palmadas con la mano regordeta desde el otro lado de la habitación.
—¡PCs! —chilla como si hubiera montado una fiesta y estuviera encantada de que hayamos podido acudir—. ¡Y Maya Angelou!
Me doy la vuelta para ver si realmente tengo detrás a la estimada poetisa Maya Angelou (llegados a este punto todo podría pasar), pero me encuentro cara a cara con un cura moreno con barba que se parece alarmantemente al padre Guay. Durante un segundo me asusto ante la idea de que este pobre tipo haya sido pillado para hacer una especie de redada clerical de reconocimiento, pero entonces me doy cuenta de que la Tía Glo debe de haber dicho, con su pronunciación particular: «mi Angelo».
Si alguna vez me apetece saber cómo seré dentro de quince o veinte años, lo único que tengo que hacer es acercarme a la iglesia del Sagrado Redentor en Hoboken, Nueva Jersey, e ir a ver cómo le va al padre Angelo D'Angelo. Nos han presentado un par de veces a lo largo de los años, pero ahora, después de haberme visto vestido de padre Guay, me doy cuenta de nuestro parecido. Vale, tiene algo de cabello gris en la melena rizada y, lo creáis o no, es más musculoso (¿quién iba a saber que los curas van al gimnasio?), pero aparte de eso, podríamos decir que estamos cortados por el mismo patrón. De alguna manera turbadora, le encuentro atractivo.
Él no parece alegrarse demasiado de verme y corre hacia su madre.
—Mamá, ¿estás bien? —pregunta.
Su madre le vuelve a llamar Maya Angelou y le da un abrazo que podría confundirse con un reajuste quiropráctico. Ahora es cuando me fijo en Paula que, en vez de acaparar la atención como suele hacer, se desplaza hacia un lado. A lo mejor es porque lo único que lleva puesto son unos leotardos, un corsé y una falda larga de muselina para ensayar. Se parece a una puta victoriana a la que han arrestado por ejercer en el siglo equivocado. Me acerco a ella y frunce el ceño.