Los guardianes del oeste (40 page)

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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

BOOK: Los guardianes del oeste
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—Supongo que tienes razón.

Barak se adelantó con el general manco.

—Según creemos, deberíamos empezar alrededor de medianoche —dijo—. Garion y los demás escalaremos la montaña y luego nos dirigiremos a la parte de atrás de la ciudad. Brendig y sus hombres nos seguirán para apropiarse de las catapultas. En cuanto haya aclarado lo suficiente como para ver, comenzarán a arrojar rocas al otro lado de la ensenada.

—¿Y los hombres de Garion tendrán tiempo para tomar posiciones?

—Habrá tiempo de sobra, Majestad —le aseguró Brendig—. Barak dice que una vez arriba el terreno es muy llano.

—También hay árboles —repuso el hombretón—, de modo que tendremos donde escondernos.

—¿Cuánto terreno descubierto deberemos atravesar para atacar la ciudad? —preguntó Garion.

—Oh, tal vez unos quinientos metros —respondió Barak.

—Eso es bastante.

—Es más o menos lo que estoy dispuesto a correr.

El sol se puso lentamente sobre las tranquilas aguas de la ensenada, tiñendo de color púrpura los empinados riscos que se alzaban a ambos lados. El rey de Riva aprovechó los últimos rayos de luz para examinar cada centímetro de la cuesta que él y sus hombres tendrían que escalar pocas horas después. Un pequeño movimiento sobre sus cabezas le llamó la atención y alzó la vista justo a tiempo para ver cómo una figura blanca y espectral se deslizaba suavemente a través del aire calmo y púrpura. Una pluma blanca cayó despacio y se posó sobre la cubierta, no muy lejos de allí.

Poco después, tía Pol, envuelta en su capa azul, bajó de la cubierta y se unió a ellos.

—Debéis tener mucho cuidado cuando os acerquéis a los astilleros —le dijo a Anheg, que estaba junto a Brendig—. Han bajado las catapultas a la playa para defenderse.

—Lo esperaba —respondió aquél encogiéndose de hombros con indiferencia.

—Será mejor que tengas cuidado, Anheg —amenazó Barak—, porque si hunden mi barco te arrancaré los pelos de la barba uno a uno.

—Que forma tan original de dirigirse a un rey —le dijo Seda a Javelin en un murmullo.

—¿La parte de atrás de la ciudad está protegida? —le preguntó Garion a Polgara.

—Las murallas son altas —repuso ella— y las puertas imponentes, pero no hay demasiados hombres.

—¡Bien!

Hettar le ofreció la pluma blanca en silencio.

—Ah, gracias. La habría echado de menos.

La cuesta de la colina que conducía a la ondulante meseta era aun más empinada de lo que el examen desde la cubierta de La Gaviota les había inducido a creer. Trozos de rocas, casi invisibles en la oscuridad de la noche, rodaban peligrosamente hacia abajo, y los arbustos que cubrían la pendiente parecían querer empujar deliberadamente la cara y el pecho de Garion mientras él se esforzaba por subir.

—Un camino duro —observó Hettar con tono lacónico.

Cuando por fin llegaron a la cima de la escarpada cuesta, había salido una luna plateada, y vieron que la meseta estaba cubierta por un denso bosque de pinos y abetos.

—Esto podría llevarnos más tiempo de lo que pensaba —dijo Barak contemplando la tupida vegetación.

Garion se detuvo a recuperar el aliento.

—Hagamos una pausa —les indicó a sus amigos, y miró con expresión sombría el bosque que les cerraba el paso—. Si nos internamos en el bosque todos a la vez, alertaremos a los artilleros de las catapultas que están en la cima de los riscos. Sería preferible enviar exploradores para ver si pueden encontrar algún tipo de senda o camino.

—Dame unos minutos —pidió Seda.

—Será mejor que lleves algunos hombres contigo.

—Sólo servirían para demorarme. Volveré dentro de un rato —dijo el hombrecillo, y se perdió entre los árboles.

—Nunca cambiará, ¿verdad? —murmuró Hettar.

—¿Alguna vez pensaste que lo haría? —rió Barak.

—¿Cuánto tiempo creéis que falta para el amanecer, mi señor? —le preguntó Mandorallen al corpulento cherek.

—Tal vez dos o tres horas —respondió aquél—. Esa cuesta nos llevó mucho tiempo.

Lelldorin, con el arco colgado a la espalda, se unió a ellos en el borde del oscuro bosque.

—El general Brendig ya ha comenzado —les dijo.

—Me pregunto cómo hará para subir con un solo brazo —observó Barak.

—No deberías preocuparte por Brendig —repuso Hettar—. Siempre se las ingenia para hacer lo que le ordenan.

—Es un buen hombre —asintió el cherek.

Aguardaron en la cálida oscuridad del verano, mientras la luna ascendía lentamente en el cielo hacia el este. Desde abajo, Garion oyó los gritos de los hombres de Anheg y el chirrido de los molinetes, pues los marineros hacían todo el ruido posible para cubrir a los hombres de Brendig que estaban ascendiendo con gran esfuerzo la accidentada cuesta. Por fin, Seda reapareció silenciosamente entre los árboles.

—Hay un camino a cuatrocientos metros de aquí —dijo en voz baja—. Parece que se dirige a Jarviksholm.

—Excelente —respondió Mandorallen con alegría—. Entonces sigamos adelante, caballeros. La ciudad aguarda nuestra llegada.

—Espero que no —añadió Garion—. Pensábamos sorprenderlos.

El estrecho camino que había encontrado Seda resultó ser un tortuoso sendero de leñadores que conducía a las tierras del interior en dirección este. Belgarion oía el tintineo de las cotas de malla a su espalda y el paso continuo y pesado de sus soldados, que se internaban en las oscuras sombras del bosque. Aquella multitud de hombres sin rostro tenía un implacable aire de resolución. Desde que habían desembarcado, Garion se sentía embargado por un creciente entusiasmo. Su impaciencia por comenzar el ataque era tan grande que tenía que contenerse para no salir corriendo.

De repente, llegaron a un amplio claro. Al otro lado de aquel campo descubierto, una desgastada carretera blanca cruzaba en dirección norte las tierras de pastoreo iluminadas por la luna.

—Ése es el camino de Halberg —les indicó Barak—. Ya casi hemos llegado.

—Será mejor que mire cómo le va a Brendig —repuso el rey de Riva, y se concentró con cuidado para pasar por encima de los pensamientos de las tropas formadas a su espalda y comunicarse con la mente de Durnik.

«¿Puedes oírme, Durnik?», dijo en silencio con la voz de su mente.

«¿Garion?», respondió el pensamiento del herrero.

«Sí, contestó aquél. ¿Ya habéis capturado las catapultas?

«Aún nos queda una docena. Brendig avanza despacio para no hacer demasiado ruido.»

«¿Crees que habréis acabado antes de que amanezca?»

«Estoy seguro de que sí.»

«Bien. Avísame cuando os hayáis apropiado de la última.»

«Lo haré.»

—¿Cómo les va? —inquirió Lelldorin entusiasmado.

—Estarán listos cuando sea la hora —respondió Garion.

—¿Qué opináis, señor? —le preguntó Mandorallen a Barak—. ¿No creéis que éste es el momento de seleccionar unos árboles fuertes para usarlos como ariete contra las puertas de la ciudad?

—Yo me encargo de las puertas —dijo el rey con firmeza.

—¿Quieres decir que vas a...? —Barak hizo un rápido ademán con una de sus fuertes manos.

Belgarion asintió.

—Eso no me parece lo más apropiado, Garion —objetó el cherek con tono de desaprobación.

—¿Apropiado?

—Hay ciertas reglas para hacer las cosas y las puertas de las ciudades deben ser derribadas con arietes.

—¿Mientras los que están en el interior arrojan alquitrán hirviendo sobre los hombres que intentan entrar?

—Ése es uno de los riesgos —explicó Barak—, pero una batalla sin riesgos no resulta divertida.

Hettar rió en voz baja.

—Odio tener que romper la tradición —dijo Garion—, pero no voy a permitir que muera un montón de gente sólo por respetar una vieja costumbre.

Una brumosa neblina, brillante a la luz de la luna, cubría la amplia extensión de territorio descubierto entre el borde del bosque y las imponentes montañas de Jarviksholm. Al este, el primer reflejo pálido de la madrugada que se acercaba tiñó el aterciopelado cielo. El resplandor de las antorchas apostadas en lo alto de la muralla permitía vislumbrar las siluetas de unos cuantos hombres armados.

—¿A qué distancia necesitas estar para abrir las puertas? —le preguntó Seda a Garion.

—Cuanto más cerca mejor.

—Bien, entonces tendremos que aproximarnos un poco más. La hierba alta y la neblina nos ocultarán.

—Yo voy con vosotros —se ofreció Barak—. ¿Crees que harás mucho ruido?

—Es probable —respondió Belgarion.

—Entonces tomad el ruido como señal —dijo el hombretón volviéndose hacia Hettar y Mandorallen—. Cuando Garion haya derribado las puertas, vosotros comenzáis el ataque.

Hettar asintió con un gesto.

—Muy bien —concluyó el rey de Riva con una profunda inspiración—, adelante.

Los tres hombres comenzaron a atravesar a gatas el claro que los separaba de la ciudad. Cuando se hallaban a unos cien metros de la puerta, se tendieron sobre la alta hierba.

«Garion, hemos capturado las catapultas», dijo la voz de la mente de Durnik.

«¿Puedes ver las que están en el risco del norte?

«Creo que aún faltan unos minutos para que pueda hacerlo.»

«Dile a Brendig que comience a disparar en cuanto pueda avistarlas.»

Aguardaron mientras el cielo se volvía cada vez más claro en el este. De repente oyeron una serie de golpes secos procedentes de la ciudad, seguidos por el sonido de pesadas rocas que se estrellaban contra la madera, gritos sobresaltados y gemidos de dolor.

«Hemos comenzado», informó Durnik.

«¿Estáis preparados, Garion?», preguntó la voz de Polgara en su mente.

«Sí, tía Pol.»

«Ahora mismo vamos a entrar en la ensenada.»

«Avisadme cuando avistéis la ciudad.»

«Ten cuidado, Garion.»

«Lo tendré.»

—¿Qué ocurre? —preguntó Barak con la vista fija en los hombres que estaban en lo alto de las murallas.

—Han comenzado a disparar desde el risco del norte —respondió el rey en voz baja— y Anheg ha puesto en marcha la flota.

—Le dije que esperara a que nos hubiéramos apoderado de las catapultas —dijo Barak entre dientes.

—No te preocupes demasiado por tu barco, Barak —murmuró Seda—. Es difícil dar en el blanco con una catapulta cuando uno está esquivando piedras.

—Alguno podría tener suerte.

Esperaron con nerviosismo hasta que hubo más claridad. Mientras vigilaban las puertas, Garion podía oler el aroma del mar y la penetrante fragancia de los árboles siempre verdes.

«Ya vemos la ciudad, Garion», informó tía Pol.

Se oyeron gritos de alarma procedentes del interior de la ciudad y Garion vio que los hombres que estaban en lo alto de las murallas corrían por los parapetos en dirección a la costa de Jarviksholm.

—¿Estáis listos? —les preguntó a sus amigos en un murmullo.

—Adelante —dijo Seda con tono tenso.

Garion se puso de pie y se concentró. Mientras lo hacía sintió algo parecido a una corriente de aire. Una enorme fuerza lo embargaba y sentía un hormigueo en todo el cuerpo. Desenvainó la espada de Puño de Hierro, que hasta entonces había dejado enfundada para ocultar la delatora luz azul y el Orbe comenzó a brillar.

—Allá vamos —exclamó entre dientes. Luego apuntó con la espada a la puerta que se alzaba imponente e impenetrable a cien metros de distancia.

—¡Estalla! —gritó, y su voluntad contenida se desató a través de la espada y de su llameante punta.

Garion había olvidado los deseos del Orbe de ser servicial. La fuerza que derribó la puerta de Jarviksholm era, cuando menos, excesiva. Los troncos que la formaban desaparecieron por completo y más tarde encontrarían trozos o astillas de la madera pintada de alquitrán a muchos kilómetros de distancia. La muralla de piedra donde se hallaba encajada la puerta también estalló y muchos de sus grandes y toscos bloques de piedra volaron hasta el puerto y la ensenada, lejos de la ciudad. Casi toda la muralla posterior de Jarviksholm se derrumbó. El ruido fue terrible.

—¡Por Belar! —exclamó Barak estupefacto, mientras contemplaba la escena de la destrucción.

Hubo un instante de silencio y luego se oyó un enorme grito procedente del bosque, donde Hettar y Mandorallen llamaban a los rivanos y a los chereks para atacar la ciudad.

No fue lo que los guerreros denominan una gran batalla. El culto del Oso no estaba compuesto enteramente por hombres fuertes, sino también por ancianos, mujeres y niños. A causa del terrible fanatismo del grupo, los guerreros se vieron obligados a matar a quienes en otras circunstancias hubieran perdonado la vida. Al atardecer, apenas quedaban pequeños focos de resistencia en la zona noroeste de Jarviksholm y la mayor parte de la ciudad ardía en llamas.

Garion, descompuesto por el humo y las matanzas, atravesó tambaleante la ciudad incendiada, cruzó la derruida muralla y se dirigió al campo que había detrás. Caminó durante un buen rato, cansado y asqueado, hasta que se encontró con Seda, el cual estaba sentado sobre una gran roca y contemplaba la ciudad con aire de indiferencia.

—¿Ha terminado todo? —preguntó el hombrecillo.

—Casi —respondió Garion—. Sólo quedan unos pocos edificios bajo su control.

—¿Cómo fue?

—Desagradable. Han muerto muchos ancianos, mujeres y niños.

—A veces ocurre.

—¿Ha dicho Anheg qué quiere hacer con los supervivientes? Creo que ya ha muerto bastante gente.

—No podría afirmarlo con seguridad —repuso Seda—, pero nuestros primos chereks suelen ser bastante salvajes. En los próximos dos días pueden suceder cosas que tal vez prefieras no ver..., como aquello —añadió señalando un grupo de chereks que construía algo al borde del bosque.

Los hombres hundieron un gran poste en la tierra, clavaron un trozo de madera perpendicular en la parte superior, formando una cruz, y ataron allí a un hombre.

—¡No! —exclamó el rey de Riva.

—Yo no interferiría, Garion —le aconsejó Seda—. Es el reino de Anheg y él tiene derecho a castigar a los traidores o a los criminales como crea conveniente.

—¡Es una salvajada!

—En cierto modo, sí. Sin embargo, tal como te decía, los chereks se caracterizan por cierta brutalidad.

—¿No crees que antes deberíamos interrogar a los prisioneros?

—Javelin se ocupa de eso.

Garion se quedó mirando a los soldados que trabajaban bajo los últimos rayos del sol poniente.

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