—Sigámoslo.
Belgarion siguió a aquella fuerza compulsiva hacia el pasillo iluminado por antorchas y los demás fueron tras él. El joven rey podía sentir la conciencia cristalina del Orbe y percibir su tremenda furia. Nunca, desde aquella horrible noche en Cthol Mishrak en que se había enfrentado con el desfigurado dios de los angaraks, había visto a la piedra irradiar una furia semejante. La espada siguió empujándolo a lo largo del comedor, moviéndose más y más rápido, hasta que tuvo que correr para seguirle el paso.
—¿Qué intenta hacer, padre? —preguntó Polgara con tono de perplejidad—. Nunca antes había hecho nada parecido.
—No estoy seguro —repuso el anciano—. Tenemos que seguirlo para descubrirlo; pero creo que debe de ser importante.
Kail se detuvo un momento frente a un centinela que se hallaba apostado en el pasillo.
—¿Podrías ir a buscar a mis hermanos? —le pidió—. Diles que vengan a las habitaciones reales.
—Sí, señor —respondió el centinela con un breve saludo.
Garion se detuvo ante la puerta oscura y encerada de la salita, la abrió y entró sin que la espada dejara de guiarlo.
La reina Layla estaba cubriendo con una manta a la agotada Adara, que dormía sobre un sofá, y alzó la vista con asombro.
—¿Qué diablos...? —comenzó a decir.
—Silencio, Layla —indicó Polgara—. Está ocurriendo algo que no comprendemos bien.
Garion se armó de valor y entró en el dormitorio. Ce'Nedra estaba en la cama, gimiendo y moviéndose en sueños. A su lado se encontraban la reina Isleña y Merel, la esposa de Barak. Ariana dormitaba en un sillón cerca de la ventana. Sin embargo, Garion apenas tuvo tiempo de echar un brevísimo vistazo a las señoras, pues el Orbe lo empujó hacia el cuarto de los niños, donde la vista de la cuna vacía le partió el corazón. La enorme espada se hundió en la cuna y el Orbe resplandeció. Luego la piedra palpitó con una luz intermitente durante un instante.
—Creo que empiezo a comprender —dijo Belgarath—. No podría jurarlo, pero tengo la impresión de que quiere seguir el rastro de Geran.
—¿Puede hacerlo? —preguntó Durnik.
—Puede hacer prácticamente cualquier cosa y es un verdadero devoto del linaje de Riva, Garion. Veamos a dónde te conduce.
Verdan y Brin, los hermanos de Kail, se unieron a ellos en el pasillo. Verdan, el mayor de los tres, era fuerte como un toro, y Brin, el más joven, apenas lo era un poco menos. Ambos hombres vestían cotas de malla y cascos, y llevaban pesadas espadas colgadas a la cintura.
—Creemos que el Orbe intenta guiarnos hacia el príncipe —les explicó Kail—. Cuando lo encontremos, es probable que os necesitemos.
—Entonces colgaremos de un árbol la cabeza del secuestrador antes del anochecer —dijo Brin con una amplia sonrisa infantil.
—No os deis tanta prisa en cortar cabezas —intervino el hechicero—. Primero necesitaré respuestas.
—Siempre debe haber una de vosotras con Ce'Nedra —le explicó Pol a la reina Layla, que los seguía con curiosidad—. Es probable que se despierte esta tarde. Deja dormir a Ariana; tal vez Ce'Nedra la necesite cuando se despierte.
—Por supuesto, Polgara —respondió la rolliza reina de Sendaria.
—En lo que a ti respecta —Polgara se dirigió con firmeza a Misión, que los seguía por el pasillo—, quiero que te quedes en las habitaciones reales y hagas todo lo que te diga Layla.
—Pero... —comenzó a protestar el pequeño.
—Sin peros, Misión. Esta expedición puede resultar peligrosa y tú todavía no estás preparado para afrontar riesgos.
—De acuerdo, Polgara —dijo él con un suspiro de desconsuelo.
Guiado por el Orbe engarzado en la empuñadura de la enorme espada, Garion siguió los invisibles pasos del secuestrador de su hijo. Salió por una puerta lateral con todos los demás pegados a sus talones.
—Parece querer ir hacia las montañas —declaró el rey—. Yo pensé que nos conduciría hacia la ciudad.
—No lo creo, Garion —negó Polgara—. Tú limítate a ir a donde te lleva el Orbe.
Atravesaron un monte empinado que se alzaba detrás de la Ciudadela y luego el bosque de pinos y abetos donde Ce'Nedra y Garion solían caminar en las tardes de verano.
—¿Estás seguro de que sabe lo que hace? —preguntó el joven mientras se abría camino entre la enmarañada vegetación—. No hay ningún paso y no creo que nadie venga por aquí.
—Va tras algún rastro, Garion —le aseguró Belgarath—. Tú síguelo.
Avanzaron con dificultad entre la espesura durante una o dos horas. En una ocasión, una bandada de urogallos surgió a los pies del monarca y los sobresaltó con su furioso aleteo.
—Tengo que recordar este lugar —le dijo Brin a Kail—. Es un buen sitio para cazar.
—En estos momentos estamos cazando otra especie de animal. Concéntrate en tu trabajo.
Cuando llegaron al otro extremo del bosque, Garion contempló el monte empinado y rocoso.
—¿Existe algún paso a través de estas montañas? —preguntó.
—A la izquierda de ese pico grande —respondió Brin, señalándolo—. Yo lo uso cuando salgo a cazar ciervos salvajes y los pastores pasan por allí con sus rebaños cuando los llevan a pastar a los valles interiores.
—También las pastoras —añadió Verdan con frialdad—. A veces, las especies que persigue mi hermano no tienen cuernos.
Brin dirigió una mirada rápida y nerviosa a Polgara y sus mejillas se ruborizaron ligeramente.
—Siempre he sentido un gran aprecio por las pastoras —observó Belgarath con suavidad—. En general, son jóvenes amables y comprensivas..., y a menudo solitarias, ¿verdad, Brin?
—Ya es suficiente, padre —intervino Polgara con firmeza.
Tardaron casi todo el día en atravesar el paso y los verdes valles escondidos del interior. El sol se alzaba sobre el brillante mar, de aspecto moteado, de la costa occidental de Riva. Cuando llegaron a la cima de aquel peñasco rocoso, comenzaron a descender por la cuesta hacia los riscos y las olas espumosas que se rompían sin cesar en la costa.
—¿Crees que algún barco podría haber atracado aquí? —le preguntó Garion a Kail mientras bajaban por la colina.
Kail, que jadeaba de forma notable a causa de la agotadora caminata por la isla, se secó el sudor de su rostro con una manga.
—Si uno sabe lo que hace, en algunos lugares es posible, Belgarion. Es difícil y peligroso, pero posible.
El corazón del rey dio un vuelco.
—Entonces es probable que se haya ido —dijo.
—Yo tenía barcos allí, Belgarion —explicó Kail señalando el mar—. Los envié en cuanto supe que el príncipe había sido raptado. El secuestrador no pudo haber llegado a esta parte de la isla antes que los barcos, a menos que supiera volar.
—Entonces ya lo tenemos —repuso el impulsivo Brin mientras desenvainaba la espada y estudiaba la cuesta y los riscos con la mirada de un experimentado cazador.
—Esperad un instante —dijo Durnik de repente. Alzó la cabeza y olió la brisa que venía de la costa—. Allí abajo hay alguien.
—¿Qué? —inquirió Garion con súbito nerviosismo.
—Acabo de oler a alguien que no se baña con regularidad.
—Polgara —sugirió Belgarath con expresión alerta—, ¿por qué no echas un vistazo allí abajo?
Ella asintió y arrugó la frente en un gesto de concentración. Garion sintió y oyó la extraña vibración que producía la hechicera al registrar con su mente el terreno que se abría delante de ellos.
—Hay una docena de chereks. Se hallan escondidos detrás de esas rocas, al borde de los riscos. Nos están vigilando y planean una emboscada.
—¿Chereks? —exclamó Brin—. ¿Por qué iban a querer atacarnos los chereks?
—Son miembros del culto del Oso —explicó ella—, y nadie entiende sus motivos.
—¿Qué hacemos? —preguntó el hermano menor de Kail en un susurro.
—El que prepara una emboscada siempre tiene ventaja —respondió Verdan—, a no ser que la persona a quien se la tiende sepa que está ahí, en cuyo caso las cosas cambian —añadió mirando hacia la cuesta con expresión siniestra y con la mano apoyada sobre la empuñadura de la espada.
—¿Entonces bajamos y hacemos saltar la trampa? —propuso Brin con ansiedad.
—¿Tú qué piensas, venerable anciano? —le preguntó Kail a Belgarath—. Ahora tenemos ventaja. Ellos esperan sorprendernos, pero nosotros estamos preparados. Antes de que se den cuenta de su error, habremos derribado a la mitad.
—En condiciones normales habría dicho que no —replicó el hechicero, y echó un vistazo al sol que se ponía—. Estas pequeñas luchas no suelen ser muy productivas, pero ahora estamos quedándonos sin luz. —Se volvió hacia tía Pol—. ¿Está Geran cerca de aquí?
—No —respondió ella—. No hay señales de él.
—Si dejamos a los chereks aquí, nos seguirán —dijo Belgarath mientras se rascaba la barba—, y no me gustaría que lo hicieran, sobre todo en la oscuridad. —Su cara arrugada se tensó en una sonrisa astuta—. Muy bien, démonos el gusto.
—Al menos salva a algunos de ellos, padre —pidió Pol—. Me gustaría hacerles algunas preguntas. E intentad no haceros daño, caballeros. Hoy estoy un poco cansada para curar heridos.
—No los habrá, Polgara —prometió Brin con tono despreocupado—. Tal vez unos pocos funerales, pero ningún herido.
—¡Alorns! —suspiró ella alzando los ojos hacia el cielo.
La emboscada no salió como los seguidores del culto habían imaginado. El cherek cubierto de pieles que saltó sobre Garion, gritando, se encontró a mitad de camino con la espada llameante del rey de Riva, y el enorme filo estuvo a punto de cortarlo en dos a la altura de la cintura. Cayó sobre la hierba súbitamente empapada de sangre, gimiendo y retorciéndose. Kail cortó con frialdad la cabeza de uno de los fanáticos, mientras sus hermanos se abalanzaban sobre los desconcertados atacantes y comenzaban a cortarlos en trozos de forma salvaje.
Uno de los miembros del culto saltó sobre una gran piedra y apuntó con una flecha a Garion, pero Belgarath hizo un ligero ademán con la mano izquierda y el arquero salió despedido, en un largo y elegante semicírculo, hacia el fondo del abismo. La flecha voló en el aire y él cayó, gritando, sobre las espumosas olas ciento cincuenta metros más abajo.
—¡Recordad que necesito algunos vivos! —gritó Polgara con firmeza, cuando vio que la matanza amenazaba con escarpársele de las manos.
Kail gruñó, y luego paró la embestida de un cherek desesperado. Su puño izquierdo se disparó en un amplio arco, golpeó con fuerza la cabeza de su contrincante y lo arrojó al suelo.
Durnik usaba su arma favorita, una fuerte porra de casi un metro de largo. Con un movimiento de experto, le arrancó la espada de la mano a uno de los miembros del culto y le asestó un terrible golpe en la cabeza. Los ojos del hombre se volvieron vidriosos y su cuerpo se desplomó en el suelo como un fardo. Belgarath, que supervisaba la batalla, seleccionó un candidato apropiado y lo hizo levitar en el aire a una altura de unos cincuenta metros. El hombre tardó un rato en percatarse de su situación y continuó dando golpes de ciego en el vacío que lo rodeaba.
La batalla terminó enseguida. Los últimos rayos púrpuras del sol destellaban sobre la sangre escarlata que teñía la hierba al borde del peñasco. El suelo estaba cubierto de retazos ensangrentados de piel de oso.
—Ya me siento mucho mejor —declaró Garion mientras limpiaba la espada en el cuerpo tendido de uno de los seguidores del culto, y notó que el Orbe también brillaba con una especie de feroz satisfacción.
Polgara inspeccionaba con frialdad a un par de supervivientes inconscientes.
—Estos dos dormirán un rato —observó mientras levantaba un párpado y estudiaba el vidrioso ojo que había debajo—. Baja a aquél, padre —le dijo a Belgarath, señalando al hombre que permanecía suspendido en el aire—. Si es posible, en un solo trozo. Me gustaría interrogarlo.
—Por supuesto, Pol —respondió el anciano, sonriente y con los ojos brillantes.
—Padre, ¿cuándo vas a terminar de crecer?
—¿Por qué lo dices, Polgara? —inquirió él con tono burlón—. ¡Vaya pregunta!
El hombre que flotaba en el aire por fin había comprendido su situación y había arrojado la espada. Temblaba, tenía los ojos llenos de horror y sus miembros se agitaban con violencia. Cuando Belgarath lo bajó despacio hasta el suelo, se acurrucó en un rincón. El hechicero lo agarró con firmeza de la chaqueta de piel y lo obligó a ponerse de pie.
—¿Sabes quién soy? —preguntó, acercando su cara a la del temeroso prisionero.
—Tú..., yo...
—¿De veras? —la voz de Belgarath sonaba tan brutal como un látigo.
—Sí —titubeó el hombre.
—Entonces sabrás que si intentas escapar te elevaré otra vez en el aire y te dejaré allí. Sabes que puedo hacerlo, ¿verdad?
—Sí.
—Eso no será necesario, padre —dijo Polgara con frialdad—. Este hombre será muy servicial.
—No pienso decir nada, bruja —declaró el prisionero, aún con ojos desorbitados.
—Ah, no, amigo —respondió ella con una sonrisilla fría—. Lo contarás todo. Hablarás durante semanas si yo te lo pido. —Le dirigió una mirada fulminante e hizo un pequeño gesto con la mano izquierda delante de su rostro—. Mira con atención, amigo, y disfruta de cada pequeño detalle. —El hombre barbudo miró fijamente lo que había delante de su cara y palideció. Los ojos se le llenaron de horror y comenzó a gritar mientras retrocedía. Entonces, Polgara hizo un ademán en forma circular con la mano y el individuo se detuvo en el acto—. No puedes huir —le advirtió ella—, y si no hablas permanecerá ante tu rostro durante el resto de tu vida.
—¡Quítalo! —suplicó él con un alarido demencial—. ¡Por favor! ¡Haré cualquier cosa!, ¡cualquier cosa!
—Me pregunto dónde aprendió a hacer eso —le dijo Belgarath a Garion en un murmullo—. Yo nunca logré hacérselo a nadie..., y eso que lo he intentado.
—Te dirá todo lo que quieras saber, Garion —repuso Polgara—, porque sabe lo que le ocurrirá si no lo hace.
—¿Dónde habéis llevado a mi hijo? —le preguntó el monarca al hombre aterrorizado.
El prisionero tragó saliva y luego se irguió con actitud desafiante.
—Fuera de tu alcance, rey de Riva.
Belgarion sintió que lo embargaba una terrible furia y, sin detenerse a pensarlo, se giró para coger su espada.
—¡Garion! —exclamó tía Pol.
El miembro del culto retrocedió, con la cara pálida.
—Tu hijo está vivo —se apresuró a decir, aunque su rostro adquirió una expresión burlona—, pero la próxima vez que te vea, te matará.