—Yo me ocuparé de todo por ti, cariño —repuso ella con tono tranquilizador, mientras extendía el brazo para acariciarle la mejilla—. Tú vete. Yo podré encargarme muy bien de todo mientras estés fuera.
Él la miró fijamente y experimentó una sensación de abatimiento en la boca del estómago.
Cuando Garion llegó a Vo Mandor, una mañana nublada varios días después, la situación se había agravado aún más. Las fuerzas de Embrig estaban acampadas a menos de quince kilómetros del castillo de Mandorallen, mientras que este último y Lelldorin habían abandonado la ciudad para ir a su encuentro. Garion se dirigió a toda prisa a las puertas del imponente fuerte de su amigo, en un caballo de guerra que un servicial barón le había prestado al llegar a Arendia. Vestía la armadura completa de acero que le había regalado el rey Korodullin y llevaba la enorme espada de Puño de Hierro a la espalda, dentro de su funda. Las puertas se abrieron de par en par para dejarle paso. El rey de Riva entró en un patio, desmontó con torpeza y exigió que lo llevaran de inmediato ante la baronesa Nerina.
La encontró junto a las almenas, vestida de negro, pálida y seria, con la vista fija en el cielo del este, intentando divisar las columnas de humo que indicarían el comienzo de la batalla.
—Todo ha ocurrido por mi culpa, rey Belgarion —declaró ella con tono trágico—. Desde el día en que me casé con mi amado esposo, he causado conflictos, discordia y angustia.
—No debes culparte de nada —respondió el rivano—. Mandorallen es capaz de buscarse problemas sin ayuda de nadie. ¿Cuándo se fueron él y Lelldorin?
—Poco después del mediodía de ayer —explicó ella—. Creo que la batalla comenzará dentro de poco —añadió, desconsolada, con la vista fija en las baldosas del patio de abajo; luego suspiró.
—Entonces será mejor que me vaya —dijo Garion con tono sombrío—. Quizá pueda llegar antes de que comience y detenerlos.
—Acabo de tener una maravillosa idea, Majestad —repuso Nerina mientras una pequeña sonrisa iluminaba su rostro—. Creo que puedo hacer que vuestra misión resulte mucho más fácil.
—Ojalá fuera así. Tal como están las cosas, parece que voy a tener una mañana muy mala.
—Entonces corred al campo de batalla, Majestad, donde la brutal lucha amenaza la vida de nuestros queridos amigos, y decidles que la causa de su inminente guerra ha partido de este triste mundo.
—No entiendo.
—Es muy simple, Majestad. Yo soy la causa de este conflicto y está en mis manos solucionarlo.
—¿A qué te refieres, Nerina? —preguntó él con una mirada de sospecha—. ¿Qué pretendes hacer para que esos idiotas vuelvan a sus cabales?
—Sólo tendré que arrojarme de estas altas almenas, mi señor —dijo ella, y su sonrisa se volvió realmente radiante—, y unirme a mi esposo en el silencio de la tumba antes de que comience ese horrible derramamiento de sangre. Marchaos deprisa, mi señor. Descended hasta aquel patio y coged vuestro caballo; yo bajaré por esta ruta, más corta y oportuna, y me uniré a vos sobre las duras piedras de abajo. Luego podréis llevar la noticia de mi muerte al campo de batalla. Una vez muerta, ningún hombre necesitará derramar su sangre por mí —añadió mientras apoyaba una mano en la áspera piedra del parapeto.
—¡Oh, déjalo ya! —exclamó Garion, disgustado—. Y apártate de ahí.
—No, Majestad —respondió ella con firmeza—. Ésta es la mejor solución posible. De este modo, podré evitar esa desdichada batalla y liberarme de la carga de esta vida al mismo tiempo.
—Nerina —dijo Garion con tono contundente—, no voy a permitir que saltes. Y ésa es la última palabra.
—Sin duda no seréis tan grosero como para ponerme las manos encima —repuso ella, escandalizada.
—No será necesario —respondió el rey de Riva, y al contemplar la cara pálida y perpleja de la baronesa advirtió que no sabía a qué se refería—. Aunque, pensándolo mejor, tal vez no sea tan mala idea. El viaje hasta el patio podría llevarte un día y medio, de modo que te daría tiempo para pensar. Además, evitaría que cometieras cualquier travesura mientras estoy fuera.
Por fin ella comenzó a asimilar lentamente el sentido de aquellas palabras y abrió mucho los ojos.
—¿No os atreveréis a usar la hechicería para hacer fracasar mi excelente plan? —gimió.
—Inténtalo y verás.
—Eso sería muy poco cortés por vuestra parte, mi señor —lo acusó ella con expresión de impotencia y los ojos llenos de lágrimas.
—Yo fui criado en una granja de Sendaria —le recordó Garion—. No tuve la suerte de ser educado como un noble, de modo que de vez en cuando cometo estas pequeñas descortesías. Estoy seguro de que me perdonarás que no te permita matarte. Ahora, si me disculpas, tengo que ir a detener esa locura allí fuera —añadió mientras se volvía, y comenzó a bajar las escaleras con pasos ruidosos—. Ah —dijo, girando la cabeza—, no se te ocurra saltar en cuanto me haya dado la vuelta. Mi poder llega muy lejos, Nerina, muy lejos. —Ella lo miró fijamente, con los labios temblorosos—. Eso ya me parece mucho mejor —observó él, y continuó bajando las escaleras.
En el patio, los criados de Mandorallen abrieron paso a Garion prudentemente en cuanto vieron su expresión furiosa. El joven se subió con esfuerzo a la silla del colosal caballo de guerra ruano que lo había llevado hasta allí, se ajustó la enorme espada enfundada a la espalda y echó un vistazo a su alrededor.
—Que alguien me traiga una lanza —ordenó. Los criados trajeron varias, atropellándose unos a otros en sus prisas por obedecer. Garion seleccionó una y se marchó de allí a todo galope.
Los habitantes de la ciudad de Vo Mandor, situada detrás de las murallas del fuerte de Mandorallen, se mostraron tan prudentes como los criados del interior de la fortaleza y abrieron paso al furioso rey de Riva por las calles adoquinadas, mientras las puertas de la ciudad lo esperaban abiertas de par en par.
Garion sabía que tendría que llamar la atención de los soldados, y que los arendianos eran muy difíciles de distraer cuando estaban a punto de iniciar una batalla. Tenía que encontrar un modo de sobresaltarlos. Mientras galopaba a través de los verdes campos arendianos, junto a bonitas aldeas llenas de casas con techo de paja y bosquecillos de hayas y arces, observó con ojo crítico unas nubes grises que avanzaban rápidamente y comenzó a idear un plan.
Cuando llegó al campo de batalla, encontró a los dos ejércitos frente a frente sobre un extenso prado sin árboles. Como exigía la milenaria costumbre arendiana, se habían producido una serie de desafíos personales y aquellos duelos estaban a punto de realizarse, a modo de preludio de la gran refriega. Varios caballeros de ambos bandos, vestidos con armaduras, avanzaban hacia el centro del campo bajo la mirada aprobadora de ambos ejércitos. Los imprudentes y jóvenes nobles, enfundados en sus atuendos de acero, chocaron con entusiasmo unos contra otros y cubrieron el suelo con los restos de sus lanzas rotas.
Garion evaluó la situación con un simple vistazo y se dirigió al lugar del conflicto sin dilaciones. Hay que admitir que hizo una pequeña trampa durante el encuentro. La lanza que llevaba parecía igual a aquéllas con que los caballeros mimbranos intentaban matarse o mutilarse entre sí; pero la suya, a diferencia de las demás, no se rompería ante ningún obstáculo y estaba dotada de una fuerza sobrenatural. Garion no tenía intenciones de atravesar a nadie con la afilada punta de la lanza; sólo pretendía hacerlos caer de los caballos. En su primer paseo en pleno tumulto de asombrados caballeros, arrojó a tres de ellos de sus monturas en rápida sucesión. Luego hizo girar el caballo y empujó a dos más con tal rapidez que el estrépito que produjeron al caer se fundió en un solo sonido.
Sin embargo, tendría que hacer algo más, algo lo bastante espectacular como para penetrar la sólida roca que los arendianos tenían por cabeza. Garion se deshizo de la invencible lanza como por descuido, extendió la mano a su espalda y desenvainó la poderosa espada del rey de Riva. El Orbe de Aldur se encendió con un resplandor azul y de inmediato la propia espada ardió en llamas. Como siempre, a pesar de su enorme tamaño, Garion sentía que el arma que tenía en la mano no pesaba nada y la blandía con una desconcertante rapidez. Arremetió directamente contra un caballero atónito y partió su lanza en trozos de treinta centímetros, desde la punta hasta la empuñadura. Cuando apenas quedaba nada del arma, el rivano empujó al caballero con la parte roma de su llameante espada. Luego se giró, cortó por la mitad una maza alzada y arrojó a su dueño al suelo con caballo y todo.
Desconcertados por la fiereza del ataque, los asombrados mimbranos comenzaron a retroceder, aunque ello no sólo era debido al increíble valor que mostraba el rey de Riva en la batalla. Garion no dejaba de proferir furiosas maldiciones entre dientes y su vocabulario hacía que los hombres más fuertes palidecieran. Miró a su alrededor, sacando chispas por los ojos, y luego comenzó a convocar su poder, mientras alzaba la ardiente espada con la punta mirando hacia el oscuro cielo.
—¡AHORA! —exclamó con un grito que pareció un latigazo.
Las nubes temblaron, como si se encogieran ante la fuerza del poder de Garion. Entonces cayó un rayo del grosor de un tronco y se oyó un trueno ensordecedor que hizo vibrar la tierra en varios kilómetros a la redonda. Un enorme agujero humeante se abrió en el suelo en el sitio exacto donde había caído el rayo. El rivano produjo más y más rayos, y el ensordecedor sonido de los truenos reverberaba en el aire, mientras el olor a hierba quemada y tierra chamuscada se cernía como una gran nube sobre los aterrorizados soldados de ambos bandos.
De repente, se desató un fortísimo viento y las nubes se abrieron para provocar un diluvio tan poderoso sobre los ejércitos enemigos que algunos caballeros se cayeron de sus monturas por el impacto. Mientras el viento rugía y la violenta tempestad se ensañaba con los soldados, los rayos vacilantes continuaban cayendo con espeluznantes chisporroteos, llenando el aire de humo y vapor. Era imposible cruzar el campo de batalla.
Garion detuvo a su aterrorizado caballo en el centro mismo de aquel horrible espectáculo, mientras los rayos danzaban a su alrededor.
Permitió que diluviara sobre los dos ejércitos hasta que estuvo seguro de haber captado su atención, y entonces, con un movimiento indolente de la llameante espada, hizo que cesara de llover.
—Ya he tenido bastante de esta estupidez —anunció con una voz tan poderosa como los truenos que acababan de oír—. ¡Arrojad las armas de inmediato! —Los soldados alzaron la vista hacia el joven y luego se miraron entre sí con desconfianza—. ¡DE INMEDIATO! —rugió Garion, enfatizando su orden con otro rayo y un tremendo trueno. El estrépito de las armas al caer fue enorme—. Quiero ver a Embrig y a Mandorallen aquí mismo en el acto —gritó entonces, y señaló con la punta de la espada un sitio, justo delante de su montura. Los dos caballeros vestidos de acero se aproximaron despacio, como colegiales temerosos—. ¿Qué diablos creéis que estáis haciendo? —les preguntó.
—Mi honor me ha obligado a ello, Majestad —declaró Embrig con voz balbuceante. Era un hombre muy fuerte de tez rubicunda, con la nariz llena de venitas rojas, típicas de alguien que bebe en exceso—. Mandorallen ha raptado a Nerina.
—Vuestra preocupación por la dama se reduce sólo a vuestra autoridad sobre ella —respondió Mandorallen, furioso—. Le habéis usurpado las tierras y los bienes, despreciando groseramente sus sentimientos y...
—Muy bien —intercedió Garion—, ya es suficiente. Vuestra disputa personal ha llevado a toda Arendia al borde de la guerra. ¿Es eso lo que queríais? ¿Sois tan infantiles que estáis dispuestos a destruir vuestra patria sólo por vuestros propios intereses?
—Pero... —intentó decir Mandorallen.
—Pero nada —lo interrumpió el rey de Riva, y luego continuó diciéndole, con pelos y señales, lo que pensaba de ambos con tono despectivo y florido lenguaje. Mientras hablaba, los dos caballeros palidecieron en varias ocasiones. En ese momento Garion notó que Lelldorin se acercaba con cautela a escuchar—. Y tú —dijo volviéndose hacia el joven asturio—, ¿qué haces en Mimbre?
—¿Yo? Bueno, Mandorallen es amigo mío, Garion.
—¿Acaso te pidió ayuda?
—Pues...
—No lo creo, has venido por iniciativa propia. —A partir de entonces, Garion incluyó a Lelldorin en sus críticas, haciendo frecuentes gestos con la llameante espada que blandía en la mano derecha. Los tres caballeros contemplaban el arma con una mezcla de asombro y ansiedad, mientras el rey la agitaba ante sus caras—. Muy bien, entonces —dijo por fin Belgarion después de desahogarse—, esto es lo que vamos a hacer. —Miró a Embrig con expresión beligerante—. ¿Quieres pelear conmigo? —lo desafió alzando la barbilla con un gesto provocativo.
La cara de aquél palideció y sus ojos parecían a punto de salirse de sus órbitas.
—¿Yo, Majestad? —preguntó, sin aliento—. ¿Pretendéis que yo me enfrente al Ejecutor de Dioses? —añadió temblando con violencia.
—Imaginé que no querrías hacerlo —gruñó Garion—. En tal caso, delegarás todos tus derechos sobre la baronesa Nerina en mí.
—Con mucho gusto, Majestad —balbuceó Embrig.
—Mandorallen —prosiguió el rivano—, ¿quieres pelear conmigo?
—Vos sois mi amigo, Garion —protestó aquél—; moriría antes que alzar una mano contra vos.
—Bien. Entonces delegarás todos tus derechos sobre la baronesa en mí de inmediato. A partir de ahora, yo seré su tutor.
—Estoy de acuerdo —asintió Mandorallen con seriedad.
—Embrig —dijo entonces Garion—, te otorgo todas las propiedades de la baronía de Vo Ebor, incluyendo aquellas tierras que por derecho le pertenecerían a Nerina. ¿Las aceptas?
—Sí, Majestad.
—Mandorallen, te ofrezco la mano de mi protegida, Nerina de Vo Ebor. ¿La aceptas?
—Con todo mi corazón, señor —balbuceó el caballero mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.
—¡Magnífico! —exclamó Lelldorin con tono de admiración.
—Tú cállate, Lelldorin —le dijo Garion—. Eso es todo, caballeros, vuestra guerra ha terminado. Reunid a vuestros ejércitos y volved a casa. Recordad que si esto volviera a ocurrir, yo tendría que volver, pero la próxima vez estaré muy furioso. ¿Habéis comprendido?
Los dos caballeros asintieron en silencio.
Así acabó la guerra. Sin embargo, cuando el ejército de Mandorallen regresó a Vo Mandor, la baronesa Nerina se opuso enérgicamente a aceptar la decisión de Garion.