Los guardianes del oeste (15 page)

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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

BOOK: Los guardianes del oeste
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Misión cerró las puertas con cautela y luego él y el príncipe se pusieron manos a la obra. En la sala había muchos sillones y cojines rojos de terciopelo. Apilados en dos grupos al pie de las barandas de mármol, los cojines formaron un par de imponentes montañas.

—¿Bien? —dijo Kheva cuando estuvo todo listo.

—Creo que podríamos hacerlo —respondió Misión.

Subieron a lo alto de las escaleras y cada uno de ellos se montó sobre una de las suaves y frías barandas que descendían majestuosamente hasta el blanco suelo de mármol, mucho más abajo.

—¡Ya! —gritó Kheva, y los dos se deslizaron, ganando una asombrosa velocidad en el camino, hasta aterrizar con un golpe seco y sordo en las montañas de cojines que los aguardaban.

Los niños volvieron a subir las escaleras, rebosantes de alegría, y se deslizaron otra vez. Todo fue bien hasta que uno de los cojines se rasgó y llenó la sala de plumas de ganso. Como era de esperar, Polgara escogió justo aquel momento para entrar a buscarlos. Por alguna razón, las cosas siempre sucedían de ese modo. Cada vez que algo se rompía, se derramaba o se caía al suelo, aparecía alguien con autoridad. Nunca había tiempo para ordenar y, por consiguiente, aquellos incidentes acababan interpretándose de la peor manera posible.

Las puertas del fondo de la sala de baile se abrieron de improviso y entró Polgara con un vestido de terciopelo azul digno de una reina. La hechicera contempló seriamente a los dos niños que estaban tendidos sobre los cojines al pie de la escalera, con expresión culpable y cubiertos por una verdadera lluvia de nieve.

Misión se sobresaltó y contuvo el aliento.

Polgara cerró las puertas tras ella y se acercó muy despacio a los pequeños, mientras sus pasos resonaban de forma siniestra. Miró primero hacia los sillones desnudos que había a cada lado de la sala, luego hacia las barandas de mármol y a continuación hacia los dos niños cubiertos de plumas. De repente y sin previo aviso, comenzó a reír con una risa grave, cálida y vibrante, que retumbó en la sala vacía.

Misión se sintió traicionado por su reacción. El y Kheva habían hecho lo imposible para meterse en problemas y la hechicera se reía de ellos. No hubo regañinas, ni comentarios irónicos, sólo risas. El niño pensó que aquella frivolidad estaba fuera de lugar y demostraba que Polgara no los tomaba con la debida seriedad. No pudo evitar sentirse dolido; él se había ganado la regañina que ella ahora le negaba.

—Luego limpiaréis todo esto, ¿verdad, niños?

—Por supuesto, señora Polgara —se apresuró a tranquilizarla Kheva—. Estábamos a punto de hacerlo.

—Espléndido, Alteza —dijo ella, y sus labios temblaron intentando contener la risa—. Mirad de recoger todas las plumas —añadió mientras salía de la sala de baile, y el ligero eco de su risa quedó flotando tras ella.

Después de aquel incidente, los niños fueron sometidos a una rigurosa vigilancia. Aunque no se llevara a cabo de una forma abierta, siempre parecía haber alguien cerca dispuesto a decirles que pararan antes de que las cosas se salieran completamente de su cauce.

Una semana más tarde, cuando las lluvias habían escampado y el barro de las calles había desaparecido casi por completo, Misión y Kheva jugaban sentados en el suelo de una habitación alfombrada, construyendo un fuerte con bloques de madera. Mientras tanto, Seda, sentado ante una mesa junto a la ventana, estudiaba con atención un informe de su socio Yarblek, que se había quedado en Gar og Nadrak para atender los negocios. A media mañana, un sirviente entró en la habitación e intercambió unas palabras con el hombrecillo con cara de rata. Seda asintió con un gesto, se puso de pie y se aproximó a los niños.

—¿Qué os parecería un poco de aire fresco, caballeros? —les preguntó.

—Muy bien —dijo Misión mientras se incorporaba.

—¿Y a ti, primo?

—Desde luego, Alteza —respondió el príncipe.

—¿Es necesario que seas tan formal, Kheva? —rió Seda.

—Mi madre dice que siempre debo dirigirme a la gente de la forma adecuada —explicó—. Supongo que será para que vaya practicando.

—Tu madre no está aquí —replicó Seda con ironía—, así que puedes hacer una pequeña trampa.

—¿De verdad crees que debería hacerlo? —murmuró Kheva mientras miraba con nerviosismo a su alrededor.

—Estoy seguro —respondió su primo—. Hacer trampas es bueno para ti, te ayudará a mantener tu perspectiva.

—¿Tú haces trampas a menudo?

—¿Yo? —rió Seda—. Todo el tiempo, primo, todo el tiempo. Vamos a buscar nuestras capas y luego daremos un paseo por la ciudad. Tengo que ir a los cuarteles del servicio de inteligencia y, como me han nombrado tu guardián por un día, será mejor que los dos vengáis conmigo.

Fuera, el aire era frío y húmedo, y mientras recorrían las calles adoquinadas de Boktor, el fuerte viento hacía que las capas se les enredaran entre las piernas. La capital de Drasnia era uno de los centros comerciales más importantes del mundo y sus calles estaban atestadas de gente de todas las razas. Tolnedranos de lujosos trajes conversaban en las esquinas con sendarios de expresión seria, vestidos con prácticos trajes marrones. Los drasnianos, con atuendos extravagantes y ricas joyas, regateaban con los nadraks vestidos de cuero. Había unos pocos murgos con túnicas negras andando por las calles tumultuosas, seguidos por los porteadores thulls de anchas espaldas, cargados de pesados bultos. Detrás de los porteadores, por supuesto, estaban los omnipresentes espías drasnianos.

—¡La querida y clandestina Boktor! —exclamó Seda con tono teatral—, donde una de cada dos personas es espía.

—¿Esos hombres son espías? —preguntó Kheva, mirándolos sorprendido.

—Por supuesto que sí, Alteza —rió Seda—. En Drasnia todo el mundo es espía... o pretende serlo. Es nuestra industria nacional. ¿No lo sabías?

—Bueno, sabía que había varios espías en palacio, pero nunca pensé que también anduvieran por las calles.

—¿Por qué tiene que haber espías en el palacio? —preguntó Misión con curiosidad.

—Todo el mundo quiere saber lo que hacen los demás —respondió Kheva encogiéndose de hombros—. Cuanto más importante eres, más espías te vigilan.

—¿Hay alguno vigilándote a ti?

—Seis, que yo sepa, pero es probable que sean algunos más. Y, por supuesto, hay espías que espían a los espías.

—¡Qué lugar tan extraño! —murmuró Misión.

—Una vez, cuando tenía tres años, me escondí debajo de una escalera y me quedé dormido —explicó Kheva—. Al final, todos los espías del palacio se pusieron a buscarme. Te sorprendería saber cuántos eran.

Esta vez, Seda soltó una sonora carcajada.

—¡Eso es de muy mala educación, primo! —le dijo—. Los miembros de la familia real no deben ocultarse de los espías, pues eso los pone muy nerviosos. Aquél es el edificio —añadió, y señaló un gran almacén de piedra situado en una tranquila calle apartada.

—Siempre creí que el cuartel general estaba en el mismo sitio que la academia —repuso Kheva.

—Ésas son las oficinas oficiales, primo, mientras que éste es el lugar donde se lleva a cabo el verdadero trabajo.

Entraron en el almacén y atravesaron una sala sombría, llena de fardos y cajas apiladas, en dirección a una pequeña y discreta puerta donde estaba apoyado un hombre con ropas de trabajo. El hombre echó un rápido vistazo a Seda, hizo una reverencia y les abrió la puerta. Detrás de aquella puerta de aspecto destartalado, había una habitación luminosa con una docena de mesas llenas de pergaminos apoyadas contra las paredes. En cada una había cuatro o cinco personas, concentradas en los documentos que tenían delante.

—¿Qué hacen? —preguntó Misión con curiosidad.

—Clasifican información —respondió Seda—. Todo lo que ocurre en el mundo, tarde o temprano, llega a esta habitación. Si nos interesara saberlo, podríamos averiguar qué tomó el rey de Arendia para desayunar esta mañana. Tenemos que entrar en esa sala —agregó señalando una puerta maciza que había al fondo.

La habitación que encontraron al otro lado de la puerta era vulgar y se hallaba casi vacía, a excepción de una mesa y cuatro sillas. El hombre que estaba sentado a la mesa llevaba calzas negras y una chaqueta gris perla. Era tan delgado como un palillo e incluso allí, entre su propia gente, parecía un resorte a punto de saltar en cualquier momento.

—Seda —dijo con una ligera inclinación de cabeza.

—Javelin —respondió aquél—. ¿Querías verme?

El hombre de la mesa miró a los dos niños e hizo una pequeña reverencia a Kheva.

—Alteza —dijo.

—Margrave Khendon —saludó el príncipe con una cortés inclinación de cabeza. El hombre se volvió hacia Seda y empezó a mover los dedos de forma casi imperceptible—. Margrave —dijo Kheva, con tono de disculpa—, mi madre me ha estado enseñando el lenguaje secreto y entiendo lo que dices.

El hombre que Seda llamaba Javelin dejó de mover los dedos con una expresión de tristeza.

—Veo que me he pasado de listo —repuso y miró con curiosidad a Misión.

—Éste es Misión —explicó Seda—, el niño que están criando Polgara y Durnik.

—Ah —observó Javelin—, el que llevaba el Orbe.

—Si quieren hablar en privado, Kheva y yo podemos irnos fuera —propuso Misión.

El margrave reflexionó un instante.

—No creo que sea necesario —decidió—. Me parece que podemos confiar en que ambos seréis discretos. Sentaos, caballeros —dijo señalando las tres sillas vacías.

—Yo estoy casi retirado, Javelin —señaló Seda—, y tengo muchas obligaciones.

—No iba a pedirte que intervinieras personalmente. Lo único que quiero es que encuentres un sitio para dos empleados nuevos en una de tus empresas. —Seda lo miró con curiosidad—. Estás transportando mercancías fuera de Gar og Nadrak por la Ruta de las Caravanas del Norte —continuó Javelin—. Cerca de la frontera hay varios pueblos cuyos habitantes no se fían de los extranjeros que no tienen motivos para pasar por allí.

—Y quieres usar mis caravanas como excusa para que tus hombres visiten esos pueblos.

—Es una práctica habitual —dijo Javelin encogiéndose de hombros.

—¿Qué ocurre en el este de Drasnia que te interese tanto?

—Lo mismo que ocurre en todos los demás distritos de las afueras.

—¿El culto del Oso? —preguntó Seda, incrédulo—. ¿Vas a perder el tiempo con ellos?

—Hemos observado que en los últimos años se han estado comportando de forma extraña y quiero averiguar por qué. —Su interlocutor lo miró, asombrado—. Si quieres, llámalo curiosidad.

—Oh, no, no me cogerás tan fácilmente, amigo —dijo Seda con una mirada fulminante.

—¿No sientes curiosidad?

—Lo cierto es que no. No lograrás convencerme con tus ingeniosos trucos de que descuide mis asuntos para participar en otra de tus expediciones de pesca. Estoy demasiado ocupado, Javelin. —Lo miró con los ojos entrecerrados—. ¿Por qué no envías a Hunter?

—Hunter está ocupado en otro sitio, Seda, y no intentes averiguar dónde.

—Valía la pena probarlo. La verdad es que no estoy interesado en esto en lo más mínimo, en absoluto. —Se recostó sobre el respaldo de la silla con los brazos cruzados en un gesto inflexible. Sin embargo, su nariz larga y puntiaguda comenzaba a arrugarse—. ¿A qué te refieres cuando dices que se comportan de una forma extraña? —preguntó después de un momento.

—Pensé que no estabas interesado.

—Y no lo estoy —repitió Seda con rapidez—. No lo estoy en absoluto. —Su nariz, sin embargo, se arrugaba de una forma cada vez más notable. Por fin el hombrecillo se puso de pie con expresión de furia—. Dame los nombres de la gente que quieres que contrate —dijo de repente—; veré lo que puedo hacer.

—Por supuesto, príncipe Kheldar —respondió Javelin con suavidad—. Aprecio tu sentido de la lealtad hacia tu antigua profesión.

De pronto, Misión recordó algo que Seda había dicho en la otra sala.

—Seda dice que toda la información del mundo llega a este edificio —le dijo a Javelin.

—Eso es un poco exagerado, pero lo intentamos.

—Entonces es probable que hayas oído hablar de Zandramas. —Margrave lo miró perplejo—. Es algo de lo que Belgarion y yo oímos hablar y en lo que Belgarath también está muy interesado. Pensé que tal vez habrías escuchado ese nombre.

—La verdad es que no lo he escuchado nunca —admitió Javelin—. Aunque estamos muy lejos de Darshiva, por supuesto.

—¿Qué es Darshiva? —preguntó Misión.

—Es uno de los principados del viejo imperio de Melcene, al este de Mallorea. El nombre Zandramas viene de allí. ¿No lo sabíais?

—No.

Se oyó un suave golpe en la puerta.

—¿Sí? —respondió Javelin.

La puerta se abrió y entró una joven de diecinueve o veinte años. Tenía el pelo color miel, ojos cálidos de un tono marrón dorado y llevaba un vulgar vestido gris. Estaba seria, no obstante en cada una de sus mejillas había un pequeño hoyuelo.

—Tío —dijo, y el curioso timbre de su voz resultaba irresistiblemente seductor.

La dura expresión que reflejaba la cara angulosa de Javelin se ablandó de forma notable.

—¿Sí, Liselle?

—¿Ésta es la pequeña Liselle? —exclamó Seda.

—Ya no es tan pequeña —observó Javelin.

—La última vez que la vi todavía llevaba trenzas.

—Hace unos años que se las quitó, y mira lo que se escondía debajo.

—Lo estoy viendo —afirmó Seda con admiración.

—Los informes que me pediste, tío —dijo la joven mientras dejaba un paquete de pergaminos sobre la mesa. Luego se volvió hacia Kheva e hizo una reverencia con increíble gracia—. Alteza —saludó.

—Margravina Liselle —respondió el pequeño príncipe con una cortés inclinación de cabeza.

—Y príncipe Kheldar —dijo entonces la joven.

—Cuando eras pequeña, no solíamos ser tan formales —protestó Seda.

—Pero ya no soy pequeña, Alteza.

—Cuando era una niña, me tiraba de la nariz —le dijo Seda a Javelin.

—¡Es que es una nariz tan grande e interesante! —exclamó Liselle con una sonrisa, y de repente los hoyuelos de la cara se llenaron de vida.

—Liselle nos ayuda aquí —explicó Javelin—. Dentro de pocos meses, ingresará en la academia.

—¿Vas a ser espía? —preguntó Seda, incrédulo.

—Es la profesión de la familia, príncipe Kheldar. Mi padre, mi madre, mi tío y todos mis amigos son espías. ¿Cómo podría dedicarme a otra cosa?

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